Los 43 normalistas de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos (Ayotzinapa) comían soya con frijol y una porción de arroz. Vivían en grupos de hasta 12 en habitaciones de nueve metros cuadrados y a los que mejor les iba, dormían en literas viejas en cuartos con agujeros en paredes cubierta con cartón. Se aseaban en baños insalubres y con agua helada. Estudiaban en salones sin material didáctico y con pupitres deteriorados.
En cambio, José Luis Abarca Velázquez, Alcalde perredista con licencia de Iguala y prófugo de la justicia, vivía amurallado, con gimnasio y alberca propia; tenía varios autos y propiedades. Llevaba una vida de lujos, en un municipio de miserables. Como narco, pues.
Esta es la historia de la marginación de los jóvenes estudiantes desaparecidos en Iguala. Es el retrato de una institución donde se forman maestros: sin alimento, sin recursos y abandonados por el gobierno. Esta es la vida que llevaban los muchachos de primer grado que salieron a “botear” para poder obtener recursos para pagar sus prácticas. Es también el relato de un político del Partido de la Revolución Democrática (PRD) que estaba en la fiesta de su esposa cuando sucedió la tragedia...
Ayotzinapa, Guerrero 13 de octubre (SinEmbargo).– Las manos que sembraron esas flores moradas de cempasúchil y los cultivos de cilantro y rábano que crecen bajo el sol de Ayotzinapa, ya no regresaron a regarlas. Los cultivos florecen, el color de la flor contrasta con el verde de los árboles y del maíz que crece a un lado, en esas pequeñas parcelas cuidadosamente labradas con un tractor que apenas este año, sustituyó a uno viejo y oxidado que desde hace casi tres décadas realizaba esa labor.
Son los estudiantes de primer grado, quienes tradicionalmente siembran la tierra como parte de sus pruebas para obtener una matrícula. Este agosto, como todos los años, los jóvenes normalistas sembraron y sus semillas florecieron, pero ellos, desde el 26 de septiembre, no volvieron a ver el producto de su trabajo. Viajaron a Iguala a pedir cooperación a sus pobladores para sufragar los gastos de sus prácticas de observación, y ya no regresaron. Las manos de los 43 normalistas desaparecidos, dejaron inconclusa su cosecha.
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Luis Ángel González Flores vive en el área de “Los Olvidados” en la Normal de Ayotzinapa. Así se llama una hilera de dormitorios, que junto con “Las Cavernas”, dan posada a los alumnos de primer grado.
El muchacho dice sentirse afortunado, comparte la habitación de aproximadamente nueve metros cuadrados con sólo tres estudiantes y duerme en una litera. La mayoría de los normalistas de primero pasan la noche hacinados en las habitaciones del edificio principal y más antiguo de la escuela, pegados uno al otro, hasta 12 en una pieza.
“Esta área, pues está olvidada, por eso se llama 'Los Olvidados'. No tenemos nada bueno, todo se está cayendo, pero pues, la mayoría de primero está peor, porque no hay suficientes cubis [habitaciones] para todos y allá, en 'Las Cavernas', duermen entre ocho y 12”, dice.
Las habitaciones de los normalistas, como toda la escuela, están deterioradas y huelen a humedad. Las puertas se cierran con un candado y una cadena, porque no hay cerrojos y los agujeros en las paredes se cubren con trapos viejos o con pedazos de cartón. El interior de la habitación es fúnebre, tiene poca luz y ventilación. El espacio apenas deja lugar para poder acomodarse en sus literas cuando van a dormir.
Hay que caminar con cuidado para no golpear al de enseguida, dice Luis Ángel. A un lado del dormitorio del muchacho, vivían seis de los 43 normalistas desaparecidos, en las mismas condiciones.
Eran sus vecinos y amigos. La última vez que los vio fue en el comedor de la escuela, un día antes de que se fueran a Iguala a botear. Ahí conversó con ellos. Estaban contentos, porque a pesar de las carencias, su sueño era obtener una matrícula en Ayotzinapa, y lo habían logrado. Tenían mes y medio internados y la tercera semana de septiembre fue ardua, pues tuvieron que demostrar que en realidad querían estudiar en una serie de pruebas de aptitudes y habilidades.
