Un mito ancestral inventado hace siglos, afirmaba que la tierra se negaba a entregarle sus tesoros a las mujeres. Que si alguna mujer osaba pisar las profundidades de la mina, ésta, celosa, se cerraría provocando derrumbes y escondiendo sus riquezas. Empujadas por la necesidad, por el hambre y el fenómeno migratorio que dejaba a sus pueblos sin hombres, empresas mineras y mujeres terminaron de tajo con esta mentira. El estado de Zacatecas fue el pionero en probar que el machismo es posible arrancarlo con esfuerzo, igual que se extraen las piedras preciosas de las entrañas del mundo. Queda mucho camino por delante, pero hoy en México y en diversos países de Latinoamérica, las mujeres pisan con firmeza y naturalidad el submundo de la minería, sabedoras quizá de la estrecha relación y complicidad que hay entre ellas y nuestro planeta.
En diciembre de 2010, la sección de clasificados de un periódico local de la ciudad de Zacatecas, mostraba un anuncio común en esta zona del centro-norte de México: “Se busca operador de mina. Experiencia de 3 años en mina de tajo abierto y conocimiento en operación en depósitos de zinc, plomo y cobre; conocimiento en procesos de minado, geología y geotecnia”.
Zacatecas es una entidad mexicana cuya existencia no se entiende sin su estrecha relación con el mundo de la minería. Su fundación durante la conquista española en el siglo XVI se debió precisamente a su colosal riqueza interna, pues las entrañas de su tierra, hoy dividida políticamente en 58 municipios, guardan una exuberante cantidad de cobre, plomo, zinc, oro y sobre todo, plata, ese metal precioso conocido y codiciado como “el oro blanco”.
Precisamente por ello, el hecho de encontrar un anuncio clasificado que solicita un trabajador minero no resulta relevante. Después de todo, a este estado mexicano la minería le ha extraído enormes cantidades de metal durante más de 500 años, sin que de momento sus ricas vetas se hayan extinguido, a pesar incluso de los abusos de una industria sin piedad. Muy por el contrario, a este lugar llegan todavía grandes compañías extranjeras en busca de esa riqueza que se antoja interminable.
Lo que llama la atención de este anuncio, publicado por orden de la empresa Gold Corp, una minera canadiense que ofrece trabajo a operadores lugareños, es un pequeño detalle… un pequeño detalle que hasta hace apenas 20 años era totalmente impensable en este milenario enclave minero de la República Mexicana: el anuncio no especifica si el trabajador debe ser hombre o mujer; se trata pues de un anuncio para ambos sexos, y ahí está la clave que marca la diferencia, y que rompe con una costumbre de cinco siglos: porque hoy en Zacatecas hay también mujeres mineras.
TRABAJO FEMENINO: UNA MINA DE ORO
Nadie puede asegurar el verdadero origen de los mitos. Lo que sí es posible a veces, es rastrear sus intenciones. Y este es, sin duda, un mito machista que durante cientos de años, ha buscado a toda costa mantener la presencia femenina lejos del corazón de la tierra.
“Yo siempre escuché decir que si entraba una mujer, la mina se cerraba, que no producía material, o que se derrumbaba (…) y por eso ellas debían quedarse afuera para que los metales preciosos no se escondieran de los ojos y las manos de los hombres, y para que no hubiera accidentes”, dice Cony Solís, una ingeniera industrial que trabaja para una empresa contratista de la minera canadiense Gold Corp.
Cony tiene 26 años y desde hace tres años se desempeña como jefa de Seguridad Industrial en la mina Peñasquito, un enclave sumamente rico del municipio zacatecano de Mazapil y que es explotado por Gold Corp. Ella es actualmente la única mujer entre los 27 empleados que tiene la empresa contratista en este municipio zacatecano, donde un enorme desierto es a la vez uno de los sitios con mayor riqueza del mundo, pues Peñasquito guarda en sus entrañas unas 13 millones de onzas en reservas de oro, plata y zinc.
“Yo soy la única mujer y trabajo muy estrechamente con las mujeres operadoras, las que están directamente en la mina. La presencia de nosotras ha ido creciendo en esta industria. En este yacimiento, por ejemplo, habrá unos 3 mil empleados y 10% son mujeres. Quizá no es mucho, pero es algo, es ya un número importante (…) y la mayoría estamos muy orgullosas de lo que hacemos”, afirma Cony Solís.
