Ciudad de México, 17 de julio (SinEmbargo).– El Neto juró de todas las maneras posibles que él no era, que él nada había dicho a nadie de cómo era el ir y venir de coca, heroína y muertos por Nuevo Laredo.
Que él nada tenía que ver con “la contra”, como Los Zetas se refieren a sus enemigos, más concretamente a todo quien tenga algo que ver con El Chapo Guzmán.
Miguel Ángel Treviño había golpeado al Neto durante toda la noche. Horas antes, Heriberto Lazcano, entonces líder de los militares desertores hacia el narco, le ordenó reunir a todos los halcones de la plaza, los ojos y oídos de Nuevo Laredo.
–Un cabrón está hablando. Le dicen El Neto, búscatelo –pidió a Treviño Morales El 40, afamado desde entonces, 2005, por su implacable capacidad para encontrar y levantar enemigos. Desde antes era temido y reverenciado por su crueldad.
Miguel Ángel Treviño era un L viejo o un cobra viejo, como en la nomenclatura zeta se llama a los miembros leales y antiguos del cártel, pero de origen impuro por no provenir del Ejército Mexicano.
Esta regla de oro en La Compañía sería una ley que El 40 desafiaría hasta convertirse en rey cruel.
El Neto juraba que él no lo había hecho, pero también ya estaba en un momento de la tortura en que podía decir cualquier cosa. Treviño y su estaca, una escuadra de hombres de distintos rangos diseñada a manera de una unidad militar, ya estaban cansados.
El silencio barría el paraje escogido a las afueras de Nuevo Laredo, cerca de un árbol.
Treviño Morales caminó hacia la camioneta blindada de su estaca y volvió con un enorme marro.
–¿A quién, hijo de tu pinche madre? –preguntó sobre el halcón, postrado en el piso.
El Neto balbuceó cualquier cosa, nada de utilidad para su vida.
El 40 se aferró al marro con ambas manos, tomó impulso y golpeó sobre la pierna derecha del vigía.
El hueso salió más rápido que el grito.
–Amárrenlo al árbol. Que se muera de dolor –pidió Treviño Morales, el hombre que gobernaría a Los Zetas y que fue capturado la madrugada del lunes pasado.
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En la mitad de la década pasada, Los Zetas habían resuelto su independencia del Cártel del Golfo.
Osiel Cárdenas Guillén, el hombre que compró su deserción, estaba preso desde 2003 y fue entregado en extradición a Estados Unidos en 2005. El Mata Amigos, como se le llamaba, no volvería a México. Al menos no vivo.
El bastón de mando fue reclamado por su hermano Tony Tormenta, pero Los Zetas, militares de élite entrenados por Estados Unidos, declararon su independencia. Despreciaban a Tony Tormenta desde el día que intentó hacer negocios a espaldas de su hermano Osiel.
La emancipación zeta precipitó la guerra aún vigente en Tamaulipas, Nuevo León y Veracruz, principalmente, con el Cártel del Golfo, organización que debió aliarse con su enemigo histórico, el Cártel de Sinaloa, para resistir el embate de su antiguo cuerpo de sicarios.
¿Cómo era Nuevo Laredo, la ciudad de sangre, dólares y coca tomada y refundada alrededor suyo por Los Zetas hasta erigirla como su capital?
El santo y seña de la vida y muerte de esa ciudad fronteriza lo dio un hombre que desertó del ejército para convertirse en policía, de la policía para hacerse zeta y de Los Zetas para volverse informante a resguardo de las autoridades.
Este hombre, Karen, ofreció tres amplias declaraciones el 27 de septiembre de 2005 y el 15 de abril y 5 de julio de 2007. Los testimonios quedaron vertidos en la causa penal 97/2007 instruida por el Juzgado Octavo de Distrito en Reynosa, Tamaulipas.
SinEmbargo posee copia del documento completo.
El de Karen no es un relato cualquiera. Es el de uno de los hombres que levantó, torturó y asesinó al lado de Miguel Ángel Treviño, cuya vida debió cuidar como la máxima de sus prioridades.
