EL FEUDO DEL CÁRTEL DEL GOLFO

07/10/2011 - 12:00 am

En el reino del Cártel del Golfo (CdeG) todo pasa por sus manos: piratería, alcohol, negocios, policías, Ejército, gobierno municipal, aduanas, prostitución, pornografía, migrantes, venta clandestina de gasolina y por supuesto el trasiego de droga a Estados Unidos en una de las plazas más importantes del país.

“La maña” como se le conoce aquí al cártel fundado por Juan Nepomuceno Guerra y dirigido después por Osiel Cárdenas Guillén, encarcelado en Florida, y controlado ahora por Jorge Eduardo Costilla Sánchez, el Coss, no solo es un sistema económico que controla la entidad, es una forma de vida, una expresión del tejido social.

Usar sombrero texano, llevar el cabello muy corto, conducir camionetas último modelo, tener residencias ostentosas y limusinas Hummers, vestirse con ropa de marca, estar rodeados de mujeres guapas, es la parafernalia del narco en su máxima expresión, una realidad cotidiana para los tamaulipecos.

Los convoyes de camionetas del CdeG controlan esta ciudad y los ejidos de Canasta, Longoreño, El Refugio, La Bartolina, Huizachal y la custodiada por militares, Playa Bagdad. Su última alianza con la Familia Michoacana y el cártel de Sinaloa se llama Cárteles Unidos. Su poder en el estado es absoluto, y su forma de comunicación son las narcomantas. Hace unos días pidieron por este método a Felipe Calderón unir fuerzas para erradicar a los Zetas “por el bienestar y futuro de las familias de México”.

“Son los dueños de todo. Cobran piso a los negocios. Se apoderan de ranchos, empresas, casas, vehículos... Ellos mandan, tienen comprados a las policías municipales, estatales y federales.

Cuentan con sus propios cuerpos de policía. Usan uniformes y patrullas clonadas. Hacen retenes donde quieren. Extorsionan, matan, secuestran... es la forma de vida aquí. Este es su feudo. Y no hay Estado”, dice un hombre relacionado con la seguridad que ha vivido en la ciudad en la última década y prefiere mantener el anonimato.

El CdeG tiene presencia en más de 15 estados y también en Estados Unidos, según la Procuraduría General de la República (pgr). El fbi, considera “sumamente peligroso” al Coss y ofrece una recompensa de 5 millones de dólares, y la pgr 30 millones de pesos por información que ayude a su captura.

Zetas y CdeG se odian a muerte. Ambos se han inventado sobrenombres. La guerra entre “los de la última letra” (Zetas) que controlan, entre otros puntos, la llamada frontera chica (Ciudad Mier, Miguel Alemán y Camargo) y “las golfas” (CdeG), que dominan la mayor parte de los 43 municipios de Tamaulipas, ha generado un reguero de sangre de civiles y particularmente de migrantes mexicanos y centroamericanos.

El secuestro de migrantes se ha convertido en un boyante negocio para ambos cárteles. Luego del descubrimiento de las narcofosas de San Fernando, la Policía Federal liberó en los últimos 15 días a 135 migrantes secuestrados en Reynosa, la mitad centroamericanos, que estaban cautivos en casas de seguridad en espera de que sus familiares enviaran el dinero del rescate exigido por sus captores.

 

Vuelta a casa

Matamoros es una ciudad de paso a Estados Unidos y de retorno. Los migrantes deportados son igualmente blanco de secuestros, extorsiones y asesinatos. Son las ocho de la noche y han empezado a llegar decenas de expulsados de Estados Unidos. Diariamente el grupo Beta del Instituto Nacional de Migración deja por las noches en la Central de Autobuses a alrededor de 300 migrantes, la mayoría hombres.

Al mes son deportados entre 6 mil y 9 mil migrantes. Antes, muchos de ellos se quedaban a vivir en Matamoros para tener la oportunidad de volver a pasar al otro lado del río Bravo, pero desde la guerra entre Zetas y el cártel del Golfo por la plaza saben que se han convertido en botín, en carne de cañón. La mayoría decide irse inmediatamente a sus lugares de origen.

Entran descalzos, con los tenis en la mano y una bolsa de plástico que contiene sus escasas pertenencias. Llegan expulsados a un país que también los expulsó por el hambre y la falta de oportunidades. Todos han estado presos unos meses en distintas cárceles de la Unión Americana. Su delito: ser indocumentados.

