Alma Delia Murillo
Palabras más, palabras menos, esa sentencia la escuché en boca de mi abuela. La bocazas más cabrona ahí donde las haya.
¿Le habrá dicho lo mismo a Elba Esther su madre? ¿Su abuelo, aquel patriarca con el que parecía tener el corazón en una eterna guerra de amor y odio?
Bukowski, me atrevo a decir, habría corrido el mismo destino que Marcelino Perelló en esta feria de neurosis dosmilera. Bendita la hora.
Era el año 2011 y ese estado alterado de conciencia peculiar al que induce el mezcal me llevó a hacerme un juramento del que derivó aquel texto: “Quiero ser la que mira”. Me prometí entonces atreverme a mirar siempre, aunque deslumbrara, aunque para mirar hubiera que mantenerse despierta a deshoras. Me prometí mirar aunque doliera.
Sucede que nos cansamos de pedir permiso, de pedir perdón, de esperar en la puerta, de mirar hacia abajo, de esperar el carruaje del rey, de esperar la venia de la reina. Sucede que nos cansamos de ver cómo humillaron a nuestra madre mientras limpiaba la cocina o los baños de un departamento al que no podríamos aspirar en tres o cuatro generaciones.
Cuando era niña me asustaba porque, para sacarme de la ducha donde me encantaba permanecer horas, mi abuela me decía me estaba haciendo viejita y me enseñaba las yemas de mis dedos arrugadas por el efecto del agua.
Una marcha eterna, vagar atravesados por la rabia, por el agotamiento, sin descanso, sin la posibilidad de un duelo con la certeza de un cuerpo. Sin nada.
Hay textos cuyas palabras hacen sentir más miedo que la posibilidad de la hoja en blanco. Este texto es así.
Esta ciudad es un gran útero de asfalto. Dura, amorosa, fértil.
Asumamos que como no tienes algo mejor que hacer, has decidido asomarte a estas líneas.
Una de las cuentas más inteligentes y divertidas que ha dado ese congal llamado Twitter es la del @ProfesorDoval.
Quizá es porque somos la generación mejor equipada para manifestar nuestros odios y frustraciones sin correr demasiados riesgos: desde la comodidad de la pantalla y bajo el anonimato, sin exponernos a recibir un solo rasguño en nuestros bienamados cuerpecitos.
Nunca me ha gustado la idea de quedarme en el marco cuando todos llevan el mismo uniforme.
Hubiera jurado que las paredes de la escuela donde estudié la primaria eran rojas, rojísimas y enormes. Pero no.
Otra vez escribo desde el hartazgo, desde el enojo.