Óscar de la Borbolla
Siempre nos ubicamos en algún punto de unas coordenadas que nos sitúan entre dos extremos muy sencillos: lo mucho y lo poco.
Siendo tanto lo perdido me asalta la duda de si habré elegido bien. Si aquello con lo que he llenado mi vida fue —como creí en su momento— lo mejor.
Cuando pensamos en la paz nos imaginamos unas estampas como estas y fuera del contexto histórico real, pues en el mundo de veras el cervatillo es atacado por un lagarto que lo arrastra al fondo del lago y entre nosotros, incluso ocurrió antes de que apareciera la especie homo sapiens, ya había un mono alfa que imponía violentamente su hegemonía sobre los demás.
En un mundo donde hacer o no hacer da el mismo resultado, uno se convence de que el hacer no tiene ningún sentido, de que los actos propios siempre yerran y, en consecuencia, uno, al igual que los perros del experimento, renuncia a salirse por la puerta aunque esté abierta.
"Conócete a ti mismo", decía el Oráculo de Delfos y, por los enormes beneficios que conlleva, habría que rescatar ese mandato y llevarlo a cabo.
En el lado del Quiero uno pone carácter, trabajo, entusiasmo, tesón o necedad, y por su parte el No es el degradable rostro de la prohibición, del deber, de la conveniencia y de mil asuntos más con los que se obstruye el paso franco hacia nuestros deseos.
Todos sabemos que la manera más sencilla de entender la probabilidad es con un dado: la probabilidad de que caiga cualquiera de sus lados es de uno sobre seis.
Quisiera referirme a una palabra que engendra infinidad de problemas insolubles, tanto en el mundo real como en el mundo formal: la palabra "todos"; con ella, los matemáticos encuentran los conjuntos y con ella las sociedades democráticas se fundan.
Así, hoy que, paradójicamente, tanto se habla de los diferentes, estamos en un clima de polarización donde todo se pasa por el mismo rasero: los buenos contra los malos, los de derecha contra los de izquierda, los de arriba contra los de abajo y otras nomenclaturas polarizantes que me ahorro por ser de todos conocidas.
Supongamos que cada uno de nosotros tiene sólo dos días en los que la satisfacción por estar vivo es absolutamente plena, uno en el pasado y otro en el porvenir: un ayer sin defecto y un mañana sublime, y supongamos también que uno lo sabe y usa esos días como antídoto para soportar el resto […]
Desde que me ocurrió este descubrimiento, vivo en las palabras y, de hecho, ahora tomo las palabras como si fueran el verdadero mundo.
Si ahora mismo la muerte nos sorprendiese y, en mi caso, quedara trunca la escritura de esta reflexión o, en el tuyo, quedara interrumpida la lectura de este texto. Habríamos sido exactamente lo que fuimos hasta aquí.
Creí que el pesimismo de la Grecia clásica (no se olvide que ahí nació la tragedia y que en la Odisea se afirma varias veces que "el hombre es el ser más miserable de cuantos respiran y se arrastran sobre la Tierra") era la causa de la estrambótica explicación sobrenatural para dar cuenta de la creación, pues con tan pobre idea de sí mismos no podían dar crédito a que fueran hechura suya las maravillas que salían de sus manos y, por ello, tuvieran que achacársela a alguien mejor: las musas.
Somos como el rey Midas, todo lo que tocamos lo convertimos en nosotros y, por ello, los hechos sólo son los mismos cuando se comparte la interpretación de esos "hechos".
A mí en esta ocasión, desafortunada o afortunadamente, me ha pescado la tristeza y no la rabia.
Entre los nuevos problemas que acarrea el relativismo de las visiones del mundo está que ya no pueda apelarse a un tribunal final para dirimir las diferencias: que mi forma de entender y la tuya no se resuelvan.