El 20 de julio de 1969, durante su viaje a la Luna, Neil Armstrong ensayó la frase que acompañaría su pie en el momento de alcanzar la superficie del hermoso satélite de la Tierra.
Estaba consciente de la importancia del evento, por supuesto, y de la resonancia que tendría esa primera oración. Lo que no sabía es que, como no escribió la frase, no se transmitió al planeta azul tal cual él la había pensado y ensayado.
Su frase era: “Es un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad”. O, en inglés: “That’s one small step for a man, one giant leap for mankind”.
Sin embargo, nadie en la Tierra escuchó lo que él dijo, como lo dijo. La que él construyó, ensayó y no escribió, no hablaba de un pequeño paso para el hombre, sino un pequeño paso para un hombre.
Años después, en 2006, ya con mejor tecnología, un grupo de programadores con ayuda de un curador espacial del Instituto Smithsoniano comprobó que, en efecto, repetimos durante décadas una frase equivocada. Armstrong dijo “un hombre” y no “el hombre”, pero el vocablo “un” apenas duró 35 milisegundos.
“Me propuse decir ‘un’. Pensé que lo había dicho. No pude oírlo cuando escuché la recepción de radio aquí en la Tierra, de modo que me haría feliz si lo pusieran entre paréntesis”, dijo Armstrong en una conferencia tardía.
Y desde entonces, es tradición poner el “un” entre corchetes, antes de la palabra “hombre”.
No sirve de consuelo, pero ese mismo 20 de julio de 1969, a otro le fue peor: A Juan Villoro.
Cuando Armstrong cometía un error histórico, Juan tocaba suelo y se rompía un diente. Y peor aún: se perdía el alunizaje.
Así lo confesó él hace unos 13 años, en su famoso texto de aceptación del Premio Xavier Villaurrutia.
Cuando el hombre llegó a la Luna, yo caí a tierra y me rompí un diente. Esa tarde, los amigos del barrio nos habíamos apiñado en torno a la televisión para ver la epopeya en blanco y negro, pero el alunizaje se pospuso tantas veces que decidimos salir a la calle y dedicarnos a la épica menor del fútbol hasta que, en un rapto de inspiración trágica, ensayé un remate y caí de boca en el asfalto. Mientras yo probaba la gravedad de la Tierra con los dientes, Neil Armstrong saltaba en las arenas sin viento de la Luna.
En la Edad Media y el Renacimiento los padres usaban un cruel recurso memorioso: abofetear a sus hijos para que recordaran cierta escena. El dolor sella la memoria. Gracias a mi aparatosa caída, fui a dar al sillón de un dentista cojo que no usaba anestesia porque su enfermera se desmayaba al ver una jeringa. Mientras me limaban los incisivos, comprendí los poderes de la Luna. Tenía doce años y pertenecía a la primera generación capaz de saber que la Tierra existe para ser fotografiada desde su satélite natural y que el único vestigio humano que se ve desde el espacio exterior es la Muralla China.
Ah, el espacio.
James Tiberius Kirk, el tan carismático como sobreactuado capitán del USS Enterprice nacido, creemos, en el año 2233, perdió la razón varias veces, muy lejos de la Luna. Tanto el capitán Spock como sus otros hombres de confianza –McCoy, Scott, Chekov o Sulu– se vieron obligados a meterlo en cintura. La nave estaba bajo un mando militar impuesto por la Federación Unida de Planetas; por eso, sin importar que Kirk fuera una leyenda viva de las convenciones de cómics o del espacio exterior, el mismo Spock debió ponerle un par de cachetadas y restringirle el brandy, que es lo que él bebía.
Estos hippies interplanetarios tuvieron compasión por su comandante enloquecido, pero no lo acompañaron en su viaje hacia la demencia, porque el USS Enterprise tenía una misión, y una reputación que cuidar.
Pero no a todos les ha tocado el destino de James T. Kirk, aunque la mayoría de estos líderes especiales siempre se rodean de uno o varios hombres de confianza. La búsqueda de la utopía condujo al coronel Kurtz, de Joseph Conrad, a un abandono colectivo y a la tragedia. Y el Señor Scorpio llevó a Homero Simpson a una ciudad ideal que se vino abajo y que lo habría arrastrado, a no ser por esa suerte que primero hunde a los Flanders que a su familia.