Su narración posee otra condición: la vida implantada por el narco y por él descrita permanece vigente en Nuevo Laredo, la Capital Zeta.
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Karen –esa afición de la Procuraduría General de la República por nombrar a sus testigos protegidos con pseudónimos de mujer– causó alta de julio o agosto de 1994 en el Ejército Mexicano como soldado raso de infantería.
Fue asignado al 65 Batallón de Infantería con sede en el Campo Militar Número Uno, en la Ciudad de México. Siempre quiso ser militar. Le venía en la sangre, aseguraba cuando alguien le preguntaba por qué vivir con la vida comprometida. Un tío suyo fue fusilero paracaidista y varios de sus primos estaban repartidos en todas las armas.
Pronto vio que Ejército no le resolvería la vida y desertó. Volvió a Veracruz, su casa, en agosto de 1995, y se enroló como policía municipal. Trabajó como uniformado hasta 2002, cuando se metió en algún problema con la ley y, con su mujer y sus dos hijos, tomó camino hacia Nuevo Laredo donde vivía un cuñado suyo.
Sin saberlo todavía, la vida de Karen quedaría amarrada para siempre a la de Miguel Ángel Treviño, El 40.
Karen se empleó en una fábrica de alambre hasta que se topó con la convocatoria de ingreso a la Policía Municipal de Nuevo Laredo. Como si el pasado no existiera, el desertor y prófugo pasó sin mayor problema el trámite de los exámenes y, para agosto de 2003, nuevamente portaba charola y arma de cargo.
Su jefe de grupo, Crescencio Astorga Castañeda, fue al grano.
–¿Quieres ganar un dinero más, para salir de perra flaca?
–¿Qué necesito hacer?– se interesó Karen.
–Revisiones de carros y personas que nos indiquen Los Zetas.
Karen aceptó un sueldo extraordinario de 300 dólares quincenales pagados por Pedro Chávez, comandante del Grupo Operativo Policiaco que recibía el dinero del Talibán. “Estaba involucrado el 90 por ciento de los policía municipales de Nuevo Laredo”, diría Karen.
El trabajo consistía en identificar cargamentos de droga que no fueran propiedad de Los Zetas, alertar a sus sicarios de la presencia de extraños en el pueblo, vigilar las casas de seguridad de sus jefes narcotraficantes. Apoyar a los halcones, el otro cuerpo de vigilantes vestidos de civil apostados en las entradas y salidas de Nuevo Laredo, los alrededores del cuartel militar, el Puente Internacional y el Aeropuerto. Advertir de los operativos militares, de la PGR o de cualquier otra autoridad.
Detener sospechosos y entregarlos ante la verdadera autoridad en esa ciudad tamaulipeca, Los Zetas. Rara vez los veían nuevamente.
En otras ocasiones, relató Karen, él y sus compañeros uniformados de azul rescataron Zetas heridos en accidentes o caídos en tiroteos en los que se alineaban en la misma línea de fuego desde la que combatían sus patrones.
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En febrero de 2004, Karen tomó vacaciones y volvió a su pueblo en Veracruz. Nuevamente tuvo problemas legales y volvió a Nuevo Laredo hasta junio de ese año. Había causado baja de la policía municipal y buscó a un amigo suyo, policía en funciones, quien le consiguió nuevamente empleo en la ciudad, ahora francamente en el lado de Los Zetas.
Quedó a las órdenes de Daniel o El 52, hermano del Talibán, uno de los principales comandantes de la ciudad fronteriza. Karen quedó comisionado en las tiendas de cocaína y heroína de Nuevo Laredo. Estos negocios tienen el nombre clave y genérico de “punto” y a cada uno se le asigna una denominación específica, casi siempre un color: punto rojo, punto negro, punto puma, por ejemplo.
Los Zetas dividían o dividen la jornada laboral en dos horarios: el diurno, de ocho de la mañana a la medianoche, y el nocturno, de las 12 de la noche a las ocho de la mañana. Karen surtía de droga y recolectaba el dinero de las tiendas durante las noches.
