Jorge Javier Romero Vadillo
26/07/2018 - 12:00 am
La política drogas y la pacificación
El candidato triunfante en la elección presidencial y su equipo de trabajo han dedicado las últimas semanas a exponer un mosaico abigarrado de proyectos y propuestas para el próximo gobierno. Ha habido de todo: listados de intenciones, ocurrencias, disparates y, sí, propuestas sensatas que apuntan en la dirección correcta para enfrentar algunos de los agudos problemas que vive el país.
El candidato triunfante en la elección presidencial y su equipo de trabajo han dedicado las últimas semanas a exponer un mosaico abigarrado de proyectos y propuestas para el próximo gobierno. Ha habido de todo: listados de intenciones, ocurrencias, disparates y, sí, propuestas sensatas que apuntan en la dirección correcta para enfrentar algunos de los agudos problemas que vive el país.
A nadie se le escapa que uno de los principales retos que deberá enfrentar la presidencia de López Obrador, si no es que el principal, es reducir la ola de violencia en la que el país se encuentra sumido desde hace más de diez años, como consecuencia de la guerra a las drogas decretada por Felipe Calderón. Los datos son muy conocidos: 2007 fue el año con menor tasa de homicidios de la historia del México independiente, cuando hubo ocho asesinatos por cada cien mil habitantes; era el punto culminante de una tendencia a la baja que había comenzado al final de la década de 1980 y que situaba México en niveles cercanos a los de los países más desarrollados del mudo.
Es verdad que durante los primeros años de este siglo la percepción de inseguridad había crecido entre la población y que en algunos estados del país la fuerza alcanzada por las organizaciones dedicadas esencialmente al trafico de drogas prohibidas estaba poniendo en riesgo la paz y la estabilidad. Nuevas organizaciones estaban irrumpiendo en el mercado y lo disputaban con altos grados de violencia, pero existe evidencia suficiente para probar que las cotas homicidas alcanzadas durante el gobierno de Calderón y que se han mantenido prácticamente estables desde entonces fueron resultado de la estrategia errónea del gobierno, que optó por la militarización de la seguridad y el desmantelamiento de los cuerpos locales de seguridad, con el pretexto de su complicidad con las bandas de traficantes.
La decisión de Calderón no fue sino la continuación radicalizada de una política que arrancó en los Estados Unidos en 1971 y que fue impuesta a México y a otros países de América Latina durante el gobierno de Richard Nixon, cuando declaró con falsedad que el consumo de drogas era el enemigo número uno de la sociedad norteamericana y que, por tanto, se empeñaría en combatirlo con toda la fuerza de Estado. Mucho se ha documentado que aquella declaración de guerra tenía una agenda política oculta, pues el objetivo de Nixon no era la salud de la población, sino contar con instrumentos para hostigar y encarcelar a sus enemigos políticos: los activistas de los derechos civiles y los contrarios a la guerra de Vietnam, mientras que el objetivo perseguido en América Latina, con los despliegues militares para destruir cultivos y frenar el tráfico, era en realidad frenar el crecimiento de las fuerzas insurgentes de izquierda, en el ambiente de endurecimiento de la guerra fría de la década de 1970.
Aunque la prohibición de las drogas viene de atrás, fue la estrategia de guerra la que exacerbó la violencia relacionada con el tráfico, llenó las cárceles de consumidores sin delitos violentos y agravó exponencialmente los riesgos sanitarios del consumo. En México, donde nunca hemos tenido un problema de salud pública relacionado al consumo de sustancias, la estrategia de guerra se siguió con altibajos, a partir de la "operación Cóndor" de los tiempos del gobierno de Luis Echeverría. Cuando bajaban las presiones estadounidenses, las aguas volvían a su cauce y la producción y el tráfico de sustancias, sobre todo de mariguana y de opio, volvía a darse sin altos grados de violencia, amparadas en las protecciones que las autoridades mismas les vendían para seguir con un negocio que no hacía otra cosa que satisfacer la demanda sostenida de los Estados Unidos.
Calderón, en un intento de presentarse como un presidente enérgico contra la delincuencia y por presiones del gobierno de Bush, decidió reactivar la guerra con toda la fuerza del Estado disponible, y se propuso desmantelar las redes de protección que las autoridades le brindaban al tráfico. Lo hizo sin un diagnóstico claro y sin una buena estrategia de reconstrucción institucional, que sustituyera a las redes de venta de protecciones particulares por cuerpos estatales de seguridad y justicia capacitados y profesionales. El resultado es conocido por todos.
La guerra contra las drogas y sus devastadores resultados no han hecho otra cosa que mostrar el enorme despropósito que como política pública ha sido la prohibición. Nacida a principios del siglo pasado, la estrategia prohibicionista para enfrentar los consumos potencialmente peligrosos de sustancias no solo no ha resuelto los problemas de salud vinculados a las adicciones, sino que los ha agudizado, pues ha aumentado sustancialmente el riesgo del consumo y ha sometido a los usuarios a la clandestinidad, al riesgo de cárcel y a la violencia de un mercado regulado por delincuentes.
Desde hace décadas se cuenta con evidencia que las estrategias basadas en la regulación y en las políticas de salud de reducción de daño son mucho más eficaces para proteger la salud de la población que el prohibicionismo. Desde las estrategias pioneras de los Países Bajos, en la década de 1970, pasando por la despenalización en Portugal, hasta los recientes casos de legalización de la mariguana en buena parte de los Estados Unidos, en Uruguay ahora en Canadá, está claro que no es con la utilización del sistema de justicia penal y con la represión de los consumidores que se obtiene buenos resultados.
Olga Sánchez Cordero ha hecho su presentación como futura secretaria de Gobernación poniendo la pacificación del país como su objetivo prioritario. Y lo ha hecho con tino, pues entiende el papel que ha jugado el prohibicionismo y la estrategia de guerra en la salida de madre de la violencia en México. Se ha mostrado dispuesta a cambiar el rumbo y a apostar por la regulación de las drogas como uno de los instrumentos para reducir la violencia. Tiene toda la razón, pues en México el mayor problema de salud vinculado a las drogas son las muertes causadas por la violencia relacionada con el tráfico. La regulación bien diseñada y diferenciada de las drogas es indispensable para comenzar a revertir la espiral en la que el país está atrapado.
La despenalización de todo el consumo sacaría a miles de jóvenes presos por delitos no violentos de las cárceles, la regulación de la mariguana y de la amapola, para cubrir la demanda nacional de opiáceos médicos, le quitaría buna parte de su negocio a los delincuentes y les quitaría recursos para seguirse armando y reclutando. Una buena política de salud de prevención y reducción de daños, acompañada de inversión en centros de atención a los usuarios problemáticos de sustancias, acabaría por dar muchos mejores resultados que los obtenidos con la absurda guerra en la que estamos metidos. De ahí que Sánchez Cordero merezca todo el apoyo social necesario para llevar a buen puerto su iniciativa, sobre todo porque las presiones de los Estados Unidos y de los conservadores locales serán duras.
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