María Rivera
La brutalidad de la muerte que se sabe perseguida por la muerte, como nunca antes.
Nuestra incapacidad de responder organizadamente es evidente.
No queda, pues, sino exigir que se castigue con todo el rigor de la ley a los responsables de la represión de Cancún.
Los covidiotas me recuerdan a esas parejas que se embarazaban y decían que no sabían por qué si se “cuidaban”.
Los familiares de víctimas siguen recorriendo los caminos, buscando a los suyos con sus propias manos porque no hubo, no hay autoridad que lo haga por ellas, les dé certeza y justicia a su pérdida.
Trágicamente, se seguirán contagiando y muriendo, en un fracaso que supera, con mucho, la jerga soberbia de aquellos que se dicen doctos pero son, esencial y profundamente, legos en el arte de proteger la vida.
Sí, es que nosotros no somos como ellos, no señor, nosotros no somos iguales, servimos al pueblo, todo cambió, estamos en la cuarta transformación.
Ay, querida lectora, hipotético lector, todo parece indicar que vamos a recorrer el infame siglo del que venimos, con sus mazmorras: no hay nada nuevo bajo el sol. No, no nos llevó Peña Nieto, fue López Obrador.
En los hechos, lo que el Presidente solicita es que los medios y columnistas no critiquen su quehacer, como si fuese algún tipo de reyezuelo y no un funcionario público encargado de los asuntos que nos conciernen a todos.
. El clima de linchamiento por motivos políticos que el Presidente promueve desde su mañanera agrava ominosamente el estado de las cosas y exhibe, lastimosamente, que el espíritu de su Gobierno no es ni amplio, ni plural, ni está a favor de las libertades.
Mucho y muchos advertimos sobre las peligrosas consecuencias que los ataques diarios del presidente contra la prensa, periodistas y defensores de derechos humanos podían ocasionar, especialmente en la realidad social que atraviesa el país que, lejos de haberse pacificado, continúa desangrándose, más allá del odio vertido en la discusión pública de las redes sociales.
No, no hay nada que celebrar, pienso, a una semana de los festejos patrios.
Estamos, pues, en un escenario ya de suyo muy complicado y trágico porque la gente desconoce el estado real de la epidemia, juega a la ruleta rusa cada vez que sale, sin saberlo, empujada por la irresponsabilidad de un Gobierno capaz de priorizar sin asomo de ética alguna la economía sobre la vida de millones de personas.
Nostalgia de aquellos días donde una podía imaginar que mejoraríamos la gran mayoría, empezando por los pobres. Nostalgia de aquellos días en que uno podía decidir quedarse en casa, voluntariamente.
No se necesita ser epidemiólogo, ni quiera doctor, para tener un poco de decencia y cierto sentido de la moralidad para entender la dimensión catastrófica que representa la muerte, perfectamente prevenible, de más de 60 mil mexicanos.