Ella sabe cuanto trabajo ha costado esta “conquista laboral” para las mujeres. Lo sabe porque la madre de Cony trabaja también en la mina conduciendo un camión. Pero no un camión cualquiera, sino uno que pesa dos toneladas, y que transporta hasta tres toneladas de carga. Cony es pues, la segunda generación de ese cambio de mentalidad que actualmente se vive en la industria minera mexicana.
Es universitaria y ejerce su profesión dentro de la industria. Ha llegado ahí por elección propia. Sin embargo, la mayoría de las mujeres mineras en México –y en otros lugares de Latinoamérica– en realidad han podido entrar a las profundidades de la tierra para extirparle sus riquezas porque no había más opciones. No obstante, su presencia ha generado cambios culturales, la mayoría de ellos, en forma positiva.
“La inclusión de las mujeres en la minería ha sido un total acierto. Un verdadero descubrimiento para una industria que estaba 100% destinada a los hombres”, afirma Sergio Almazán, director de la Cámara Minera de México (Camimex), el organismo que engloba a las empresas del ramo que laboran en territorio nacional.
“El trabajo de ellas ha transformado las relaciones laborales, las ha hecho más respetuosas y armónicas (…), además las empresas también han descubierto que las mujeres son mucho más cuidadosas con los equipos que manejan, son más responsables, no caen en problemas de alcoholismo o de ausentismo laboral. Gracias a la tecnología actual, ahora ya no siempre es necesario hacer esfuerzos físicos extraordinarios, y eso ha facilitado que las mujeres puedan trabajar en las minas a cielo abierto o en las minas de profundidad (…) No somos el único país que vive este fenómeno, pero sin duda México ha sido punta de lanza para la inclusión de las mujeres en la minería”, dice el ingeniero Almazán, de la Camimex.
QUERER ES PODER PERO, ¿TAMBIÉN ES QUERER?
Ciertamente, México ha sido uno de los primeros países que ha “aceptado” abrir la mina y cerrar el mito que era casi una maldición contra las mujeres. Pero no ha sido precisamente por una madurez social o por una mera cuestión de igualdad laboral. Antes bien, el fenómeno de las “mujeres mineras” tanto en México como en Latinoamérica y en otras partes del mundo, está más bien relacionado con otros problemas sociales.
El estado de Zacatecas, cuyo primer apelativo en tiempos precolombinos era justamente “Real de Minas” (debido a las riquezas que de aquí emanaban a la corona española), fue la entidad pionera que apenas a principios de este siglo se atrevió a contratar a las primeras mujeres para trabajar en la mina de Francisco I. Madero, el principal yacimiento de zinc del continente latinoamericano, situado muy cerca de la capital principal, y propiedad de Peñoles, una de las más importantes compañías del ramo a nivel nacional.
En Francisco I, Madero se integraron en este paso sin precedentes 36 mujeres trabajando de igual a igual entre 210 hombres. Ellas también bajaron a las profundidades y realizaron labores de operación y de control; algo impensable apenas unos años antes, cuando nadie, ni siquiera ellas mismas, dudaban en asegurar que “la mina se ponía celosa con su presencia” y decidía caerse o esconder sus tesoros para evitar ser “profanadas” por las manos de las mujeres.
¿Por qué de pronto hacer caso omiso a un miedo arraigado durante siglos? Por conveniencia mutua, así sin más. Vencer a una cultura machista y defender su derecho a la igualdad de oportunidades laborales por parte de ellas, o iniciar una inclusión de género por parte de la industria, no fueron, al menos en un principio, los motores principales de este peculiar fenómeno. La realidad es mucho más sencilla y también mucho más cruda… y la migración y el hambre son la triste respuesta. Todo comenzó porque “en las minas de Zacatecas hacían falta hombres”.