¿Es el narcotráfico y su andar en el filo de la navaja un negocio exclusivo de hombres tan acaudalados que por fuerza de su riqueza deben ser excéntricos? Karen, ex soldado, ex herrero y ex policía obtenía una paga semanal de entre mil 500 y 2 mil pesos.
Además auxiliaba en la confección y empaque de pases, manufactura hecha en la oficina de un hombre identificado en el expediente como El Meño o El Tira, ubicada a un lado del Palacio Municipal.
En este lugar pesaban, cortaban y empacaban la droga para el consumo local. En el sitio trabajaban de manera permanente dos “cortadores”, responsables de cortar pedazos de papel aluminio y cuatro sujetos con el cargo de “maquiladores” o “pesadores”.
La cocaína se liaba en dosis de 0.3 gramos y la heroína en suministros de 0.1 gramos. Los paquetes recibían el nombre de “pizzas”.
La maquila estaba completa con un “checador”, encargado de verificar el correcto pesaje de los bultitos y de que los empleados no robaran nada.
En el establecimiento del Meño o El Tira se procesaban entre dos y tres kilos de coca y entre uno y dos kilos de heroína por día, droga que La Compañía, como también se llaman Los Zetas a sí mismos, entregaba diariamente al responsable de la fábrica.
Cada ciudad con presencia zeta cuenta con un informante, quien suele tener un historial judicial limpio y relaciones públicas; un contador, a quien corresponde la operación administrativa de la plaza, incluida la paga de empleados y autoridades corrompidas, y un jefe de sicarios.
Karen platicó al Meño su pasado como policía y, más importante, como soldado. Los Zetas guardan particular aprecio por los militares desertores, como lo son ellos. De ahí una parte del conflicto surgido al interior del cartel tras la muerte de Heriberto Lazcano. El Lazca o Z-3 perteneció al Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales, no así Miguel Ángel Treviño, quien al final logró imponerse como el sucesor al mando de Los Zetas.
El Meño pidió a Karen ir de parte suya a la gasolinera identificada por Los Zetas como “Caballero” por estar al lado de la calle de ese nombre, cerca del puente de la entrada a Nuevo Laredo y de la agencia cervecera Corona, a la que narcos-militares llaman “La Coronela”.
Cuando Karen llegó al sitio ya había varios vehículos y hombres en actitud de espera y vigilancia. Explicó que buscaba al 50 y dijo quien lo enviaba. Un tipo con actitud de autoridad le preguntó sobre su formación militar y policíaca. Le detallaron que La Compañía mantenía su formación y disciplina miliar, que los castigos eran duros, pero la paga era buena. Su sueldo en adelante sería de 200 dólares semanales. Si su rendimiento era el esperado, la paga subiría a 500 dólares por semana.
“Lo más importante es la lealtad porque y traición se paga hasta con la muerte de la familia”, le advirtieron.
Karen aceptó las condiciones. El sujeto que lo entrevistó caminó hacia una camioneta Jeep Grand Cherokee dorada y habló con un tipo sentado atrás del auto. El vehículo arrancó y se acercó al futuro testigo colaborador. Se abrió la portezuela y un hombre robusto, güero y en el primer tramo de sus 30 repitió las instrucciones, amenazas y promesas. Era El Talibán, Cobra o L-50, uno de los dueños de Nuevo Laredo en ese tiempo.
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Los Zetas trabajan con la seguridad de que sus teléfonos están intervenidos. Con la idea de enredar las escuchas se referían entre ellos como “licenciados”, “ingenieros” y “maestros”. Karen recibió la orden de “un licenciado” de presentarse en la calle Héroes de Chapultepec.
Ya lo esperaba Daniel, El 52 o El Talibancillo, hermano del jefe de la plaza. Le ordenó subir a su estaca que, a semejanza de una escuadra del ejército, se compone de un vehículo tripulado por cuatro o cinco elementos, distribuidos jerárquicamente.