Entran con la mirada perdida y un sentimiento de desarraigo difícil de ocultar. Este país ya no es el suyo, tampoco el otro. El desexilio es más difícil que el destierro. Dejaron familia, trabajo, una vida hecha. México es el pasado, un pasado que les duele y les resulta entrañable, pero que se niegan a ver como presente. Quieren volver. Se sienten maltratados, agredidos, sometidos a unas normas inhumanas por parte del sistema migratorio estadunidense.

“Es una injusticia”, dice aún desorientado Miguel Colín Esquivel de 39 años, originario de Michoacán. Se siente desmoralizado, el país se le echa encima. Le brillan los ojos. Se le corta la voz. Cuenta que llevaba 20 años viviendo allá, que lo detuvieron en Las Vegas, que se fue cuando tenía 17 años; que se casó y tiene tres hijos y un nieto; que se divorció y estaba a punto de casarse nuevamente el 3 de junio y tenía todos los preparativos para la boda y la fiesta.

Llora en silencio: “Mi exmujer me denunció por violencia familiar. Es mentira, la denuncia tenía más de dos años. He vivido la mitad de mi vida allá. Es dura la situación, pero ni modo, aquí estamos. Es nuestro país y qué le vamos hacer. Con todo el dolor de mi corazón he vuelto”, comenta sin poder disimular el brillo en sus pupilas por la emoción.

No puede evitarlo, se limpia las lágrimas con el puño. Se siente desconcertado: “Mi familia, mis hijos, mi nieto. Mi vida está allá. De nada vale. Son muchos sueños caídos. Me truncaron mi vida emocional, moral y económicamente”. Intenta reponerse. Afortunadamente tiene una tarjeta de crédito y dice que comprará un boleto de autobús para ir a Monterrey, donde viven sus hermanos. Está decidido a pasar otra vez a Estados Unidos pagándole a un pollero:

“Voy a volver. Tengo una panadería. Y tengo crianza, compra y venta de caballos. Yo contribuí a la economía de Estados Unidos. Y así me pagan. Las leyes allá son muy injustas. La policía arresta a cualquiera en la calle. Ahora te mandan a la cárcel”.

Repite que las autoridades migratorias de Estados Unidos violaron sus derechos: “Tenía derecho a fianza, abogado y juez. Me agarraron y me pidieron que firmara un documento sin leer. Querían que renunciara a mis derechos, que firmara mi deportación. Yo les dije: “Tengo derecho a un abogado. Estoy arreglando mi situación por la ley 245-I que se tarda de ocho a trece años”. Y no firmé. Me quedé callado, porque allá todo lo que digas puede ser utilizado en tu contra. Luego me dejaron tres meses en la cárcel. Y aquí estoy... en mi país, pero mi vida está allá”, comenta sin poder contener nuevamente el llanto.

La fila para la compra de boletos empieza a crecer. Nadie se consuela entre ellos. Jaime Rodríguez, de Morelia, coloca las agujetas a sus tenis para calzarse: “Los derechos siempre los violan”, dice de entrada. “Nos pisotean, nos tratan como viles delincuentes. Me revolvieron entre los peores presos. Me sacaron esposado de pies y manos. La comida que dan es una miseria. Todos los días lo mismo”.

Cuenta que durante cuatro años vivió en Tampa, Florida, y nunca tuvo problemas, pero un día chocó y eso fue suficiente para la deportación. En ese momento le entra una llamada al celular. Es su novia Olga, preocupada por él: “Ya estoy en Matamoros. Los gringos me robaron la troca”, le dice atropellando las palabras para contarle los últimos acontecimientos. Tiene el cabello rubio y los ojos verdes. No quiere quedarse en esta ciudad insegura, escenario de los peores delitos cometidos contra migrantes. Quiere comprar un boleto a Morelia que le cuesta 750 pesos y sale a las 10:30 de la noche. Allá le espera su madre: “Unos amigos ya me acabalaron para el boleto. Pero me quiero regresar, ni crean que me voy a quedar en México. Me dieron diez años de castigo. No me importa”, dice sonriendo al colgar la llamada.

Adrián Cruz tiene 32 años. Sonríe tímidamente y deja entrever los dientes negros carcomidos por las caries. Tiene la mirada extraviada. Habla de manera mecánica: es originario de la Ciudad de México y desde hace seis años vivía en Utha. Se dedicaba a instalar televisión por cable. Le pagaban seis dólares la hora: “Dejé dos niños; de seis y cuatro años. Estoy casado con una americana. Pienso regresar en unos años; bueno, cuando cumpla los diez años de castigo. ¿La cárcel? Es malísima, dan muy poca comida, la mera verdad se muere uno de hambre. Estuve un mes allí y no quiero volver a pasar por eso. Me di cuenta de que quiero quedarme en México, pero no en Matamoros. Aquí te matan”.