Por eso aguantaban esas condiciones de hacinamiento y comer raciones de 50 pesos. En la mañana huevo para desayunar, una soya con frijol o arroz para comer, en ocasiones carne y una cena ligera. Compartían un baño por piso y se aseaban en condiciones insalubres y se bañaban con agua helada, a falta de calentadores. Lavaban su ropa en lavaderos de concreto, porque sólo hay una lavadora para toda la escuela, donde solamente pueden lavar cobertores. Para ser maestros y cursar cuatro años de licenciatura, soportaban el calor en aulas desprovistas de lo más elemental para combatir la alta temperatura del verano, un ventilador.
“La escuela siempre ha sufrido carencias. Hacemos actividades para obtener recursos, hay edificios viejos, estructuras viejas, pasillos dañados, las aulas no están en buen servicio, no tenemos el suficiente recurso, como deberíamos tener, como corresponde a una escuela de nivel superior. El mismo gobierno nos ha limitado en el sentido económico, por eso salimos a botear, para ayudarnos”, dice Axayácatl, un joven de Costa Grande, que cursa segundo grado y tiene 19 años.
El día que los normalistas desaparecieron, salieron a botear para poder costear sus viajes de observación o prácticas que duran en ocasiones más de una semana. Con sus recursos viajan a las comunidades más apartadas y marginadas de Guerrero para prestar servicio. Recursos que ni el gobierno ni sus familias, les proveen.
“A veces son hasta dos mil pesos por cada uno los que hay que juntar, y ese es mucho dinero para los salarios de nuestros padres, que son campesinos o no tienen trabajo fijo”, indica Axayácatl, hijo de vendedores ambulantes.
En uno de los edificios están las aulas de primero. Vacías, sin pupitres. Han quedado así porque no hay clases. Los salones no están en mejores condiciones que el resto. No cuentan con mobiliario suficiente ni material didáctico. Recientemente les pusieron un pintarrón, pues durante años los profesores trabajaron con pizarrones.
Axayácatl cuenta que en su pliego petitorio solicitaron al gobierno del estado una biblioteca digital, un proyector para sus presentaciones y pintura para remodelar las aulas, darles vida y limpieza. Pidieron recursos para un proyecto ecológico de reciclaje de pet, pero todo se quedó en sueños, el gobierno no respondió y a ellos sus colectas, no les alcanzan.
“Si el gobierno nos diera todo lo que necesitamos aquí, no tendríamos la necesidad de salir a pedir para nuestras fotocopias, alguna libreta que ocupemos”, dice.
Desde el 26 de septiembre que se suspendieron actividades, la escuela ni siquiera cuenta con las raciones de alimento que les proveía el gobierno, entonces, los normalistas vendieron algunas vacas y cerdos de la granja para apoyar a las familias de los estudiantes desaparecidos.
El joven asegura que existe una tradición de las autoridades de Guerrero de verlos como “apestados”.
“Dicen que somos vándalos, guerrilleros y hasta terroristas, por eso nomás nos ven y nos atacan. En Chilpancingo nos han encañonado, no nos disparan porque hay mucha gente, habría muchos testigos mirando, pero sí nos han encañonado”, cuenta.
En el área de “Las Cavernas” hay murales que recuerdan esos episodios de su historia: la represión. Ahí están los nombres de Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús, los dos estudiantes que murieron en diciembre de 2011, cuando el Gobernador Ángel Aguirre Rivero desalojó la Autopista del Sol con violencia. En el edificio principal está plasmada la escena de la muerte de Juan Manuel Huikán Huikán, un estudiante originario de Campeche que murió a manos de un policía estatal en 1988 y fue velado en la escuela.
Axayácatl dice que los reprimen porque son revolucionarios, porque la formación que reciben en la Normal Rural, los instruye, porque en las comunidades marginadas, educan a la población.
“Lo que le duele al gobierno es que aquí se despierte una conciencia social, que se ayude al pueblo, que se haga conciencia de las necesidades y los derechos, eso les lastima. Esa es la razón de que sólo queden 16, de las 32 normales rurales que había. El gobierno quiere desaparecerlas, sino, ¿por qué nos tiene así?”, dice.
