Ricardo Ravelo
24/11/2017 - 12:02 am
México, el Afganistán de Peña
Desde 1997, cuando se creó el Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), equipado con una base de datos basada en criminales, ninguno de los gobiernos que sucedieron al de Ernesto Zedillo ha podido frenar la inseguridad pública. Desde entonces, cuando las tecnologías fueron incorporadas con mayor optimismo en las tareas de seguridad, el país ha […]
Desde 1997, cuando se creó el Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), equipado con una base de datos basada en criminales, ninguno de los gobiernos que sucedieron al de Ernesto Zedillo ha podido frenar la inseguridad pública. Desde entonces, cuando las tecnologías fueron incorporadas con mayor optimismo en las tareas de seguridad, el país ha venido colapsando en ese rubro hasta convertirse un territorio parecido a Afganistán –y a su capital, Kabul -- en su mayor etapa de terror.
Y cuando se afirma que México se parece cada vez más al país asiático es porque los niveles de criminalidad y desgobierno están totalmente desbordados: por ningún lado se observa que el gobierno de Enrique Peña Nieto –en cuya gestión se contabilizan más de 20 mil muertos, cifra que ya rebasa el estupor –logre enderezar el mal rumbo que lleva el país en materia de combate a la criminalidad.
Se puede entender –más no aceptar –que el sexenio sea un fracaso en cuanto a concretar un proyecto policiaco nacional. Hay realidades insoslayables: El mando único ha sido un fiasco. Las policías municipales son brazos armados de la delincuencia. Decenas de alcaldes son capos que se entronizaron en el poder pagados por el crimen organizado. Y frente a este escenario de extrema violencia ni Ejército ni la Marina –últimos eslabones de la cadena de seguridad –tienen ya la capacidad de contener la violencia.
Como si el país estuviera en Guerra –es inevitable citar a los territorios de Afganistán –por todas partes se asesinan o desaparecen personas y nadie investiga. Los responsables de las fiscalías de los estados y de la Procuraduría General de la República (PGR) se cruzan de brazos y se paralizan ante su propia impotencia: no disponen los recursos económicos ni humanos para procurar justicia, aunque los gobernadores priistas y no priistas agiten la bandera de la razón y la honestidad.
El crimen organizado hace de las suyas ante los ojos de los gobernantes. Descuartiza a sus víctimas, desaparece a sus rivales, sepulta a sus enemigos, ejecuta tanto de día como de noche y las policías, prestas para brindar la protección, omiten realizar detenciones porque desde la cúpula del poder existen pactos con la mafia que impiden a gobernadores y alcaldes actuar.
Resulta impresionante, tanto como si se tratara de escenas de una película de terror, mirar lo que ocurre en Guerrero, donde el gobierno de Héctor Astudillo ya quedó reducido a una mera figura decorativa frente al molino triturador de la delincuencia.
En Guerrero operan varios cárteles, entre otros, el de Jalisco Nueva Generación, Guerreros Unidos –cuya expansión, según la DEA, ya amenaza la seguridad interna de Estados Unidos. Sinaloa opera en el estado con todo la protección oficial, lo mismo que un reducto en crecimiento de los hermanos Beltrán Leyva. También tienen su coto de poder y está en ascenso el Cártel de Acapulco.
De acuerdo con informes de la PGR, Guerrero es uno de los estados que más organizaciones criminales tiene: más de 600 grupos dedicados a la delincuencia común y organizada se disputan ese territorio. De igual forma, más de mil comunidades de la sierra viven del cultivo de la amapola, de donde sale la goma de opio, y los campesinos no piensan abandonar este negocio porque, según aseguran, es el único que les permite vivir.
Y es que los cárteles pagan por adelantado la cosecha de goma de opio. Alquilan las tierras y de esa forma aseguran que la producción se entregue con seguridad para, posteriormente, producir la heroína que en cuestión de días cruzará la frontera con la protección oficial. Se sabe desde hace muchas décadas que el cultivo de la amapola es un negocio que tiene protección incluso del propio Ejército.
