Su novela de aventuras, Un gato en el Caribe, resultó ser la ganadora del Premio Lipp Brasserie 2016. Transcurre como en una historia negra en un contexto histórico típico y en ella habitan personajes con los nombres de Héctor Oesterheld y de Rodolfo Walsh. Ahora elige sus libros preferidos.
Ciudad de México, 2 de abril (SinEmbargo).- Fue un duelo de titanes, en el que quedaron fuera otros autores de aventura, ciencia ficción, historia, poesía y género “negro”. Aunque sea de pasada, me gustaría mencionar a Emilio Salgari, Rudyard Kipling, Stephen Crane, Joseph Conrad, William Faulkner, André Malraux, Jim Thompson, Horace MacCoy, James M. Cain, David Goodis y Ed McBain…
El conde de Montecristo, Alejandro Dumas (padre)
Aventura, intriga y, lo mejor de todo, una venganza largamente esperada. También arrepentimiento y perdón, pero eso no me termina de convencer hasta el día de hoy. Al revés de lo que generalmente sucede con la literatura y el cine, primero vi la película y después leí el libro. Cuando tenía ocho o nueve años, mi papá me llevó a ver un filme argentino en blanco y negro, basado en la novela, protagonizado por un galán español llamado Jorge Mistral –que falleció en México– y Elina Colomer, una atractiva rubia que luego de 1955 fue ninguneada por su simpatía con el peronismo. Lo leí a los 15 años y lo releí a los 20, durante mi servicio militar en la Patagonia. Cada cierto tiempo, vuelvo a sus páginas como si fuera una Biblia. Hasta el día de hoy, Edmundo Dantés es mi referencia, junto con una frase de un viejo y discutido general argentino: “Al amigo, todo. Al enemigo, ni justicia”.
Martin Eden, Jack London
Mis dos primeras lecturas de niño, en cuarto o quinto año de primaria, fueron Colmillo blanco y El llamado de la selva. Después, en el transcurso de los años, leí y releí casi todas las novelas y cuentos de London, como hice compulsiva y casi temáticamente, con todos los libros de autores que iba descubriendo. Elijo Martin Eden porque, a pesar de que es un relato de mi primera juventud y hoy no me emociona de la misma manera, en su momento me impactó por “maduro” y “trágico”, sin dudas autobiográfico y sin “final feliz”.
Cantos, Ezra Pound
Supe quién era Pound a los 18 años, a través de los relatos de París era una fiesta, de Hemingway. Antes de leer los Cantos –que leí mucho tiempo después– me interesé por su trágica vida, busqué biografías y artículos, quise comprender al “ser y su circunstancia”. Leo poesía para desintoxicarme de la lectura de los diarios y los noticieros de televisión, intentando mejorar “golpe a golpe y verso a verso” mi rudimentaria prosa. Y aunque no soy una autoridad en el tema, creo que Pound es uno de los grandes poetas del siglo XX. Con él dejé de lado los prejuicios ideológicos, como los dejé con Louis-Ferdinand Céline, José Vasconcelos, Drieu La Rochelle, Gabriele D’annunzio, Curzio Malaparte, Jean Larteguy y Yukio Mishima. Si tuviera esa tacañez de criterio, propio de los faraones de la cultura oficial en casi todos los países latinoamericanos, tampoco hubiera leído a Vargas Llosa o a Borges, ese paisano inevitable.
Canto a mí mismo, Walt Whitman
Me lo recomendó en 1969 un amigo de infancia, de la “clase alta” de Buenos Aires, con el que compartimos la afición por las historietas de Héctor G. Oesterheld y las novelas policiacas. Mi amigo tenía novias, andaba en moto, practicaba equitación y tiro al blanco, era karateca y jugador de rugby. Cuando se descubrió que era gay, se armó un escándalo en la provinciana high society porteña. Se fue de Argentina y creo que nunca volvió. En Marsella ingresó a la Legión Extranjera, le vieron aptitudes, lo enviaron a entrenamiento de elite a la Guayana Francesa y desertó. Me cuentan que hoy es dueño de un pintoresco restorán en el puerto venezolano de Maracaibo, está casado y es padre de mellizas. Gracias a él, tengo tres ediciones distintas de Canto a mí mismo, una de ellas traducida por Jorge Luis Borges y otra por León Felipe. A veces, las circunstancias y personajes colaterales a un libro son tan interesantes –o más– que el libro mismo.