En Arrecife, la novela de Juan Villoro que hoy nos reúne, hay un hombre de cuatro dedos, como Los Simpson, que sirve a un individuo similar a Kirk, Kurtz o el Señor Scorpio.
La nave, que bien podría ser una banda de rock, la selva o una ciudad ideal, es un hotel. Es, en realidad, un hotel en forma de Pirámide maya, construida en un México que es ahora.
El líder de esta aventura no pelea contra klingonianos, contra ejércitos o por dominar el mundo; se ha comprado un proyecto grandilocuente e innovador, y está dispuesto a hundirlo con él.
Pero cualquier destino que usted pueda anticipar para ese principal protagonista de Arrecife, Mario Müller, estará en un error. Sí es la historia de un navío que se hunde; sí es la historia de una aventura que, si no fuera porque es rentable, sería la del mismo coronel Kurtz en las selvas o la de Scorpio en las montañas. Pero el destino que su autor decidió para su personaje no fue el mismo ni fue tan predecible. Antes los llevará de sorpresa en sorpresa. Antes revelará historias llenas de trampas y cuartos de hotel, cocteles margarita y arpones manchados de sangre.
Y no hablo aún del efecto que se produce cuando una buena historia está en las manos de un individuo bendecido por la literatura, como es Juan Villoro.
***
Me detengo un momento, antes de seguir con Arrecife. Voy a decirles algo muy personal. Como Lawrence Sterne –y otra vez cito a Villoro–, hago de mis desviaciones un asunto central.
Cuando me invitaron a presentar este libro acepté honrado, pero minutos después supe que me había metido en un berenjenal. Pensé: ¿Qué digo? ¿Hablo sobre el libro o sobre el escritor y periodista?
Hay muy pocos escritores mexicanos tan ampliamente revisados por la crítica, obra por obra o en su conjunto, como Juan Villoro. Hay pocos autores mexicanos contemporáneos que puedan brincar, sin despeinarse y sin recetas, de un género a otro. Y hay pocos, de verdad muy pocos, que tienen un lugar ganado desde ya en la literatura hispanoamericana y que están dispuestos a jugarse nuevas aventuras literarias varias veces en un año.
Porque, ¿cuál es el siguiente proyecto de Villoro? ¿Cine, teatro, periodismo? ¿A quién piensa dirigirse ahora: a los jóvenes, a los adultos, a los niños? ¿Cuál es la sorpresa que prepara un hombre que un día genera miles de comentarios en las redes sociales y el otro es considerado como el único merecedor de honores que rendimos en vida a, por ejemplo, Carlos Fuentes?
Antes de su cuarta novela, El Testigo, Villoro ya había sido ampliamente premiado y era traductor, ensayista, guionista, cronista, cuentista, profesor, periodista. Y en todos estos géneros-oficios, como en la literatura infantil o el ensayo, Villoro había levantado polvo.
Cuando queremos abreviarnos la descripción, les llamamos “hombre del Renacimiento”. En realidad no sería una descripción correcta porque en el Renacimiento la ciencia era abarcable y la literatura, por decir, era casi regional a causa de las escasas comunicaciones. La amplia mayoría era analfabeta y debía resignarse, si caía de boca, a perder los dientes de por sí podridos.
Villoro, afirmo, es uno de esos mexicanos que harán posible mantener una tradición intelectual que nos honra y a la que debemos y somos fieles.
En novela, lo dice la crítica, Villoro debía un estirón mayor. No por falta de talento o de intención; él mismo cuenta que en sus inicios se formó con Augusto Monterroso y quizás el subconsciente lo condujo de manera natural al cuento o a otros formatos, como el cine y el teatro, antes de que pusiera bien los pies en terrenos de la novela.
Cito a sus críticos cuando digo que Juan logró, desde El Testigo, acabar con las comillas en “Juan Villoro, la promesa permanente”. Ahora es Juan Villoro a secas. Y yo llego a una quinta novela y siento, sin ser crítico literario, que Juan ha dado un brinco espectacular hacia un nuevo horizonte.
