Óscar de la Borbolla
19/09/2016 - 12:00 am
En la prisión del universo
Al margen del universo físico -conste que no digo real- cada persona habita en lo que considera verdadero. Quien no cree en lo influjos negativos de pasar por debajo de una escalera, pasa como si nada. Y quien descree de la maldición de los gatos negros que cruzan delante, simplemente sigue su camino sin prestarles […]
Al margen del universo físico -conste que no digo real- cada persona habita en lo que considera verdadero. Quien no cree en lo influjos negativos de pasar por debajo de una escalera, pasa como si nada. Y quien descree de la maldición de los gatos negros que cruzan delante, simplemente sigue su camino sin prestarles ninguna atención.
No viven en el mismo universo quienes creen en la reencarnación del alma, que aquellos que están seguros de que allende la muerte solo les aguarda disolverse en la nada. El universo de cada quien es -hay algunos populosamente compartidos- un entramado de certezas, ideas, explicaciones y convicciones donde todo aparece coloreado por los matices peculiares de lo bueno y lo malo, de lo bello y lo feo, de lo justo o injusto, etc. De hecho, más que en el mundo, vivimos apoyando nuestros pies en una cosmovisión, en una visión del mundo y desde ahí cada quien actúa, elige, sufre o goza, quiere o no quiere, tiene éxito o fracasa, y se construye una idea de sí mismo.
¿Cuánto es mucho y cuánto es poco? No hay -según mi experiencia- un parámetro absoluto, pues según lo mida cada quien, así se concebirá: he conocido personas adineradas que se sienten paupérrimas y a otros, que a mí me daban la impresión de estar empotrados en la miseria y, sin embargo, ellos se experimentaban como perteneciente a la clase media alta e inclusive ricos.
Sé que hay parámetros sociales y económicos que definen lo que "son" las clases sociales, pero aquí no me refiero a lo que "es", sino a lo que a cada persona le parece que es, y me interesa porque en esos pareceres es donde efectivamente vivimos.
Los ejemplos podrían amontonarse: personas cuyo rostro se aleja por completo de la proporción áurea y, no obstante, se sienten bellísimas, o individuos que rompen con su peso las básculas más reforzadas y se las dan de esmirriados o, de plano, cretinos que rebuznan a priori y luego vuelven a rebuznar a posteriori y, pese a ello, se creen inteligentísimos. Porque, insisto: para los fines, práctico, vitales y vivenciales no vivimos en el universo "real", sino en nuestra versión del universo, en el disfraz de explicaciones con el que enmascaramos el mundo o, más sencillamente, en lo que cada quien tiene por cierto.
Los viajes más distantes no son los que nos llevan a las antípodas del sitio donde estemos, sino los que nos cambian los parámetros con los que edificamos nuestro universo. Al mover una micra nuestra tabla moral, estética, religiosa, ideológica... nuestro universo se resignifica y, en cambio, si nos mantenemos perfectamente fieles a nuestro modo de ver, es inútil viajar, asomarse a un espectáculo, hablar con la gente, leer e incluso vivir: experimentar.
Todo queda nivelado por lo que ya "sabíamos": nuestras creencias de siempre. Esas certezas son como los tapaojos de caballo que orientan la mirada en una sola dirección y, por eso, cuando uno ya cree saber resultan estériles los lugares exóticos, las nuevas ideas, el pequeño brillo particular que cada quien posee y hasta las revoluciones que revuelcan.
Todo se amolda, se acomoda, se barniza a cómo es nuestro universo y con él vamos, lejos o cerca, da igual, pues en todos los lugares apreciamos lo mismo, vemos lo mismo, encontramos solo las confirmaciones de nuestras creencias. No es fácil abandonar una certeza y menos nuestro propio universo. De hecho, por más abiertos que seamos, por más dispuestos que estemos a la novedad, por más que queramos arrancar a nuestros ojos nuestras convicciones, no podemos y, a veces, una vida no basta para comprender que hay otras vidas.
Twitter: @oscardelaborbol
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