Ricardo Benítez nos lleva de paseo por la capital yucateca, en un viaje gastronómico imaginario junto al chef Anthony Bourdain. “Platillos voladores”, mondongo a la andaluza, guayas, relleno negro y papadzules. Beisbol, cerveza e historias familiares. Acompaña al autor en la recreación de uno de los días más bellos de su vida.
En algún momento quise dedicarme a la antropología social, no por un desbordado interés en los grupos étnicos del país —como sucede con casi todos los aspirantes a antropólogos—, ni por haber leído Los argonautas del Pacífico Occidental de Bronislaw Malinowski, ni tampoco por haber disfrutado de la bella prosa de Ruth Benedict. La verdad es que mi interés antropológico surgió después de ver todos los capítulos del programa televisivo No Reservations de Anthony Bourdain.
Hace una semana visité a mis papás en Mérida, Yucatán. La última noche, horas antes de abordar el avión de regreso a la Ciudad de México, mi mamá y yo cenamos en el carrito callejero del famoso Kalimán, a un lado de la glorieta con el monumento a Carrillo Puerto, en Paseo Montejo. El puesto estaba abarrotado. Taxistas llegaban uno tras otro y tranquilamente comían dos o tres hot dogs y “platillos voladores” antes de continuar su ronda nocturna. Al percatarme del entorno comenté que ese es el tipo de lugar que Anthony Bourdain suele disfrutar y que me parecía lamentable que nunca le haya dedicado un episodio a la gastronomía y vida yucateca. Mi mamá me miró súbitamente y me preguntó: “¿a dónde más llevarías a Anthony Bourdain aquí en Mérida?”. Sin dudarlo respondí: “a los mismos lugares a los que hoy me llevaste tú”. Entonces le narré el hipotético capítulo en el que yo sería guía del famoso chef norteamericano en la llamada “Ciudad Blanca”.
Por la mañana desayunaríamos huevos motuleños con Doña Evelia, en la planta alta del atestado mercado de Motul. Luego regresaríamos a Mérida e iríamos a conocer el céntrico barrio de San Cristóbal. Caminando hacia el sur por la calle 50 llegaríamos al número 559 A de la Funeraria Garrido, negocio familiar que a últimas fechas padece una crisis similar a la que padece el barrio entero. Entre las descuidadas casas de la manzana destacaría una, pues en ella creció mi mamá. Así que señalando la construcción que se ubica justo al lado de la funeraria le diría a Anthony Bourdain: “allí mi abuela tejía la ropa de cada uno de sus ocho hijos usando la tela de los costales de alimento para pollos Api-Aba. En sus cumpleaños compraba galletas de animalitos, todos juntos las envolvían una por una en papel y las metían en una piñata que, claro, también hacían con sus propias manos”. Me hubiera gustado que mi abuela le preparara al conductor el Mondongo a la Andaluza del que tanto habla mi mamá. Según ella nunca ha probado uno mejor. Al fin y al cabo, como el mismo Bourdain afirma en el capítulo que dedica a Puebla: “En México nadie cocina mejor que mamá”. El problema es que desde su infarto cerebral, mi abuela no hace ni recuerda mucho.
A continuación visitaríamos los mercados San Benito y Lucas de Gálvez, donde mi abuelo trabajó como fletero durante décadas. Allí se colocaba en la calle con su camioneta a esperar clientes desde muy temprano. A mediodía terminaba su trabajo y se iba a tomar las cervezas suficientes para llegar a casa y golpear a sus seres queridos. Al escuchar esto Bourdain guardaría un silencio solidario y yo le ofrecería, para refrescarnos del calor y de la anécdota, una bolsa de guayas que habría comprado en un puesto al azar. Comiendo éstas enfilaríamos hacia La Chaya Maya, a un costado del parque de Santa Lucía. Ahí yo sugeriría el agua de limón con chaya y, en cuanto a la comida, pediríamos cada uno de los platillos yucatecos para que el neoyorkino los degustara sin limitaciones (Brazo de Reina, Relleno Negro, Mucbil Pollo, Tikin Xic, además de otros bien conocidos: cochinita, papadzules y panuchos). Podríamos darnos ese lujo, pues todo lo pagaría la CNN, cadena en la que se transmite su más reciente show, Parts Unknown.
Después del postre (Caballero Pobre) iríamos a Progreso, puerto al que mi mamá siempre me lleva sabiendo que me encanta. En una de las mesas de playa del restaurante Eladio’s beberíamos varias cervezas acompañadas de unos codzitos. A esa hora las gaviotas estarían volando cerca del muelle, los dueños de los carritos de raspados y bolis invitarían a la gente a comprar y en las bocinas del interior del restaurante sonaría Willie Colón. Finalmente disfrutaríamos el atardecer caminando en el malecón hasta llegar a la altura de la casa conocida como “El Pastel” y regresaríamos a Mérida justo a tiempo para ir al béisbol.
Sé que Anthony Bourdain es aficionado a la pelota (así llaman al beisbol en Mérida), y particularmente a los Yankees de Nueva York. Debido a esto, y para que no extrañe demasiado a los Bombarderos del Bronx, iríamos al estadio Kukulcán a ver a los Leones de Yucatán. Allí la sorpresa nos esperaría pues la oferta gastronómica para los aficionados de los Leones es la mejor que he visto en cualquier estadio. En uno de los pasillos una señora conocida como “La Güera” vende kibis rellenos de queso de bola y “piedras”. Basta decir que, si Dios existe, éstas deben ser sus botanas diarias. (Dios podría darse ese gusto pues seguramente no tiene problemas de colesterol.) Asimismo pediríamos cervezas a cualquier vendedor que las ofreciera y en poco tiempo tendríamos que resignarnos a aparecer alcoholizados ante las cámaras. Si bien eso es algo a lo que el conductor está acostumbrado, yo intentaría mantener la cordura con una que otra “bomba” de por medio: “En la esquina de tu casa / hoy martes te volví a ver, / seré tonto linda hermosa / si hoy no te invito a comer”.
Al salir del estadio, después de la victoria de los Leones gracias a un jonrón del apodado “Cacao”, cuarto bat del equipo, iríamos a buscar el carrito de hot dogs y platillos voladores de Kalimán. Ahí estaría esperándonos mi mamá, quien sería feliz contándole a Bourdain muchísimas más anécdotas de su infancia, una infancia envuelta en precariedad material pero también en abundancia sensorial. Al despedirse, el chef neoyorkino abrazaría a mi mamá con empatía, pues recordaría la época en la que él mismo vivió marginalmente. Soy un sentimental y en ese instante no podría evitar que las lágrimas llenaran mis ojos. Sí, emocionado por haber sido guía de Anthony Bourdain en Mérida, pero sobre todo porque esto me había permitido recrear, paso por paso, uno de los días más bellos de mi vida.