Alma Delia Murillo
El café se enfrió y las lágrimas se calentaron en algún lugar del pecho. El cerebro es una cosa rara, justo dos minutos antes repetía en algún rincón de mis conexiones neuronales el estribillo de una canción a ritmo de son: “Ay, me muero, sin tu veneno, me muero yo” Y eso me llevó a […]
Las matemáticas son simples: somos muchos, el transporte público es insuficiente y no podrá tomar las vialidades hoy destinadas a los ciudadanos de primera —me refiero a los privilegiados dueños de un automóvil— pues no mostramos la menor disposición a rehabilitarnos de la cochedependencia y andamos muy atareados cambiando las placas para que nuestros bienamados automóviles puedan circular más días por semana. Sí, la minoría que poseemos un auto (o a quienes el auto nos posee, insisto) queremos toda la ciudad para nosotros, para el transporte privado.
La estupidez de los políticos mexicanos es inédita, siempre sorprenden con alguna bufonada nunca vista.
Cuando algo se me atora en el pecho suelo buscar un libro.
Carolita se acercaba a los ochenta años cuando nos conocimos. Yo tendría veinticinco, tal vez veintiséis.
Descubro ahora, rondando los cuarenta años, que mi madre, esa mujer sabia y casi analfabeta no tenía razón —mis legendarias discusiones adolescentes para ver quién tenía la razón son irrisorias— no, mi madre no tenía razón: tenía experiencia. Infinitamente más experiencia que yo y por eso intentaba, con un amor animal, transmitirme lo que ella ya había vivido.
Cuando las tarifas de Uber se dispararon, nos ofendimos y, ceñudos como niños emberrinchados, externamos nuestras quejas. Yo, como todos, me puse a vociferar hasta que una neurona turulata me recordó aquello de la ley de la oferta y la demanda y me hizo caer en cuenta de que yo soy la demanda, es decir, que la mitad de la chingadera la provoqué yo misma.
Vine a deprimirme al bar de un Sanborns porque abril, ya se sabe, es un hijo de puta.
En el mundo “psi” no hay conceptos unívocos, la Psicología no es una ciencia dura y espero que nunca —por piedad— encontremos la ecuación del amor ni la del dolor o la de la rabia.
Los policías de la Procuraduría General de la Moral Social nos miraron con curiosidad, algunos con lascivia; lo importante era determinar si había sido nuestra culpa, su especialidad es detectar rasgos de provocación en nosotras, las criminales.
Lo que digo es que de lo que se trata la existencia es precisamente de sentir, de experimentar dolor, amor, gozo, ira, placer.
Lo que ocurra con Donald Trump será atribuible a él, al sistema que lo prohijó, a sus votantes; pero también a la sociedad —toda— si permanecemos impávidos y le permitimos llegar al poder.
Supongamos, como no es difícil suponer, que hubo una vez un hombre millonario, una suerte de rico mercader que mercadeaba de todo y cuya fortuna era quizá una de las más grandes y excéntricas del mundo.
En la narrativa contemporánea sólo hay algo peor que ser el malo de la película: ser el perdedor.