El “comandante” suele ser un zeta viejo o un cobra viejo. Esta diferencia estriba en el origen militar, para el primero, y civil, para el segundo. Ocupa el sitio del conductor. El lugar del copiloto corresponde a un zeta nuevo o un cobra nuevo o un kaibil, soldado desertor de las fuerzas especiales guatemaltecas. El asiento de atrás corresponde a dos o tres miembros de menor jerarquía.
Karen subió a una camioneta Suburban café y roja con placas de Texas y blindaje siete, el máximo para vehículos civiles en ese tiempo.
Condujeron al punto del Talibancillo, como en el código zeta se llama a la casa de seguridad de cada comandante, una vivienda alquilada de la que es posible huir sin mayor rastro. En ese tiempo, este comandante tenía su cuartel en el fraccionamiento Vías de San Miguel, rumbo de la carretera Anáhuac. El sitio, como los demás “puntos”, era centro de acopio de drogas, dinero y armas.
En el interior de la casa, El 52 entró en una de las recámaras y volvió con dos uniformes nuevos de color negro compuestos por botas tipo Swat, pantalón de campaña, camisola, sombrero de lona y chaleco táctico. Karen recibió además un fusil R-15 con cuatro cargadores abastecidos. Salieron en camionetas hacia un chorro, como Los Zetas llaman a los ranchos en alusión a que la mayoría cuenta con un arroyo de agua. Arribaron a un sitio conocido como El Bayo, en la salida de Nuevo Laredo a Piedras Negras.
Había 30 o 40 personas y siete u ocho camionetas. Entre ellos estaba Miguel Treviño con su estaca. La reunión fue presidida por El Pita y El Mateo. La reunión tuvo como único propósito la presentación de cuatro nuevos L, entre ellos Karen a quien en ese momento apodaron El Gori.
Sin mayor ceremonia, los narcotraficantes volvieron al trabajo.
El tiempo era ocupado en buena medida en recorrer la ciudad. Merodearla, buscar gente o casas de la contra. Las casas eran reventadas, allanadas previa autorización de Heriberto Lazcano. El hallazgo de drogas o armas ameritaba la captura de los ocupantes y su presentación en uno de los dos puntos de tenientes, sitios de detención, tortura y ejecución.
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Karen o El Gori realizó estos recorridos entre principios de septiembre de 2004 y mayo de 2005. Durante ese tiempo perteneció, sucesivamente, a todas las estacas de Nuevo Laredo. Tras dejar el grupo del 52, quedó a las órdenes de otro comandante apodado Lucky, luego de Mateo –especialista en explosivos y zeta fundador– y, finalmente, de Miguel Ángel Treviño, “durante este tiempo eran los únicos dueños de Nuevo Laredo”.
La rotación en las estacas es una práctica zeta. Guarda el propósito de mostrar a los reclutas las diferentes formas de trabajar y la lección fundamental de mantener lealtad ante la organización en su conjunto y no hacia algún comandante en específico.
A fines de octubre de 2004, Los Zetas de Nuevo Laredo levantaron a un hombre joven, de unos 18 años de edad. Bebía cerveza en el Señor Frog’s y tenía en el estacionamiento una pick up con 40 kilos de cocaína que llevaba desde Navolato, Sinaloa. Lo llevaron a un “punto” cercano a la plaza de toros donde lo interrogaron. El muchacho admitió trabajar para Joaquín El Chapo Guzmán. Heriberto Lazcano ordenó ejecutarlo en un chorro. Pidió que lo asesinaran con discreción, que usaran una pistola calibre .22.
Llevaron al joven al borde de una excavación para la basura. El Lucky lo arrodilló y disparó una sola vez en la nuca. El Gori y otro nuevo integrante de la banda levantaron el cadáver y lo acercaron a un barril metálico de 200 litros con agujeros cerca de la base. El trabajo, en adelante, sería de dos cocineros o guisadores.
–¡Que lo hagan ellos! –ordenó el comandante Mateo y señaló con el gesto al Gori y otros tres hombres.
Como detalle biográfico de Mateo se debe decir que fue el militar designado por el Ejército para vigilar que los miembros de las fuerzas especiales, desplegados a fines de los noventa en la frontera para detener el avance del narcotráfico no se entregaran a este. No sólo ellos lo hicieron, sino que lo hicieron junto con Mateo, un hombre rudo y pendenciero.