De acuerdo con el documento denominado “La nueva era de las migraciones”, publicado por el Consejo Nacional de Población (Conapo 2006-2007), México ocupa la tercera posición a nivel mundial entre los países exportadores de mano de obra, sólo superado por China y por la República Democrática del Congo. Los estados de Zacatecas, Michoacán, Durango, Jalisco y Guanajuato son los principales lugares donde los hombres se van tras el sueño americano, muchas veces, para no volver.
“Yo no sé si México es el único lugar donde existen mujeres mineras, pero cuando aquí viene gente del extranjero, se sorprenden mucho de ver esto (…) aquí en Peñasquito hay muchas operadoras que desde niñas han estado muy en contacto con esta actividad, porque sus padres o hermanos se dedicaban a la mina, pero en muchos casos, esos hombres se fueron a Estados Unidos y alguien tenía que trabajar y mantener a la familia (…) y es verdad que nosotras no somos tan fuertes como ellos, pero creo que somos más resistentes a las condiciones adversas como al frío, o a pasar muchas horas trabajando (…) de todas formas el trabajo es duro y aquí hay muchas madres que deben dejar a sus hijos para venir a cubrir sus turnos”, dice Cony Solís, quien por tener un puesto administrativo, no está sujeta a los mismos horarios que las operadoras.
En las empresas mexicanas y en las trasnacionales, el trabajo se ha modernizado gracias al uso de la tecnología y los sistemas de protección industrial y personal de punta pero, aún así, la minería no ha dejado de ser una de las actividades más extenuantes y más demandantes para quienes ahí laboran.
Casi siempre situadas en el lugar del yacimiento minero, las empresas construyen ciudades dormitorio, donde los trabajadores deben quedarse por turnos de 14 días laborales por siete de descanso, cubriendo jornadas de hasta 15 horas. Ahí, las mujeres mineras conviven con sus compañeros en áreas de esparcimiento comunes, aunque luego deben dormir en pabellones separados.
Esas son las reglas, y los operativos de seguridad interna son estrictos. Dentro de esa “ciudad minera” suelen existir también los servicios básicos y medidas precautorias ante casos de incidentes: una clínica, personal médico, ambulancias y carros de bomberos. Este “modelo” iniciado por las empresas extranjeras y retomado por las compañías mexicanas, funciona no solamente en Zacatecas, sino en minas del norte y sur de México como en los estados de Chihuahua, Sonora y Guerrero, lugares donde, a pesar de los tabúes y los absurdos miedos ancestrales, las desigualdades sociales, la soledad femenina y la migración masculina, han catapultado el número de mujeres trabajando en la minería.
“Negar a las mujeres la oportunidad de trabajar en la actividad minera era producto de un excesivo celo masculino (…) aunque también es verdad que antes estas labores requerían de mucha fuerza, de mucha resistencia física, y hoy gracias a las máquinas y a la profesionalización, las cosas son diferentes. Ahora encontramos mujeres trabajando no sólo como operarias, sino como laboratoristas, geólogas, ingenieras, investigadoras y hasta en puestos ejecutivos. Para la industria esto significa tener un nuevo rostro, de más colaboración y solidaridad”, afirma el ingeniero Sergio Almazán.
MUJERES MINERAS: UNA VETA CONSISTENTE AÚN POCO EXPLORADA
“Es normal. Vives en un ambiente de machos y tienes que adaptarte (…), pero para ellos vernos aquí trabajando también es un aliciente”, dice Joana Moreno, mientras guiña el ojo con picardía. Joana tiene 24 años y habla con toda naturalidad montada en un imponente camión de una tonelada. Usa toda la franqueza de las mujeres del norte. Trabaja en Chihuahua, un lugar de México que también tiene gran tradición minera, y que es tristemente famoso a nivel mundial por su cultura machista, por las crueles condiciones de las maquiladoras ahí instaladas y, sobre todo, por los feminicidios que se han cometido con especial crueldad y total impunidad.
Pero más allá del contexto que la rodea, Joana está contenta. No es la única mujer que trabaja en el paraje conocido como El Sauzal, un rico yacimiento de oro, situado en pleno corazón de la sierra Tarahumara, a donde sólo es posible llegar en una avioneta de la compañía, y que en este caso, como casi en todos, pertenece a una empresa canadiense: Gold Corp, fusionada con Glamis. El Sauzal, donde trabaja Joana y otras 15 mujeres en diferentes puestos y responsabilidades, es una mina de tajo abierto de donde planean extraer dos millones de onzas de oro en un área de 46 hectáreas.