Guerrero, históricamente, ha sido un estado exportador de violencia a inseguridad. En su geografía privilegiada han crecido importantes grupos caciquiles ligados al narcotráfico. Y desde el poder del gobierno del estado se les brinda todo tipo de protección. Por eso la policía de esa entidad está ubicada entre las más corruptas del país.
Lo mismo ocurre en Veracruz –el fosario más grande de México, según acusó recientemente el padre José Alejandro Solalinde --, pues tras el arribo de Miguel Ángel Yunes Linares el estado le fue entregado a seis cárteles: Gente Nueva, Sinaloa, Zetas, cártel del Golfo y Jarochos Unidos. Estos últimos, según reza su propaganda criminal, se autodenominan “los dueños y amos del estado”.
Nadie se explica por qué Veracruz cayó en este abismo de violencia, a pesar de que cuenta con el respaldo de la Federación: Ejército, Marina, Gendarmería, Cisen y un presupuesto descomunal que, para el 2018, será de 113 mil 654 millones de pesos, el cual se invertirá, según ha dicho Yunes, en las tareas de seguridad en las que tiene amplia experiencia. En lo que va de su administración se contabilizan más de 220 asesinatos, la mayoría de ellos vinculados con la delincuencia organizada. Ya veremos que logra resolver el problema.
Otros estados que enfrentan una honda crisis de seguridad son Coahuila, Michoacán, Jalisco, Tamaulipas, el Estado de México, Hidalgo, Puebla –donde operan los llamados cárteles del Huachicol --. De acuerdo con estadísticas oficiales, en el último mes se vivieron las jornadas de violencia más atroces de las últimas dos décadas. Se registraron más de 2 mil 300 crímenes y los principales epicentros de estas masacres fueron los estados de Colima y Guerrero, donde la paz social desde hace años es una vana ilusión.
En un tercer sitio se ubica el estado de Baja California Sur con 50.5 homicidios dolosos, nivel de violencia que, según cifras oficiales, por ahora rebasa en su historia reciente de violencia a los estados de Chihuahua y Sinaloa.
Para las autoridades, lo ocurrido en Baja California Sur es notable y no menos preocupante. El estado pasó de 147 crímenes entre enero y octubre de 2016 a un total de 409 asesinatos en el mismo periodo de 2017.
En este estado la violencia no solo envuelve a personajes de la delincuencia. Ya alcanzó al presidente de la Comisión de Derechos Humanos local, Silvestre de la Toca Camacho, quien fue ejecutado junto con su hijo Fernando. Su esposa y otra de sus hijas resultaron heridas.
El miércoles 22, al comparecer ante diputados con motivo de la Glosa del Vi Informe de Gobierno, el Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, expuso una amplia radiografía de lo que a su juicio está detonando la violencia en el país.
Defendió a las Fuerzas Armadas –criticadas por su ineficacia por la diputada Layda Sansores –lo que molestó al político hidalguense, quien resaltó el trabajo de la Marina y del Ejército en el combate a la criminalidad.
Sin embargo, no es suficiente con que se reconozca la violencia ni se enoje el secretario de Gobernación por las críticas al sexenio ineficaz del que forma parte. Han transcurrido cinco años de gobierno y por ningún lado se observa una estrategia de seguridad que de resultados. El gobierno de Enrique Peña Nieto solo ha intentado contener la violencia, frenar las consecuencias pero para nada atacar sus causas.
Gran parte de la tragedia del país en materia de seguridad tiene que ver con la corrupción institucional que favorece al crimen organizado. La colusión policiaca sin límites y la bancarrota financiera del país que ha dejado sin empleo a millones de mexicanos que, por desgracia, terminan enganchados con la delincuencia porque frente a este escenario el crimen parece ser la única empresa que tiene capacidad de dar empleo.
Peña Nieto y su gobierno no parecen alterarse ante esta sacudida criminal. Su mirada y toda su atención está en el 2018. Lo demás no importa.
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