“Bañamos el cuerpo con diesel y le prendimos fuego, indicándonos los ‘cocineros’ que, cada minuto, aproximadamente, le echáramos más combustible para mantener la flama. Mientras, picábamos el cuerpo con una pala de mango largo para deshacerlo y quemarlo más rápido. El tiempo que tarda un cuerpo en reducirse a cenizas es de cuatro horas, pero si se pica frecuentemente, puede durar sólo dos horas y media. El cuerpo se consumió totalmente y quedó una cantidad muy pequeña de cenizas que, junto con los toneles, fueron enterrados por los cocineros”, describió El Gori, en ese momento bajo las órdenes directas del Lucky.
Siguió la asignación en el comando de Mateo, ocupado en reventar casas, beber alcohol, fumar marihuana y alquilar prostitutas, en ese orden de importancia.
“Enseguida trabajé para la ‘estaca’ de Miguel Treviño El 40, quien se dedica casi exclusivamente los levantones. Es muy sanguinario, muy proclive a matar gente, la cual era ‘cocinada’ por los mismos ‘cocineros’ en una bodega vacía, ubicada entre los kilómetros 10 y 14 de Nuevo Laredo a Reynosa. Ahí sólo debe haber tambos y diesel”.
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En ocasiones, Los Zetas de Nuevo Laredo tomaban un descanso obligado de ocho o 10 días. De vez en cuando, “la leyenda” o “la ley”, casi siempre la PGR y el Ejército aparecían, derribaban puertas, interrogaban a quien supusieran era un rufián y dejaban la ciudad patas para arriba.
Sicarios y contrabandistas abandonaban los puntos sin armas y, de dos en dos, salían de la ciudad en autobús, táctica que el propio Lazcano utilizaba con frecuencia. O viajaban con la familia completa. Se dirigían al municipio de Valle Hermoso, Tamaulipas, plaza escondite del Lazca. Entonces la cofradía de matones se repartía en las casas rentadas por La Compañía.
Hacia marzo o abril de 2005, la estaca de Miguel Ángel Treviño recibió noticias de algunos hombres con armas y cocaína, pero sin permiso de Los Zetas. Eran los restos de una banda llamada Los Texas. Treviño poseía todos los contactos en la ciudad. El 40 conocía perfectamente Nuevo Laredo. Nació ahí en 1970. Guiados por policías bajo su sueldo, los hombres del 40 fueron recibidos a balazos. Los ex militares se distribuyeron entre los autos y respondieron el fuego. Hirieron a uno de Los Texas y detuvieron a otro antes de que entrara a la casa. Lograron el asalto del sitio, pero no encontraron nada. Debieron volver con un hombre temblando de miedo y otro con los intestinos de fuera.
Cuando los subieron a la camioneta escucharon a Omar Treviño, Z-42, a través del radio, gritar por ayuda. Estaba en medio de una refriega con agentes de la Policía Estatal.
–¡Voy atrás de ti! –escucharon a Mateo.
–¡Nomás son tres pinches patrullas! ¡Jálense para acá! –instruía El 42.
En el camino, el grupo Miguel Ángel Treviño se encontró con la estaca del Pollo, también en dirección al enfrentamiento.
La Cherokee de Omar Treviño, hermano de Miguel Ángel, estaba con las llantas reventadas y el frente impactado contra un poste. Mateo, con su vehículo utilizado como barricada, y detrás de Omar, apoyaba en la desventaja. Cuando llegaron los dos grupos de refuerzo, los policías estatales cesaron el combate y se mantuvieron bocabajo.
Los Zetas avanzaron hacia El Flaco, un hombre de la estaca del 42, con dos tiros en la espalda y huyeron.
Por el radio, los halcones no paraban de repetir que tenían al Ejército a nada de sus talones. Llevaron al Flaco al Centro de Especialidades de Nuevo Laredo y lo abandonaron en la entrada de la sala de urgencias. Continuaron a la salida a Reynosa y se internaron en el monte. Esperaron órdenes de Lazcano.
