Sandra Lorenzano
11/12/2016 - 12:04 am
Guadalupana, ¿cómo de que no?
“No quieras despreciarme, que, si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste.”
Para Nunzia, por la Madonna di Bonaria,
para Alicia, por la morenita de Canarias,
vírgenes migrantes
La compuesta de flores maravilla
Divina protectora americana
que a ser se pasa Rosa Mexicana
apareciendo Rosa de Castilla.
Sor Juana Inés de la Cruz.
Miro y vuelvo a mirar estas fotografías tomadas por Federico Gama como parte de su proyecto “Mazahua-cholo-eskato-punk”. Miro y vuelvo a mirar estas imágenes fuertes, conmovedoras e inquietantes a la vez, y recuerdo una de las primeras “declaraciones de principios” que en el año 1976, cuando los exiliados argentinos llegamos a México, nos hacían sobre la identidad nacional: “Los mexicanos somos guadalupanos”. Los amigos –todos progres, todos de izquierda- agregaban: “Soy marxista guadalupano” o “Soy ateo guadalupano”, y otras frases por el estilo. Descubrí muy pronto que si quería entender un poco lo que significaba ser mexicano, había que conocer a la Morena del Tepeyac. ¿Hace falta decir que desde hace más de treinta años también yo –atea (a veces a mi pesar, sobre todo cuando leo a poetas como Edmond Jabès o López Velarde), con abuelos católicos y judíos, jacobina devota de la teología de la liberación, crítica del Vaticano pero enamorada de Monseñor Arnulfo Romero y del padre Solalinde, defensora a ultranza del Estado laico-, soy también guadalupana? ¿Cómo no serlo al ver llegar a los más pobres de la tierra a la Basílica cada 12 de diciembre? ¿Cómo no serlo al ver lo altarcitos, siempre con flores aun en los sitios más irreverentes o los más lastimados? Escribió Carlos Monsiváis: “…la patroncita no es sólo la madre de Dios, también es hermosa y a causa de su belleza se expande a lugares nada propicios a la sacralidad como prostíbulos, tabernas, mesones, cuarteles”[1]. ¿Cómo no serlo al ver que también ella es “del color de la tierra”, como lo dijo la comandanta Esther, indígena y zapatista? ¿Cómo no serlo si la primera idea de nación surge de su lema? ¿Cómo no serlo al conocer la fuerza que las escritoras chicanas toman de su imagen?
En Guadalupe-Tonantzin está el origen. En “esa muchacha morena, esa dulce adolescente que contempla desde lo alto a un pueblo que día tras día, desde hace cientos de años, se arremolina a sus pies”, dicho en palabras de Javier Sicilia, conviven el cristianismo y el mundo indígena. Para el poeta, allí “no sólo está toda la raíz de México, sino también una respuesta al colonialismo y al expansionismo económico y cultural que el Renacimiento generó: el otro, el diferente, el distinto a mí, tiene la misma dignidad y debe ser respetado en lo que es”[2]. ¿Será esto lo que perciben los miles y miles de peregrinos? ¿Será esto lo que saben en lo más profundo de sí también los agnósticos y revolucionarios: que no habrá país si no es abrazando al diferente? Y abrazar quiere decir también tener presente no sólo la “hospitalidad” (Levinas dixit) sino también la justicia social. Como lo decía el ya tan extrañado Rodolfo Stavenhagen, el verdadero problema de nuestro país es el despojo que han sufrido las comunidades indígenas por un sistema político, económico y cultural guiado por la rapiña, la ambición, la intolerancia, la prepotencia y la corrupción. No el “mestizaje” como esencia de lo nacional, escribió, sino la diversidad.
Al mirar las imágenes del cura Hidalgo con la bandera de la Guadalupe, o del “chavo banda” con sus tatuajes, podemos intuir que no es resignación necesariamente lo que la virgen pide ante las injusticias.
Recuerdo a San Juan de la Cruz y su Cántico Espiritual: “No quieras despreciarme, que, si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste.”
Cuando Estela Carlotto vino a México hace un par de años nos pidió a la Embajadora Patricia Vaca Narvaja y a mí que la lleváramos a la Basílica. “La primera nieta recuperada por las Abuelas de Plaza de Mayo la encontramos en México. Por eso siempre que vengo, le agradezco a la virgen, y le pido vida y fuerza para continuar”. También la caravana de madres de migrantes centroamericanos desaparecidos en nuestro país tiene como escala obligada una visita al Tepeyac. Allí depositan flores, mantas con los nombres de sus hijos e hijas, y piden, como Estela, energía para seguir buscando y luchando.
Migrantes que llevan y traen las imágenes amadas, en la piel, en la ropa, en las mochilas. Como llevaran aquellos viejos navegantes sardos la imagen de la virgen que le diera nombre a la otra ciudad de mis amores: Buenos Aires (“no nos une el amor, sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”, escribió Borges en uno de los poemas que sé de memoria desde siempre). La Madonna di Bonaria, patrona de Cerdeña, llegó allí después de haber salvado a un barco del naufragio. La historia cuenta que en 1370 una tormenta sorprendió a una nave catalana. Para sobrevivir, los marineros echaron al mar toda la carga, incluida una pesada caja de madera. En el momento en que la caja tocó el agua, cesó la tormenta. Cuando llegó flotando a las costas de Cagliari nadie lograba abrirla; sólo los hermanos del convento mercedario pudieron hacerlo, y allí encontraron una imagen de la virgen. Por esta razón fue adoptada como protectora por los marinos. Casi dos siglos después viajó a América con italianos y españoles en la expedición de Juan de Garay, y fue en su homenaje que la ciudad –en su segunda fundación- recibió el nombre de Ciudad de la Santísima Trinidad en el Puerto de Santa María del Buen Ayre. Cada 24 de abril, tanto en Cagliari como en aquella ciudad mía del sur de todos los sures, se celebra a la virgen marinera.
Cierro con otra historia de vírgenes migrantes que el cariño y el azar acaban de regalarme: dicen que la Madonna de Bonaria es una representación de la virgen de la Candelaria, patrona de las Canarias, que se apareciera a los guanches, ese pueblo originario del que tan orgullosos se sienten los amigos de las islas, y que es conocida allí popularmente como “La morenita”. Otra adolescente de mirada dulce y piel del color de la tierra.
“…soy la voz de los que hicieron callar sin razón / por el solo hecho de pensar distinto, ay Dios / Santa María de los Buenos Aires / si todo estuviera mejor”, dicen los Fabulosos Cadillacs. Y aquellos a los que siguen haciendo callar podrían cantar con ellos en aymara y en guaraní, en quechua y en tzotzil, en sardo y en náhuatl, en zapoteca y en guanche. ¿Será por esta vocación de andar por los márgenes escuchando y aprendiendo que me siento guadalupana? Guadalupana, sí señor, ¿cómo de que no?
[1] Carlos Monsiváis en “La Virgen de Guadalupe y la formación del canon popular” http://www.bdigital.unal.edu.co/1273/4/03CAPI02.pdf
[2] Javier Sicilia, “Un evangelio indio” http://www.jornada.unam.mx/2002/08/25/sem-sicilia.html
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