 

De paso

Son tantas las historias y casi todas se parecen. A Gerardo Hernández de 28 años lo castigaron “de por vida”. No le importa. Pasará otra vez. Nada lo detendrá. Por lo pronto quiere volver a Veracruz: “Nos dieron un cheque del Estado para cambiarlo al llegar, pero Elektra nos quitó el 25 por ciento. Se quedaron con 30 o 40 dólares. Nos robaron”. Vivía desde hace siete años en Salt Lake City. Estuvo preso dos meses: “Me detuvieron porque me metí a una casa. ¿Para robar? No, quería matar a mi novia, la hija de la chingada ya me traía caliente. Nos habíamos dejado y seguía chingando. Sabía que vivía con otra. Rompí la puerta, me metí pa’ dentro y estaba con un bato. Traía la pistola. Se la iba a vaciar toda, pero se metió su hijo. Cuando me junte con ella recogí a su niño chiquitito y se me metió en medio para que no la matara. Y no la maté, pero vino la policía por mí. Estaba enojado, ni modo. ¿Arrepentirme? No, no me arrepiento. Lo hecho, hecho está”.

Dice que tiene cuatro hijos con tres mujeres. Tienen 10, 5 y dos de 4 años; uno en Veracruz: “Voy a estar hasta el 10 de mayo, día de las madres, para festejar a mi jefa y luego me regreso pa’trás”. Cuenta que “el business” le permitía vivir muy bien. Una libra de coca le costaba 16 mil dólares, pero vendía la onza a 2,800 obteniendo una ganancia neta de 28,800 dólares: “Allá entrarle al business es fácil y no te matan como aquí. En Veracruz está cabrón con los Zetas. Ahorita está muy feo, andan volando cabezas. Mejor me vuelvo”.

Son pocos los deportados que deciden ir a la Casa del Migrante, dirigida por el sacerdote Francisco Gallardo López, defensor de los migrantes. El miedo ha provocado una baja considerable de huéspedes. María Teresa Delgadillo los atiende: “Todos quieren volver. Juntan dinero para pagarle al pollero. A los que se quedan en México el padre les ayuda con el pasaje. Las mujeres les hablan a sus familiares y consiguen dinero luego luego para volver. Uno de mujer nunca se olvida de nadie ni de los hijos ni de los hermanos ni de los padres. Ellos batallan porque se olvidan de sus hijos, de sus esposas, de todos. Se agarran una gringa y ya. Luego pasan 20 años y no tienen ni a quién llamarle”.

 

Los desplazados

Dicen que son 250 mil desde que inició la guerra contra el narco. Son los refugiados, los desplazados. El olor es inconfundible: gente hacinada. Están sentados. Esperando. Esperan algo, no saben qué. Esperan todo el día. Llevan tres semanas esperando. Están en silencio. No hablan, esperan. Son más de 300. Son los primeros refugiados. Los primeros desplazados de la guerra.

Vienen huyendo de Ciudad Mier, Tamaulipas, un pequeño pueblo que en su momento fue denominado “pueblo mágico” y que ahora el cártel del Golfo y los Zetas han vaciado a punta de metralleta. El Ejército y el gobierno dice que todo está controlado, que el Estado intervino a tiempo. Dicen que es mejor que los periodistas no se acerquen por cuestiones de seguridad. Solo los informadores en un convoy militar pueden entrar al pueblo.

La carretera 54 luce desierta. Conozco muy bien el corredor Marín-Doctor González-Cerralvo y me duele ver cómo poco a poco los lugares se van convirtiendo en pueblos fantasmas. Primero fueron los pasaporteados (residentes mexicanos en Estados Unidos) quienes dejaron de venir. Luego la población de fin de semana y ahora son los habitantes los que huyen de sus viviendas forzados por la violencia.

Esta mañana de noviembre luce el sol y hay 21 grados. Un día espléndido para ir a Ciudad Mier y ver realmente si la propaganda oficial del gobierno de Felipe Calderón tiene algo de verdad.

Durante el camino rumbo a Ciudad Mier no apareció ni un solo militar o policía federal, estatal o local. La garita aduanal está abandonada. El edificio tienen impactos de bala. El resto del camino está semidesierto. Casi no hay coches ni tráileres transportando mercancías, o autobuses con pasajeros cuyo destino son ahora los pueblos fantasmas ubicados entre Nuevo León y Tamaulipas.