Villoro decidió crear un horizonte nuevo en Arrecife. La Pirámide es un mundo nuevo en el que las castas o las clases sociales están separadas por zonas restringidas y el color de piel no importa, sino los brazaletes.
Hay una élite en Arrecife que ocupa oficinas y penthouses, y el sumo sacerdote es un hombre que ha inventado ilusiones que agonizan porque él, también, va rumbo a la nada. Adentro del hotel La Pirámide, para avivar las emociones, actores la hacen de guerrilleros y se fumigan las alimañas con los tintes de las gelatinas, mientras los turistas que acuden al Caribe para sentirse bajo una amenaza fingida se hincan ante las pequeñas dosis del México kitsch.
Y si no lo notaron, estoy de regreso en la novela. Leo:
–¿Por qué lucha la guerrilla? -preguntó una mujer idéntica a Luis XIV.
–Por lo que luchan todas las guerrillas -sonrió Mario-: por justicia social y por tener héroes que vendan camisetas.
Si en sus novelas anteriores Villoro ha decidido declarar a la Ciudad de México sin las fronteras que plantearon Carlos Fuentes o José Emilio Pacheco, y en El Testigo observa con ojos del extranjero una ciudad que está compuesta de pequeñas ciudades, aquí ha edificado un mundo completamente nuevo que recupera códigos caducos que son, parece, insuperables. Códigos tan viejos como los que los mayas, por ejemplo.
Lo falso y el kitsch son necesarios, dice Villoro en Arrecife, porque los turistas de una nueva era necesitan mundos que colapsen mientras el suyo se mantenga intacto.
“En el futuro sólo viajarán los pobres”, dice uno de sus personajes principales. “Moverse en las ciudades va a ser un trabajo para especialistas, para choferes, mendigos y repartidores de pizzas. Lo mismo va a pasar con los viajes. Los ricos comprarán sensaciones en Internet. Sólo los jodidos irán a los sitios desagradablemente reales. Los aviones del futuro van a tener ratas”.
El pasado es nada en esta novela, y la memoria un borrón en el que caben las fantasías, las verdades a medias y las verdades completas aderezadas a modo. Pero si el pasado tiene pilares sobre el fango, en la nueva novela de Villoro el presente tiene tantas sorpresas que no hace necesario especular sobre el futuro. El desenlace llega.
Villoro ha construido un microcosmos del mundo en que vivimos: la utopía es una gran mentira; el presente es el sueño loco de un Mesías demencial que, como casi todos los Mesías, se hundirá con el barco. Y la esperanza no tiene padres; es bastarda y su supervivencia dependerá de la bondad de los extraños. Como Blanche Dubois. Curiosa analogía. La esperanza, entonces, tampoco tiene un futuro garantizado.
Villoro borra, en Arrecife, los ideales de una democracia. Abre nuestros ojos, a través de una literatura pulcra, a las nuevas realidades. Los pobres esperan a las orillas del mar a que la casualidad de un naufragio les acerque algo de bienestar; los dueños del nuevo mundo tienen código postal en Estados Unidos o en Inglaterra, y están decidiendo si lo quiebran para cobrar un seguro o si lo continúan como un parque temático, o como lo que sea.
El Estado no funciona de tiempo completo en Arrecife: a veces es ministro de culto, y a veces agente del orden publico. La seguridad está en manos de un corporativo extranjero, corrupto y corruptor, y en este país (frase que usa Villoro una y otra vez en Arrecife) el verdadero poder, el que controla el subsuelo y desde allí la superficie, es el del narco.
Pero todo encaja a la perfección mientas la utopía arrastre incautos que a la vez no se hacen tontos. Todo encaja si hay quien pague, si hay emoción y dividendos, y si el carnaval del nuevo mundo tiene suficientes drogas y alcohol para enaceitarse. Todo funciona, como maquina de reloj, siempre y cuando no aparezca un puritano que cree en la verdad y a la vez busca, con egoísmo, su propia salvación. Entonces uno de los engranes falla y todo se va al carajo.
