Por Hilario J. Rodríguez / Culturamas.es
Muchas de las cosas que nos rodean son kitsch y las definimos como tales aunque no sepamos exactamente qué queremos decir. A veces nuestra incapacidad se debe a la relación íntima que mantenemos con ciertos objetos. Mucha gente lo tiene muy claro cuando afirma que la bola de cristal que sostiene Orson Welles en “Ciudadano Kane” (1940) puede considerarse kitsch porque para el protagonista de la película es como una máquina del tiempo que le permite viajar a su infancia poco antes de morir y porque es un anacronismo más entre los muchos que hay esparcidos en la mansión de Xanadu, donde se amontonan esculturas de todos los estilos y épocas, y donde el barroquismo es tan extremo que resulta hortera. Si aceptamos lo anterior, entonces cabe decir que lo kitsch es el producto de los cortocircuitos que a veces se producen entre la intimidad, la extraña concepción del tiempo que tienen algunas personas, y ciertas combinaciones imposibles.
¿Era kitsch la prosa de Francisco Umbral, con su tensión barriobajera, su verbo florido, su retórica de peluquería y su suficiencia intelectual? Yo diría que sí. Sólo de ese modo se explica que apenas disfrutase de eco fuera de nuestras fronteras; al fin y al cabo, lo kitsch se acepta mejor en la ropa o en la pintura que en el lenguaje. Es algo que puede verse pero no explicarse, por eso se traduce mejor a otros idiomas cuando está callado que cuando le da por ponerse parlanchín. Las películas de Julio Medem, sin ir más lejos, son admiradas en el extranjero seguramente porque el público no presta demasiada atención a sus diálogos, conforme con sus filigranas visuales.
CONFUSIONES
Del mismo modo que se confunde el barroco con el manierismo o a Álex de la Iglesia con Santiago Segura, lo kitsch y lo camp dan la sensación de ser lo mismo. Sin embargo, poco importa que se produzcan ese tipo de confusiones. Hoy casi nadie se pregunta si cuando afirmamos que “Metrópolis” (1927) es kitsch nos referimos a lo que comenzaron a nombrar los marchantes de Munich a partir de 1860, al hablar sobre lo que ellos consideraban copias inferiores de los grandes estilos. A nosotros lo que nos llama la atención del clásico de Fritz Lang es la grandilocuente visión que tenía la guionista Thea Von Harbou del futuro y la llamativa puesta en escena que hizo el realizador alemán, mezclando catedrales góticas, casas medievales, enormes rascacielos, estadios surcados de columnas clásicas e interiores propios de la arquitectura industrial. Tantos estilos colisionando dieron forma a un nuevo estilo, que ha marcado en adelante las señas de identidad de la ciencia ficción cinematográfica.
Si antes lo kitsch estaba relacionado con los dibujos baratos que cualquiera podía comprar para decorar su casa o con la democratización del arte, que permitió a los pobres adquirir esculturas, cuadros y grabados semejantes a los que tenían los ricos; con el tiempo el cine ha puesto de manifiesto que kitsch puede ser tanto una película de serie B con aspiraciones de gran superproducción como otra que pretenda describir el futuro con elementos del pasado.
EVOLUCIÓN E INVOLUCIÓN
Un arte cualquiera, mientras se está gestando, resulta kitsch muy a menudo porque necesita imitar. La fotografía fue kitsch hasta que logró emanciparse de la pintura, de igual forma que el cine fue kitsch hasta que tomó un rumbo alejado del teatro. El término, no obstante, no sólo se refiere a lo que es imitativo. También hace alusión al abigarramiento, a ciertas intersecciones formales o a la desproporción. Algo así como los musicales de Busby Berkeley o los de Esther Williams; los melodramas de Douglas Sirk y en ocasiones los de Ingmar Bergman; las comedias de los hermanos Marx y las de Jim Carrey; westerns como “Johnny Guitar” (1954, Nicholas Ray) o los de Sergio Leone; los péplums y el colosalismo bíblico de Cecil B. De Mille; bastantes cartoons de Walt Disney vistos hoy en día; el cine de terror de Mario Bava y Dario Argento
“El señor de los anillos” (2001-2003, Peter Jackson) es profundamente kitsch por el popurrí visual que proponen sus imágenes, construidas con elementos del pasado, el presente y el futuro; y conste que la novela de J. R. R. Tolkien es todavía más extrema, como sucede en general con la literatura fantástica, hecha con retales tomados de las fuentes más dispares. Pero el cómic y las películas que ha inspirado se llevan la palma. “Sin City” (2005, Robert Rodríguez) o “300” (2006, Zack Snyder) son, en ese sentido, apoteosis de algún tipo. Sus mezclas son parecidas a los ejercicios de sampling de los DJs modernos, más preocupados por descolocar que por hacer bailar, por conseguir efectos llamativos (a lo Alejandro Jodorowski o Peter Greenaway) que por atender a cuestiones de ritmo y armonía.
GUSTOS PERSONALES
Reconozco, pese a lo dicho hasta ahora, que en ningún momento he intentado posicionarme en contra de lo kitsch en el cine. Hay muchos directores anacrónicos o directamente anticuados que me gustan mucho. El socialismo sui géneris de Frank Capra todavía consigue conmoverme; los inefables John Waters y George Kuchar me divierten; películas de John Travolta como “Fiebre del sábado noche” (1977, John Badham) y “Grease” (1978, Randal Kleiser) me gustan más ahora que cuando se estrenaron; a Pedro Almodóvar he aprendido a admirarlo con el tiempo; fui fan de “Arrebato” (1979, Iván Zulueta) desde el principio… Y supongo que a bastante gente le sucede lo mismo o algo semejante, por mucho que a cada uno de nosotros nos gusten más unos directores que otros, unas películas más que otras. Ya lo decía al sugerir la relación íntima que había entre Orson Welles y la bola de cristal en “Ciudadano Kane”. O Roland Barthes cuando hablaba sobre el punctum y el studium al analizar una fotografía. En el cine, nuestra relación con las imágenes depende mucho de nuestra experiencia y de nuestra memoria, de aquello que nos provoca familiaridad por muy cutre o anacrónico que les parezca a los demás.
ACCIDENTES
Lo kitsch no siempre es motivado. La moda que definía una época y los sombreros que se llevaban (o los de las ladies británicas que aún acuden a las carreras de Ashcot) pueden parecer sofisticados o ridículos dependiendo de quien los lleve y quien los observe. Con las películas sucede igual. Dudo que las nuevas generaciones aprecien La gran familia (1962, Fernando Palacios) como quienes la vieron en su estreno y siguen vivos. Eso no quiere decir que un joven vaya a despreciar necesariamente la moda retro o “Casablanca” (1942, Michael Curtiz), pero sus motivos para apreciar cosas así son diferentes de los que tienen aquellos que vivieron esas experiencias en su contexto histórico. Tener esto último presente puede ayudarnos a distinguir entre lo kitsch y lo anticuado o entre un legionario romano con reloj de pulsera y un extra perezoso, como el que aparecía en “Quo Vadis?” (1952, Mervyn Le Roy).
El cine es kitsch por naturaleza, de la misma manera que lo es la ópera. Ambos aglutinan a los restantes órdenes artísticos, cayendo con frecuencia en el ridículo por jugar con demasiados elementos a la vez. Pese a ello, no faltan ocasiones en que confundimos la autenticidad con lo kitsch sólo porque no entendemos un tipo de sensibilidad o porque desconocemos las corrientes ocultas que se mueven bajo nuestras inclinaciones estéticas.