Por quién doblan las campanas, Ernest Hemingway
Igual que con El conde de Montecristo, vi primero la película –con Ingrid Bergman y Gary Cooper– y después leí la novela varias veces, además de casi todos los libros y biografías de Hemingway. Entonces tenía 14 años y me llevaron verla mi abuela Elena, que era viuda, y su novio de toda la vida, Antonio, que fue como mi abuelo. Antonio era un dandy porteño, un caballero de arrabal –más aficionado al tango, el póker, las carreras de caballos, el whisky importado y los buenos trajes, que a la lectura– pero cuando se lo pedí me regaló Por quién doblan las campanas. La novela tuvo un efecto secundario notable: hizo que me interesara por la Guerra Civil Española, buscara otros autores y que hasta hoy continúe leyendo libros de historia relacionados con ese conflicto.
Cosecha roja, Dashiel Hammett
En unas vacaciones de verano, a los 16 años descubrí y devoré cinco novelitas del duro y cínico detective privado Mike Hammer, creado por Mickey Spillane, un autor tan derechista, anticomunista, misógino y machista como su personaje. A esa edad me atrajo la combinación de violencia sádica y sexo algo perverso. En los años siguientes, leí media docena más de esos relatos. Hasta que en otras vacaciones entré a una librería en busca de nuevos títulos de la dupla Hammer-Spillane y el viejo vendedor me dijo que no tenía “nada de eso”. A cambio, me ofreció Cosecha roja, como quien ofrece un incunable texto esotérico a un novato aprendiz de ciencias ocultas. Fue una auténtica revelación y a partir de ahí Spillane pasó al baúl de los objetos olvidables. No hay nada más que pueda decir sobre Hammett que no se haya dicho ya, salvo que a los veinte años vi la luz al final del túnel y esa luz hoy sigue brillando con la misma intensidad que en aquel verano luminoso.
El largo adiós, Raymond Chandler
Es el mismo caso que Hammett. Un descubrimiento de 1969 o 1970 en la colección Serie Negra, que dirigía Ricardo Piglia. A partir de ahí, todo Chandler de ida y vuelta hasta hoy.
Kaputt, Curzio Malaparte
Por obligación, cuando estudiaba sociología tuve que leer Técnicas del golpe de Estado, de un autor que desconocía, a pesar de que algunos de sus libros estaban en la biblioteca de mi casa paterna. Cuando me enteré que, además de ensayista, el tipo había sido periodista, viajero, corresponsal de guerra y novelista, hice un clavado en el estante correspondiente y me zambullí en Kaputt, un desgarrador relato sobre el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial. Y como una cosa lleva a la otro, terminé tan interesado en el hombre como en su obra. Malaparte, de cuna aristocrática, fue oficial del ejército francés en la Primera Guerra y diplomático, simpatizante primero y después crítico del fascismo, varias veces preso político y exiliado, y finalmente giró a la izquierda impresionado por la China de Mao, además de incursionar en la poesía y el cine.
La Tierra permanece, George R. Stewart
Es la única obra de ciencia ficción de este escritor, se publicó en 1949 y bastó para consagrarlo como autor del género. Con un título tomado del Eclesiastés (“Los hombres van y vienen, pero la Tierra siempre permanece”), es una novela de post apocalíptica y ecológica, en la que no hay grandes aventuras, ni invasores extraterrestres, ni zombis, ni opresivos sistemas políticos al estilo de 1984, Un mundo feliz o Fahrenheit 451. Lo descubrí en 1970 a través del programa radial El show del minuto (que duraba cuatro horas), donde el conductor Hugo Guerrero Marthineitz, alias “El peruano parlanchín”, leía capítulos enteros. Después de devorarlo –son más de 300 páginas– ubiqué a Stewart a la misma altura que Ray Bradbury.
Operación masacre, Rodolfo Walsh
En mi preferencia, este título se batió a duelo con ¿Quién mató a Rosendo?, del mismo Walsh, ya que los dos libros –con las reconstrucciones periodísticas de dos hechos reales, narradas con un lenguaje tenso, seco y eficaz– están al mismo nivel. Esas lecturas, más algunas otras circunstancias de la época, me impulsaron a ser periodista.
¿Quién es Roberto Bardini? Buenos Aires, Argentina, 1948), periodista, escritor y docente. Tiene formación en Sociología, Filosofía y Letras e Historia, aunque no se graduó en estas especialidades. Estudió en la Escuela Superior de Periodismo (actual Facultad de Periodismo y Ciencias de la Comunicación) de la Universidad Nacional de La Plata, pero no se tituló. Ha trabajado en diarios, revistas, agencias de noticias y radio. Residió en México de 1976 a 2008, con estadías como corresponsal en San José de Costa Rica, Belice, Tegucigalpa, Managua, Río de Janeiro, Tijuana y San Diego (California).