Joana gana aproximadamente 9 mil pesos al mes. Es operadora de los camiones conocidos como 9-30 y algunas de sus compañeras trabajan incluso en el área de “voladuras”. Hay de todo, pero el sentimiento de orgullo es prácticamente el mismo. La madre de la zacatecana Cony Solís, también conductora de un camión gigantesco, gana alrededor de 10 mil pesos, mientras que la propia Cony, que trabaja en el área de administración y es profesionista, recibe mensualmente unos 14 mil pesos.
Todas coinciden en afirmar que ‘no hay discriminación laboral, por lo menos en lo referente a los salarios’. Aunque la discriminación, ya se sabe, es como un dragón de mil cabezas. Las supervisoras, o quienes ostentan algún nivel de mando entre sus compañeros, deben enfrentar el semblante endurecido de los hombres, que les recuerda que cientos de años de tradición machista no se olvidan en unos pocos años.
El rostro de quienes inventaron que “la mina no quería a las mujeres”, que las repugnaba hasta el grado de derrumbarse o negarles a ellas sus tesoros más íntimos, todavía está presente en la memoria colectiva de la tercera industria más importante de México, (después del petróleo y el turismo), una industria que constituye el cuarto ingreso para las arcas nacionales, por detrás de las remesas que llegan de la migración, de esa migración que está tan íntimamente ligada a este otro fenómeno, y que obligó a las mujeres a entrar en las entrañas de la tierra, a pesar de los siglos de rechazo.
No en México, pero en otros lugares de Latinoamérica como en Chile, Bolivia o Perú, donde existen más de dos mil mujeres dedicadas a la minería artesanal, la organización gremial es también un asunto creciente; un paso adelante en el tema de la solidaridad y la participación. En varios países sudamericanos, por ejemplo, se realiza cada dos años un Congreso de Mujeres Mineras, en cuyas mesas de discusión se habla del doble papel trabajador de estas empleadas, que tienen jornadas extenuantes y que además deben continuar con el reto de ser madres y amas de casa, los 365 días del año.
“Nosotros todavía no tenemos una estadística confiable para saber cuántas mujeres están actualmente trabajando en la minería de México, aunque hay algunas empresas que conforman hasta 40% de su planta con personal femenino y esto va sin duda en aumento”, dice el ingeniero Almazán de la Cámara Minera, quien asegura que por el momento no ha sido necesario implementar “medidas especiales” de seguridad pensadas exclusivamente en ellas: efectivamente, y por lo menos en los yacimientos mexicanos, las mujeres mineras visten, calzan y se protegen (o no, según sea el caso) exactamente igual que sus compañeros.
De acuerdo con los últimos datos del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), al cierre del ejercicio de 2010 (julio), el número de empleados en la industria minera ascendía a casi 286 mil trabajadores adscritos a este organismo, pero en ese dato oficial, no está especificado cuántos de estos trabajadores son mujeres, ni mucho menos cuántas son madres o cabezas de familia sin otro sustento que el que ellas aportan. También es imposible saber cuántas mujeres mineras trabajan de forma irregular, y por ende sin la protección laboral y económica indispensable.
En una reciente alocución al tema en la Cámara de Diputados, el congresista Pedro Ávila Nevárez pedía incluso que se retirara la concesión o los derechos de explotación a aquellas compañías que no cumplieran con la total regularización de sus empleados, puesto que se han descubierto casos en que los trabajadores y las trabajadoras mineras no cuentan con los servicios mínimos de salud, ni con la paga justa. Y en una industria que apenas está incorporando a las mujeres a su planta laboral, no sería extraño que fueran precisamente ellas quienes más enfrentan esta “otra cara” de la discriminación minera.
Lo que sí está claro es que en este momento, la insumisión a las “reglas masculinas” y los “mitos machistas” viene ahora por parte de las mujeres, quienes se han insertado en uno de los últimos bastiones laborales cerrados para ellos y estigmatizados para ellas. Por necesidad al principio, o por decisión propia como sucede ahora, las mujeres han entrado en la profundidad de la tierra con naturalidad y firmeza. Sabedoras probablemente de que, a fin de cuentas, nuestro planeta tiene mucha afinidad con ellas y con su condición femenina, dadora y proveedora de vida.
