Adrián López Ortiz
03/11/2016 - 12:00 am
Raúl Cervantes no debe ser Fiscal
La implementación del Sistema Nacional Anticorrupción es el reto institucional más importante que tiene México ahora. De su éxito o fracaso depende que abandonemos la condena de ser uno de los países más corruptos y desprestigiados del mundo. Mientras no reduzcamos significativamente la corrupción y la impunidad, no ocuparemos mejores lugares en competitividad, impartición de […]
La implementación del Sistema Nacional Anticorrupción es el reto institucional más importante que tiene México ahora.
De su éxito o fracaso depende que abandonemos la condena de ser uno de los países más corruptos y desprestigiados del mundo.
Mientras no reduzcamos significativamente la corrupción y la impunidad, no ocuparemos mejores lugares en competitividad, impartición de justicia o calidad educativa.
El reciente informe "Anatomía de la corrupción", presentado por la Dra. María Amparo Casar con la organización ciudadana Mexicanos Contra la Corrupción, es contundente al señalar el rezago mexicano en materia de estado de derecho. No hay un solo índice en el que no salgamos por la calle de amargura.
En México la corrupción es el sistema y la impunidad es la regla. La corrupción es el sello del sector público, pero también carcome e involucra al sector privado y a los ciudadanos. La impunidad alimenta el círculo vicioso: como corrompo y no pasa nada, entonces repito. Ese es el camino del éxito.
Esa interacción genera una élite político-empresarial que no es producto de la cultura del esfuerzo: innovación, trabajo y ahorro, sino del influyentismo, el compadrazgo, el desvío de recursos y el enriquecimiento ilícito.
En ese contexto, es para reír que el Presidente Nacional del PRI, Enrique Ochoa, diga que en su partido no caben los corruptos. ¿En serio? ¿Se nos volvió inmaculado el tricolor sólo porque abandonaron a Javier Duarte a su suerte?
Lo mismo aplica para el PAN de Ricardo Anaya, quien promueve su imagen con los spots de su partido al tiempo que fustiga al régimen priísta. Y sí, mientras Ochoa y Anaya, PRI y PAN, discuten cuál de los dos partidos es menos corrupto, Duarte y Padrés siguen prófugos con dinero del erario.
Por eso resulta tan grave que el Presidente Peña Nieto nombre a Raúl Cervantes al frente de la PGR y éste de inmediato anuncie su aspiración de convertirse en el futuro Fiscal General de la nación. Es grave porque la trayectoria de Cervantes pone en duda su independencia frente al Ejecutivo. Cervantes fue el abogado del PRI en el caso Monex.
Como ya han señalado diversas voces y organizaciones desde la sociedad civil, el nombramiento de Cervantes y la posibilidad, aunque sea remota, de que encabece la nueva Fiscalía General por nueve años, va en detrimento de la credibilidad institucional de un ente que deberá distinguirse precisamente por la confianza ciudadana.
La situación debe servir para alertar a los liderazgos ciudadanos que han participado en el proceso de gestación del Sistema Nacional Anticorrupción. La sociedad civil no puede ser ingenua frente a los mensajes de operación política de Enrique Peña Nieto y su grupo en el poder. El nombramiento de Raúl Cervantes no es un error de cálculo, sino un movimiento táctico preciso.
El Presidente ha mandado una señal inequívoca: quiere en la Fiscalía a otro más de sus amigotes. Lo mismo que con Virgilio Andrade: un incondicional útil para lavarse la cara y simular justicia frente a los atropellos pasados… y los que vengan.
No creo que deba dinamitarse el diálogo ni retroceder lo bien andado. Pero tampoco se puede confiar a priori en el éxito del proceso actual de interacción entre la partidocracia y la sociedad civil. Especialmente en lo que toca a la vena más sensible de nuestra clase política: la creación e implementación de un sistema para combatir sus privilegios.
Si Raúl Cervantes es tan capaz como se dice, debemos exigirle dos objetivos concretos: primero, reconstruir la capacidad operativa de la Procuraduría. Sobre todo tras el penoso antecedente de Ayotzinapa. Y, segundo, preparar el terreno para la transformación hacia la Fiscalía General. Su rol deberá ser transitorio y no permanente. De no tenerlo claro él y su jefe, la Fiscalía nacería con la misma credibilidad que el régimen actual. O sea, nada.
Por eso, con Raúl Cervantes no podemos jugar al “beneficio de la duda”. Así venimos diciendo con Veracruz, Chihuahua o Quintana Roo. Así venimos diciendo con la Casa Blanca o Ayotzinapa. Y henos aquí, con una severa crisis de derechos humanos.
Es verdad que la construcción institucional de un estado de derecho sólido requiere tiempo. Pero también se necesita constancia, práctica. Y eso implica aprovechar las coyunturas para volverlas precedentes de legalidad y justicia.
No, detener y juzgar a Javier Duarte o Guillermo Padrés no solucionará toda la corrupción de este país. Pero el mensaje será claro, hay consecuencias.
Raúl Cervantes no debe ser el Fiscal General de México. Porque en dos o tres años que haya que juzgar a un funcionario del gobierno actual, volveremos a ver la película de siempre y con el mismo desenlace: no pasa nada.
No es prejuicio, se llama historia. Aprendamos.
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