Al entrar a Ciudad Mier me da un vuelco el corazón. Esta vacía. Veo una camioneta pickup cargada con muebles. Sale del pueblo. La comandancia fue incendiada. Las casas del alrededor de la plaza presentan impactos de bala de grueso calibre. No hay policía, ni autoridad alguna. El alcalde se fue a Roma, Texas. La plaza está sola. El jardinero decidió quedarse. Se llama Alejandro Salinas Vela. Habla despacio, sereno: “Tengo miedo, aunque ya casi no me asusto de nada. Aquí vinieron y aventaron en esta plaza a cinco decapitados, sin brazos ni piernas. Yo los vi. ¿A estas alturas qué más me puede asustar?”

La violencia en Ciudad Mier no empezó ayer. Fue desde febrero que las balaceras no cesaron: “Empezaban en la noche y se acababan en la mañana. Dormíamos debajo de la cama. De los cantos del cenzontle pasamos al ruido de las balas”, dice Blanca Garza, vecina del pueblo que decidió quedarse.

La mayoría se fue. De las balaceras cotidianas pasaron a un estado de guerra donde solo había dos bandos: el poderoso cártel del Golfo y su escisión, ahora acérrimo enemigo, los Zetas. Ambos se disputan aún el territorio. Ambos son ahora los amos y señores del pueblo. Sus convoyes de camionetas son los únicos que patrullan la zona. Han impuesto su propia ley, mientras el Estado claudica en sus deberes de otorgar protección a los civiles.

Por la carretera, don Eusebio advierte: “Tenga cuidado acaba de pasar un convoy. No del Ejército ni de los Zetas, de los otros, del cártel del Golfo”. Efectivamente, por el camino de terracería el convoy viene de regreso: ocho camionetas pickup y dos todoterreno a gran velocidad. Tengo que orillarme para darles paso. Los veo. Las piernas me tiemblan. Las manos me sudan. La adrenalina súbitamente aparece. Los tripulantes, con ropa camuflada, apenas voltean y el séquito desaparece entre el polvo.

Ellos, los desplazados, los refugiados de Calderón tuvieron que irse. Se fueron forzados por las circunstancia. Dejaron su patrimonio con mucho dolor. Y no saben cuándo van a volver. Por eso esperan en Miguel Alemán, el siguiente pueblo a 15 kilómetros, frontera con Roma, Texas. Están en el Club de Leones. Allí viven hacinados, esperando a que alguien les diga que por fin pueden regresar a sus casas. La vida en el albergue no es agradable. Solo hay dos baños para 300 personas. Las improvisadas camas tampoco son cómodas para nadie. Además, empieza a hacer frío y las colchas escasean.

Casi nadie quiere hablar. Tienen miedo. Mucho miedo de expresar sus opiniones. Los últimos meses han vivido aterrorizados. Han visto auténticas carnicerías. “Hemos presenciado muchas matanzas en el pueblo. Ya no se puede vivir allí. Nos vamos a venir a radicar aquí; mientras no nos manden seguridad de planta no vamos a volver. Jamás habíamos visto tanta violencia. Empezó en febrero. Las balaceras eran desde el anochecer hasta el amanecer. Ya se adueñaron del pueblo. Se quedaron con todo. Nos destruyeron completamente. Trabajar toda la vida para que a tu familia no le faltara nada. Y al final estamos sin casa. Sin nada. Nos preguntamos: ¿por qué nuestro pueblo?”, dice Juanita mientras prepara las mesas y las sillas para la hora de comer.

Todos se organizan de manera espontánea. Colocan rápidamente el mobiliario de plástico color blanco para la hora de la comida. Al fin y al cabo, como dice Jesús Barranco Molina, encargado de abastecer los insumos del lugar, esto es un “campo de refugiados”. “Ni más ni menos. Estos son los desplazados. Ya no sólo se ha concentrado la gente de Ciudad Mier, sino también la de Peñitas, Guatepo, Canaleño, Las Auras, Malahuecos, El Troncón, San Carlitos, La Morita y de muchos pueblos más. Sigue llegando gente que está huyendo y aquí son bien recibidos. Pero falta hablar de otros: los muertos, los levantados, los desaparecidos, de esos nadie habla”.

Y tampoco de los refugiados. En la propaganda oficial del gobierno de Felipe Calderón la palabra no existe. En la realidad, sin embargo, son de carne y hueso.

Sanjuana Martínez
Es periodista especializada en cobertura de crimen organizado.
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