–¡Equípense, reagrúpense y rescaten al Flaco aunque se tengan que partir la madre con el Ejército! –exigió el jefe zeta.
A punto de partir hacia la clínica, Lazcano reapareció por el radio.
–Déjenlo por la paz. No tiene caso arriesgar más vidas. Si El Flaco está grave, mejor muévanse para la base –pidió.
Los hombres repartieron las camionetas y el equipo con personas de confianza. Vistieron de civil y salieron de Nuevo Laredo.
Antes, Miguel Ángel Treviño entregó a los dos hombres de Los Texas, el moribundo y el muerto de miedo. Los dejó con los “cocineros” y, junto con El Gori, continuó su camino hacia Valle Hermoso.
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“Nuevo Laredo está muy caliente. Aguántense unos días aquí. Van a estar en 10”, pidió Lazcano en persona y en referencia a que los hombres harían adiestramiento.
Cinco días después, Lazcano consideró que el clima había mejorado en Nuevo Laredo y ordenó el regreso de Miguel Ángel Treviño con su grupo. Les comisionó el secuestro de algunos de Los Texas y de un halcón que, según Los Zetas, filtraba información al Cártel de Sinaloa.
Viajaron durante la madrugada de ese mismo día. Llegaron al retén de la entrada de Nuevo Laredo y continuaron a pie por el cerro para burlar el cerco militar. Recuperaron las camionetas encargadas en una gasolinera y obtuvieron nuevo armamento entregado por un hombre de confianza de Miguel Ángel Treviño. El arsenal oculto en la cabina de un tráiler incluía chalecos antibalas, granadas de mano, escopetas calibre 40 milímetros, lanza granadas, fusiles R-15 y pistolas.9mm.
Ya equipados, volvieron al campo. Esperaron el resto de ese día y todo el siguiente por instrucciones. A la medianoche, recibieron la orden de convocar inmediatamente a todos los halcones. Citaron a los vigías en la gasolinera de la salida de Nuevo Laredo rumbo a Piedras Negras, Coahuila.
–¿Quién es El Neto? –preguntó Treviño al grupo de hombres perplejos.
El Neto no tuvo más opción que identificarse. El 40 pidió al resto que dejaran el lugar y pidió al soplón quedarse para una comisión. Apenas quedaron solos en la estación de servicio, Treviño solicitó a sus gatilleros que esposaran al halcón.
“Llevamos al Neto a un paraje. El 40 interrogó a Neto sobre la información que se decía proporcionaba. Neto negó que pasara información. Entonces El 40 le pegó con un marro en la rodilla derecha y se la fracturó, dejándolo sin atención médica para que se muriera de dolor. Al día siguiente, Neto amaneció agonizando. El 40 ordenó que lo amarráramos a un árbol. Ahí lo dejamos a su suerte”, relataría El Gori bajo el pseudónimo de Karen.
Volvieron a la ciudad. Un informante de Treviño los condujo a la guarida de Los Texas. Los capturaron sin mayor problema y los llevaron al mismo terreno en que estuvieron horas antes. El Neto ya había muerto. Quizá sólo fueron ahí para que sus rivales en el tráfico de drogas, secuestro, extorsión y trata presintieran su destino. Pero no lo cumplieron ahí. Volvieron a Valle Hermoso y los entregaron con vida a Lazcano, un hombre que entre sus apodos tuvo el de Verdugo.
–Denles cinco días de vacaciones y 500 dólares a cada uno –reconoció Lazcano los servicios de Treviño y su estaca.
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El entrenamiento de Los Zetas estaba hecho a imagen y semejanza del impartido a los militares de fuerzas especiales. Por esto es que Los Zetas admiran a los kaibiles guatemaltecos, hombres que sobreviven a uno de los entrenamientos más duros en el mundo.
Los expedientes relacionados con el cártel incluyen relatos de hombres ahogados por cansancio en una práctica de natación ante la mirada reprobatoria de un instructor. O ejecuciones instantáneas por actos de insubordinación. O suicidios por miedo puro.
