Sandra Lorenzano
10/06/2018 - 12:00 am
Niñas y niños perdidos
No soy capaz de sostener estas miradas. Me interpelan, y yo no tengo respuestas ante su dolor. ¿Qué clase de mundo hemos creado? ¿Qué clase de especie somos que dejamos que se pierdan nuestros niños en guerras y hambrunas, en odios y violencias?
Casi todos hemos oído hablar de “los niños perdidos”, los habitantes del País de Nunca Jamás, amigos de Peter Pan. Pero pocos hemos oído la historia de otros niños perdidos: los 1500 migrantes que llegaron a Estados Unidos entre octubre de 2017 y abril de 2018 y que están desaparecidos. ¡1500 niños que no se sabe dónde están! La noticia publicada esta semana en los periódicos es escalofriante. “Los informes sobre niños migrantes desaparecidos son extremadamente alarmantes e instamos a las autoridades a actuar con rapidez para garantizar que estén seguros y bien cuidados”, dijo Caryl Stern, presidenta y directora ejecutiva de Unicef Estados Unidos.
La estrategia del Gobierno de Trump es de una crueldad absoluta: separan a los niños de sus familias y los dan a tutores u otras personas “responsables”. Sin embargo, el Departamento de Salud y Servicios Humanos debió reconocer en días pasados que había perdido el rastro de casi 1500 en los últimos seis meses. “Si la gente no desea ser separada de sus hijos, no debería traerlos con ellos”, dijo el Procurador general de Estados Unidos, Jeff Sessions. De acuerdo con sus criterios los migrantes que llegan con niños lo hacen para conseguir más fácilmente permiso para permanecer en Estados Unidos. La amenaza de separación sería, entonces, un modo de disuadirlos.
La poeta Warsan Shire, nacida en Kenia de padres somalíes refugiados, escribió “Hogar”, un homenaje a los migrantes del mundo, del cual cito unos pocos versos:
[…] Nadie deja su casa
a menos que la casa te escupa
fuego bajo tus pies
sangre caliente en tu vientre […]
Tienes que entender
que nadie pone sus hijos en una lancha
a menos que el agua sea más segura que la tierra” [1].
Algo similar podría decirse de nuestras fronteras: nadie lleva a su hijo a la frontera –ni a la de Estados Unidos, ni a la de México si eres centroamericano- a menos que el “otro lado” sea más seguro que el propio.
Poco entiende de todo esto el pequeño de 18 meses que fue separado de Miriam al llegar a Texas. Lo único que su madre ha sabido de él es que llora todos los días. Nadie le dice cuándo podrá volver a verlo. Los niños separados de sus familias son llevados a albergues donde pueden pasar largos meses hasta que las autoridades corroboren el vínculo familiar, o localicen a algún pariente dentro de la Unión Americana. Si esto no sucede son entregados a tutores en hogares temporales. En muchos de estos sitios resultan explotados tanto sexual como laboralmente. “La mejor manera de proteger a los menores que han cruzado las fronteras o
migrado debido a la pobreza, la violencia y circunstancias fuera de su control, es mantenerlos con sus padres y familias”, defendió la Unicef.
¿Hace falta decir que los niños que quedan solos corren enormes riesgos, empezando por el de ser presa fácil para el crimen organizado?
La política de separar a los niños al cruzar la frontera norte de México es complementaria a la de las deportaciones de menores que está haciendo el Gobierno de Trump. De enero a abril de este año, Estados Unidos ha regresado a 4 mil menores mexicanos [2]. Esos son los resultados de la “tolerancia cero” que tanto presumen. Se trata del único país en el mundo en no haber ratificado la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos de los niños. En nuestro país tampoco están mejor las cosas: casi 10 mil menores migrantes centroamericanos han sido repatriados en los primeros cuatro meses de 2018; del total, cerca de 4 mil viajaban sin compañía de adultos. Los regresan al horror, al miedo, a las amenazas, a la miseria de una de las zonas más peligrosas del mundo, según Amnistía Internacional: el triángulo del norte centroamericano formado por Guatemala, Honduras y El Salvador.
Según datos de Unicef, en el mundo unos 50 millones de niños viven actualmente lejos de su lugar de origen, obligados a escapar de la violencia o a emigrar en busca de oportunidades.
Muchos de ellos nos miran desde las páginas del libro “Crianças” (Niños) de Sebastião Salgado [3]. . Noventa niñas y niños que frente a la cámara parecen contar sus historias con los ojos; transmiten “con fuerza la tristeza y el sufrimiento que han vivido a lo largo de su corta vida”, escribe el fotógrafo brasileño. De Afganistán, de Croacia, de Mozambique, de Sudán, de Ecuador, de India, de Brasil, de Hong Kong. Algunos han nacido en la cárcel y nunca han salido, otros han crecido en campos de refugiados, o han deambulado por campos y ciudades, sin techo, sin escuela, muchas veces sin comida. ¿Cómo se le explica a un niño
que nunca volverá a su hogar, que no verá más a sus amigos ni a su familia, que su tierra ya no es su tierra, que su casa no es su casa? Cerca del horror, lejos de los juegos y las risas de Nunca Jamás.
No soy capaz de sostener estas miradas. Me interpelan, y yo no tengo respuestas ante su dolor. ¿Qué clase de mundo hemos creado? ¿Qué clase de especie somos que dejamos que se pierdan nuestros niños en guerras y hambrunas, en odios y violencias?
Somos las madres y los padres de los niños perdidos.
Que no se nos olvide.
[3]. Sebastião Salgado, Crianças. Niños. Bambini, Concepto y diseño Lélia Wanick Salgado, Taschen, Colonia, Alemania, 2016.
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