Debido a la desaparición de los 43 jóvenes, normalistas de todo el país están alojados en la Normal Rural de Ayotzinapa, apoyando a sus compañeros.
Miriam Santos Bonilla, estudiante de la Escuela Normal de La Montaña, en Tlapa de Comonfort,Guerrero, es una de ellas, que llegó al lugar para ayudar en las comisiones de limpieza y cocina.
La joven considera un deber moral estar en Ayotzinapa para apoyar a los normalistas. Miriam se lamenta: “Ellos no supieron lo que es su primer grupo, sus primeros niños, y ya no lo van a sentir”.
Jóvenes como “El Frijolito”, uno de los 43 muchachos desparecidos, caracterizado por ser despierto, hacendoso en las tareas de limpieza y participativo en las clases.
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En Iguala, a 200 kilómetros de Tixtla – municipio donde se ubica la Escuela Normal de Ayotzinapa –, un hombre vivía amurallado, en una fortaleza de bardas electrificadas y con varias patrullas resguardando el perímetro de su casa. Se trata de la vivienda del Alcalde con licencia y prófugo de la justicia, José Luis Abarca Velázquez.
Abarca y su esposa María de los Ángeles Pineda Villa llevaban una vida lujosa en una colonia de clase media, cercana al centro de la ciudad. Ahí era dueño de media manzana y desde su fortaleza, eran los reyes, dueños y señores de la ciudad.
Temidos por sus vecinos, pocos quieren hablar sobre el Alcalde prófugo, los que se atreven aseguran que el perredista, de 1.52 de estatura, salía en las mañanas con camisetas pegadas al cuerpo, porque le gustaba mostrar sus bíceps.
En el interior de su muralla, Abarca Velázquez, aseguran sus vecinos, tiene un gimnasio donde se ejercitaba y una alberca propia para tomar el sol, además de cinco vehículos lujosos.El Lincoln era su preferido.
La esposa, María Pineda, era famosa por ser una rubia exuberante, guapa y mucho más alta que su esposo. “Él tenía que pararse en la banqueta para alcanzarla, porque ella medía casi 1.70. Estaba guapa, la verdad”, dice uno de los vecinos.
Aunque José Luis Abarca es de baja estatura, sus bolsillos son grandes y su fortuna, es como un mito urbano. Algunos pobladores aseguran que es dueño de toda Iguala: del centro comercial Plaza Galerías, Farmacias Guadalajara, de varias tiendas de auto servicio.
Abarca vivía rodeado de cerros, arbustos y fosas clandestinas y no se dejaba ver por las colonias marginadas. En la colonia San Miguelito, ubicada cerca de La Joya, el paraje donde la Procuraduría General de la República (PGR) encontró las últimas cuatro fosas, los pobladores que viven en casas de cartón o de ladrillo muy austeras, no lo conocían.
“Yo nunca lo vi al Alcalde, será porque nunca me ha gustado la política, yo aquí nada más voy a sembrar, soy campesino, para acá nunca lo vi”, dice Santiago, un hombre de 47 años que baja una loma con dos baldes sobre los hombros.
María sí lo vio alguna vez en el centro de Iguala y no le agradó su rostro: “se veía muy prepotente, no tenía una cara amable, ni trataba como deben de tratar las gentes educadas y la esposa, una vez fui al DIF [Desarrollo Integral de la Familia] a pedirle ayuda para unos medicamentos, porque mi último embarazo fue muy delicado, y me dijo que me pusiera a trabajar, que estaba joven”, recuerda.
El Alcalde de Iguala vivía en una ciudad que era escenario de terror, tortura y muerte en sus alrededores. En las faldas de los cerros, no muy lejos de zona urbana.
María y su esposo vivían muy cerca de La Joya. y en las madrugadas el hombre se levantaba y salía al portal para escuchar los ruidos que el eco del monte llevaba hasta sus oídos.
No eran ruidos agradables: eran gritos de horror, de hombres y mujeres que lloraban, chillaban, pedían piedad y auxilio.