Juan ha creado una novela con la experiencia de un escritor que viene de regreso. Toma una gran foto de las democracias latinoamericanas contemporáneas (su economía, sus gobiernos, sus problemas de inseguridad) y retrata otros microcosmos, en micro relatos distribuidos a lo largo de su obra.
Un soldado se acercó a nosotros. Llevaba una capucha que le ensombrecía el rostro. Aun así, puede ver sus ojos amarilletos.
-Onde va -preguntó como si no tuviera lengua.
En este sitio sólo se podía ir a un lugar, pero tuve que decir que iba a la base. El soldado solicitó mi nombre.
-Antonio Góngora, servidor -le respondí, con amabilidad arcaica.
El soldado sacó un cuaderno arruinado por la humedad. Anotó las placas del vehículo y mi nombre. Pidió que deletreara la palabra “servidor”.
El soldado tiritaba. Debía tener fiebre. En otra parte hubiera sido un enfermo de malaria. En tiempos del esplendor maya hubiera sido un sacrificado. En mi país era un militar.
Sólo en una tierra vencida por la magia un cuaderno húmedo, escrito por un ágrafo, calificaba como instrumento de seguridad.
En este mundo reconstruido por Villoro, a diferencia de sus novelas anteriores, lo nacional son las noticias de una civilización antigua que se desplomó desde la cresta de la pirámide dejando huérfanos a miles que no sabían siquiera leer. Lo nacional, además, da pena ajena: un rock nopaludo que, por más talentoso, se desmorona con un sólo gesto de un Lou Reed que Tony Góngora, el narrador, también hace pedazos:
Su arrogancia no era la del astro inflado por la admiración, sino la del sobreviviente que ha caminado por el lado salvaje de la existencia. Seguía vivo como una noticia incómoda, escupiendo revelo, poesía, mala vibra y navajas oxidadas. Lou Reed era una calaca con lentes ahumados, salida de un altar de muertos. Repartía fichas para el tráfico de las almas y parecía dispuesto a darme una. Lou el Magnífico jugaba en las grandes ligas del más allá. Incapaz de rebajarse a cantar, masticaba las palabras como galletas ultraterrenas. Lou el Discriminatorio me vio como si fuera la próxima basura. Fui tan imbécil que lo consideré un honor.
Ese es Lou Reed visto desde Arrecife. Porque en ese mundo reconstruido por Villoro, las cosas que llegan del naufragio del pasado reciben nuevos nombres y tienen significados que sospechábamos, pero que pocas veces se escriben. Por ejemplo:
La contracultura, esa pomposa manera de convertir la rebeldía en un sistema de quejas más o menos rentable”.
O bien:
Siempre pensé que el yoga era lo que los grupos de rock hacían cuando el éxito los aburría.
Una más:
El movimiento estudiantil [del 68] no había sido popular ni en mi barrio ni en mi escuela. La hipótesis de que mi padre hubiera muerto por esa causa lo asociaba a un misterio delictivo. Sin embargo, con los años, el movimiento ganó prestigio y sus protagonistas fueron vistos como víctimas. A partir de entonces pensé que eso me daba derechos especiales. Cuando sonaba el timbre del departamento, imaginaba a un mensajero del gobierno con una televisión a colores por tener un caído en Tlaltelolco.
Villoro ha demostrado con Arrecife un proyecto literario de gran alcance, que trasciende al mismo Arrecife.
No se si sea su gran novela, porque algunos ya le dieron ese título a El Testigo y el cónclave de nobles apenas se reúne, pero, apenas como periodista, puedo decir que el autor ha llegado a un momento en el que ni siquiera un diente quebrado pueden arrebatarle un lugar en la primera fila.
El Villoro que corre y juega al futbol, incansable, puede tropezar o quebrarse otro diente. No importa.
Lo que ya no pasará, a estas alturas, es que pierda su lugar, en primera fila, junto a los que observan cómo se dan pasos en la superficie de la Luna.
* Ensayo de Alejandro Páez Varela leído el 13 de octubre en la Feria del Libro de Monterrey, durante la presentación de Arrecife, la última novela de Juan Villoro