A principios de junio de 2005, durante un adiestramiento físico en una cancha de Valle Hermoso, el comandante Mateo ordenó al Gori realizar 600 lagartijas como castigo por llegar a tarde a la formación. El hombre logró hacer únicamente 100 flexiones antes de desplomarse.
–Ya no puedo –suplicó El Gori.
–¡Me vale madres y vuelves a empezar! –bramó Mateo Díaz López, a quien también le tocaría turno de hablar ante el Ministerio Público.
El Gori se incorporó y, en un descuido, dio la espalda a Mateo.
–¡¿Te me rebelas hijo de tu pinche madre?! –rugió el comandante zeta y de inmediato levantó su fusil R-15. Caminó hacia El Gori y le disparó en el codo derecho.
–¡Perdón! ¡Perdón! –suplicó el sicario.
–¡Si quiero te mato! –gritó Mateo.
Los demás hombres intervinieron y Mateo aceptó bajar el arma. Obligado a reportar cualquier incidente con Lazcano, le mintió por radio diciendo que se trató de un accidente. El Verdugo quiso cerciorarse personalmente del estado de la tropa y se apersonó en la cancha de básquetbol del pueblo. Escuchó la versión del incidente.
–Dar la espalda a un superior es señal de desobediencia que se paga con la muerte –sentenció Lazcano, quien mostró algo parecido a la benevolencia y ordenó que llevaran al Gori a atenderse con un médico al servicio del cártel.
El Gori recibió la prescripción de dos meses de reposo y un obsequio de mil dólares, además de su sueldo regular. Volvió a Veracruz con la consigna de reportarse dos veces al día con Miguel Ángel Treviño.
–Ya deja de tirar la hueva y concéntrate en la base –ordenó El 40 al Gori.
Adolorido de todas las formas en que un hombre puede estarlo, El Gori volvió a Valle Hermoso. Le ordenaron seguir a Treviño y asistirlo en la toma del Puerto Lázaro Cárdenas, en Michoacán. Se le debía arrancar la plaza a Los Beltrán Leyva, entonces aliados y principal grupo de fuerza del Chapo Guzmán.
La avanzada de Los Zetas a Michoacán se hizo con dinero. De acuerdo con las declaraciones valoradas por el juez, los ex militares repartían hasta 50 mil dólares a cada uno de los funcionarios de la Policía Federal, de la Agencia Federal de Investigaciones y de la Policía Municipal de Lázaro Cárdenas.
Antes del asalto a Lázaro Cárdenas, instruyó Lazcano, la estaca de Treviño debía secuestrar a Arturo Beltrán Leyva en Zihuatanejo. Fueron al puerto de Guerrero, pero no encontraron al Barbas, sino a un grupo de hombres jóvenes a quienes engañaron presentándose como policías federales y luego los ejecutaron.
“Regresamos a Lázaro Cárdenas. Horas después nos enteramos que uno de los sujetos que matamos era hijo de Arturo Beltrán Leyva y que poco después de que no retiramos del lugar llegaron 30 camionetas con gente de La Barbie, quienes se llevaron los cuerpos”.
Cosas de la vida, pragmatismo de los negocios. La traición del Chapo a los hermanos Beltrán Leyva empujaría a que Arturo pactara una coalición con Lazcano y Miguel Ángel Treviño contra el Cártel de Sinaloa.
Los Zetas fracasaron en la toma de Lázaro Cárdenas. La Familia Michoacana, primero, y los Caballeros Templarios después, mantuvieron la resistencia de ese puerto clave para el ingreso de precursores químicos para la producción de metanfetaminas.
Al poco tiempo, el gobierno detuvo a varios zetas, entre ellos al Gori. Con el brazo tieso y herido de todas las formas en que un hombre puede estarlo, el ex soldado, ex herrero y ex policía habló. Habló tanto que al final ya también era un ex zeta. Y ya no era El Gori, sino Karen.
Y dio los detalles del ir y venir con coca, sangre y policías por Nuevo Laredo, la Capital Zeta. *