“Se escuchaban en la madrugada, más los sábados y los domingos, los gritos que venían del cerro. Eran mujeres y hombres por igual”, dice.
Otros pobladores de la colonia San Miguelito aseguran que en la zona donde están las nuevas fosas, subían hummers, jeeps, camionetas, motos y también vehículos de la Policía municipal.
Un joven que solicitó anonimato por seguridad, dice que hace unas dos semanas, cuando desaparecieron los normalistas, escuchó movimiento de vehículos en la zona y detonaciones.
De acuerdo con el joven era común desde hace tiempo escuchar descargas de “cuernos de chivo” e ir y venir de vehículos en medio de la noche y la madrugada.
Pero esa madrugada, José Luis Abarca no escuchó nada, porque estaba en una fiesta del DIF con su esposa, según sus declaraciones.
Aquel viernes 26 de septiembre varios pobladores que se encontraban en la plaza principal de Iguala se aventaron al piso cuando empezó la balacera y el centro del pueblo entró en pánico.
Los jóvenes normalistas, relatan pobladores, tomaron un autobús de la Línea Estrella Oro para regresar a Ayotzinapa y fueron perseguidos a punta de pistola por la policía municipal. Esa noche desaparecieron en la obscuridad.
Ahora se sabe, que el Alcalde presuntamente, tenía nexos con el crimen organizado y es investigado por la PGR.
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En el centro de la cancha de la Escuela Normal de Ayotzinapa hay un altar con santos y veladoras que los padres de los 43 normalistas desaparecidos colocaron para rezar por recuperar a sus hijos vivos.
Ahí, Macedonia Torres Romero, una mujer de 49 años, viuda desde hace tres años espera a José Luis Luna Torres, un muchacho de 21 años que desapareció en Iguala entre la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre.
La señora de origen humilde, llora. Hace 15 días que salió de Amilcingo, Morelos, cuando le avisaron que su hijo estaba desaparecido. Macedonia se preparaba para ir a vender elotes y cacahuates a Cuautla, cuando le dieron la noticia y dejó todo.
“Salí corriendo y yo pensé que lo encontrarían luego, pero no, ya ha pasado mucho tiempo y no hay noticias, no aparece”, dice con voz baja.
Macedonia habla con el desgano de la tristeza, pero se emociona al recordar a José Luis, un joven que quiso estudiar en la Normal de Ayotzinapa para acceder a mejores oportunidades.
Aunque a la mujer sus conocidos la alertaron de que era peligroso estudiar ahí, la insistencia de su hijo la convenció.
“Me dijo: ‘Ándale mamá déjame estudiar para tener un trabajo especial y tener más, nosotros no tenemos nada, déjame para que vivas conmigo en una mejor casa’, porque nosotros somos pobres, no tenemos nada allá en Morelos”, dice.
En Morelos, Macedonia es vendedora ambulante y viaja hora y media en combi para trasladarse a Cuautla todos los días. Su esposo le dejó como patrimonio familiar antes de morir, una casa de dos cuartos en Amilcingo. Uno de lámina y otro de concreto.
“El cuarto de concreto me lo hizo con el trabajo del campo, me dijo: ‘Vieja qué hacemos con el dinero del sorgo, lo multiplicó Dios. Vieja, ¿compramos ropa y zapatos?’, porque yo quería ropa para mis hijos”, recuerda. “Pero me dice: ‘Siempre hay ropa, siempre hay zapatos, pero una casa no’, entonces hicimos el cuarto de colado”.
Como Macedonia, la mayoría de los papás de los 43 normalistas permanecen en Ayotzinapa todos los días, en espera de noticias.
Van y vienen durante el día a Chilpancingo a realizarse pruebas de ADN para cotejar su información genética con la de los 28 cadáveres que sacaron de las primeras fosas en la colonia La Parota, en la zona de Pueblo Viejo, a los pies del Cerro Gordo en Iguala.
Salen muy temprano y regresan a la escuela cuando cae la tarde para pernoctar, pero Macedonia pasa la mayor parte del tiempo entre los edificios viejos, las aulas vacías y la pobreza de Ayotzinapa, esperando noticias de su hijo desaparecido.