María Rivera
No sé si usted lo ha percibido, querido lector, pero mucha gente parece haber enloquecido. Con la paulatina e irresponsable reapertura de los negocios y la vacunación en marcha a adultos mayores, muy publicitada pero sin importancia epidemiológica aún, las personas parecen haber olvidado que seguimos inmersos en la misma epidemia, con un nivel de riesgo muy alto.
Las mujeres le sirvieron al Presidente como mero instrumento demagógico y electoral, no tienen ningún poder ni peso si se oponen a su machismo.
El presidente no entiende, no. O no quiere entender lo que sucede con las mujeres.
Hay días, querido lector, en los que nomás no vemos la luz, se nos escapa de las manos como agua o se va por la rendija de nuestra pequeña ventana.
La semana pasada en este mismo espacio, escribía sobre la esperanza que las vacunas han traído hasta nosotros, tras un año de zozobra y dolor.
Es una nota de felicidad, sí. Innegable y contundente, saber que adultos mayores están empezando a ser vacunados ante un virus letal que ha acabado con la vida de cientos de miles de mexicanos.
No es solo la pandemia, como he escrito aquí, sino la funesta combinación con el gobierno lopezobradorista en varios órdenes.
La vacunación es la única arma que México tendrá contra el virus, nuestra última esperanza.
Quizá, una de las más penosas verdades que la epidemia nos hizo ver, es que no somos iguales.
Los restaurantes, no solo en México, sino en todos los países, han demostrado ser una importantísima fuente de contagio.
Ah, qué Navidad más triste, la verdad, cuántas sirenas de ambulancias. Cuántos pésames, cuánta zozobra, cuántos podrían hoy estar entre nosotros todavía.
Ningún ciudadano tiene el poder de evitar los contagios.
Sí, serán fiestas anómalas, pero también son una oportunidad excepcional para reencontrarnos con el sentido profundo del amor.