¿Es probable que se haya querido alejar a la mujer de la explotación minera para poder extraer con toda la crueldad necesaria las riquezas que guarda la tierra en sus entrañas? Es imposible saberlo. Los mitos no tienen autores, pero sí tienen efectos.
De lo que no queda duda es que las culturas antiguas solían ser congruentes con un planteamiento de vida mucho más holístico, más de comunión con la naturaleza, de mayor respeto hacia un planeta que siempre se ha considerado femenino.
El modelo actual de la industria minera es con frecuencia uno de los más invasivos no solamente en términos de contaminación ambiental, sino también de conflictividad social, toda vez que son sobre todo empresas trasnacionales con “permisos” nacionales para explotar los recursos terrestres con ganancias millonarias para quienes invierten, y con poco o nulo respeto de los pobladores de las comunidades donde yacen, casi siempre dormidos bajo la tranquilidad de la tierra, esos tesoros deseados por los grandes capitales.
De acuerdo con la revista Business Americas News, sólo en México existen 578 proyectos mineros activos, todos con permisos legales para operar y explotar los yacimientos mineros existentes. Sin embargo, tal como han hecho notar diversas organizaciones civiles canadienses, estas “inversiones” no están beneficiando a los pobladores de estos preciosos lugares, y antes bien, están afectando al medio ambiente, a la salud humana y a las relaciones sociales de los lugareños.
“Muchos de estas inversiones canadienses se asientan en territorios indígenas, y ellos no son del todo consultados, o no se les explica bien todos los riesgos que conllevará la actuación de la empresa minera en sus tierras y en sus comunidades”, dice la doctora Adrienne Wiebe, analista política para América Latina del Comité Central de Menonitas, una de las muchas organizaciones civiles que intentó junto con iglesias y organismos internacionales, impulsar en Canadá la ley conocida como “C-300”.
Lo que buscábamos era crear un marco de derechos humanos y normas ambientales que pudiera regular con más detenimiento a las empresas canadienses que tienen proyectos en los países de desarrollo, porque sabemos que en estos lugares, las leyes o las instituciones políticas no son del todo eficaces para proteger los intereses de los trabajadores, o de quienes viven en el sitio donde estará operando la mina.
Esta preocupante visión es compartida por el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina, y también por el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA). Este último organismo ha propuesto incluso conformar un Tribunal Ético contra la minería de frontera; es decir, aquellos proyectos que involucran la decisión de dos o más países, y cuyos territorios de explotación a veces se encuentran en “tierra de nadie”.
Gold Corp es uno de los inversores de Canadá más agresivos en cuanto a su modelo, y esto lo han hecho notar las organizaciones civiles como a la que pertenece Adrienne Wiebe, quien ha estado analizando ampliamente este tipo de inversión perversa, que es ya tan frecuente en Latinoamérica.
En su momento, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, solicitó a una subsidiaria de Gold Corp que suspendiera la explotación minera en el departamento de San Marcos, situado en la frontera de México con Guatemala, puesto que 18 comunidades indígenas del lugar habían interpuesto quejas por contaminación de sus tierras y varios ríos.
“Esto es grave y por ahora hay poco por hacer, pues el proyecto de ley C-300 no prosperó en el Congreso Canadiense debido a las fuertes presiones de las empresas mineras canadienses. La ley fue rechazada apenas en octubre de 2010 por apenas seis votos de diferencia; sin embargo, nosotros seguiremos insistiendo para que las actuaciones de estas compañías sean más vigiladas, y que incluso cuando sea necesario, se les retire la concesión o el permiso de explotación en el extranjero”.
Este es ahora el reto de Adrienne Wiebe, del Comité Central de Menonitas, una organización que durante años ha hecho estudios en el continente latinoamericano, y que ahora está dispuesta a dar mayor y más detallado seguimiento a la actuación de las empresas mineras canadienses, especialmente en territorio mexicano, puesto que son, por mucho, las que más inversiones tienen en esta industria en el país.