Julieta Cardona
este año cometí toda clase de barbaridades.
Es la primera vez que estás sola en diciembre. Se siente raro, admites, y te sales a caminar. Ahí vas, haciendo muecas, envuelta entre la brisa que baja de los cielos de las Antípodas, haciendo un recuento de cómo llegaste hasta allí, a esa peculiar costa del pacífico. Los pescadores dicen que justo donde estás parada, en esa arena ya sequísima, era mar adentro, pero que ahora el centro de la tierra está chupándoselo todo. Esos hombres son los verdaderos poetas desconocidos.
Por eso y bastante más, lo mío no es un dolor de huevos, es de ovarios, dijiste, y por eso no es la esposa de Carlos Darwin sino Emma Darwin, también dijiste, y muy digna te dejaste caer en el sillón como si fueras la lingüista de la década.
ella era un bálsamo para tu dolor y tu vida aventurada, vida hecha jirones. ella era así: creía en los dragones pero lloraba porque nunca podría verlos. de verdad que tenías suerte, o cómo se explica la llegada de un bálsamo así.
las estrellas no nos hablaban de su color, pero a nosotras se nos ocurrió decirles que eran marrones. aprendimos a gritarles nuestros planes como si se les vieran los colores. y ellas nos decían, quizá algo con el corazón azorado –ahora que lo pienso–, que así no era, que aunque los dioses del olimpo y también los de esta nuestra tierra, nos sostuvieran la espalda, el destino no pensaba igual.
luego me anduve sola, migrando de allá para acá. y hace apenitas volví de Oceanía. después de casi dos años de no tener un lugar fijo y cargar una maleta con cositas simples; después de dormir en futones, colchonetas, hules inflables, casas de campaña, casas rodantes, camas rentadas, sillones y hasta sobre el piso congelado, llegué a sentir todas las certezas, a decir sin parar que la vida concede, a darme cuenta de que hogares, tengo muchos, pero origen, sólo uno: este lugar.
Hace un año y medio que agarré mis chivas (lo más importante fue el sartén y la prensa para el café) y me trepé al mundo.
yo, de romántica empedernida, tengo hasta el nombre: julieta. el destino salvaje se me adhiere cual sanguijuela enamorada. es cosa normal, creo, o cómo le dices que no a una promesa de desvarío acompañado.
También perdiste la expo esa. Entonces comenzaste a caminar hasta que te echaste en una banqueta cualquiera a mirar cómo pasaba la gente. Mordiendo una manzana, haciendo mofa de ti, preguntándote si todo era culpa de la luna que estaba creciendo. Y cuando volteaste para arriba, estaba esa mujer, imperturbable como un deseo primitivo.
esta forma de amar que me ha llevado a conocer las estrellas, es culpa de mis padres. estos modos atrabancados, impacientes, salvajes, tienen todo que ver con ellos. estas formas de atascarme la vida a dos manos, de gritar a todos los vientos, de amar de adentro hacia afuera –siempre de adentro hacia afuera–, de mecerme en los pinos de las montañas, de llorar sin vergüenza, se las debo a ellos.
De esta ciudad también dicen que el jamón de bellota sepa qué cosa, que es el más sabroso. Una belleza, dicen. Un placer perdido por andar de vegetariana, digo, y por andar de esnob de mierda, dice Itzuri. Tanta razón. Bueno, el caso es que también cultivan cereza, mandan traer melocotones de por el norte y se entregan con el alma a las progresiones religiosas. Casi que un musical.
Estoy volviendo a casa, a mis raíces. Quizá, a decir verdad, siempre estamos volviendo a casa, aunque con muchos huevos digamos que no. Estoy volviendo con la maleta más liviana y con una que otra cosa de lugares distintos: chingaderitas con historias, cosas innecesarias que se asumen como especiales. Vuelvo con el corazón despejado como los cielos despejados. Con una fuerza inquebrantable de arena cálida. Con el alma ligera.
Yo me aprendí muchas de esas mierdas de memoria porque antes de aceptar mi sexualidad, le lloraba cántaros a ese dios. Le pedí perdón por ser quien era; reprimí, a cualquier costo, mis pensamientos amorales; condicioné mi pensamiento a catalogar como anormal cualquier cosa que asumía como mala, incorrecta, inapropiada (eso hace la gente, ¿no? cuando no ve algo normal, cree que no está bien); inventé un yo pequeño, uno de mentiras, uno finito.
Me mirabas con deseo. Siempre me miraste con deseo. Y cuando estábamos cerca –bien cerquita– abrías tanto los ojos que lo único que se me ocurría era usar tus lagrimales como tobogán para llegar a tus adentros. Andar por tus paredes, treparte las venas, llegarte por todas partes y entonces vernos. Ver también de pronto mi cara de gorila lastimado: ¿verdad que desde adentro también me miro muerta de amor? Luego hacías un café que si no te quemaba la lengua, lo repetías. Yo te decía Oye amor pero qué va, recalienta la taza así nomás, pero tú me lanzabas la mirada –quizá– más matona del mundo, como si hubiera cometido, qué sé yo, un pecado nuevo. Yo amaba esa rabieta tuya, tan tonta y desperdiciada. Para ti era tan serio: con calma te dirigías al jardín y regabas el café tibio en las flores, luego volvías y, minuciosa, ponías la tetera al fuego y acomodabas también el resto de las cosas. O cómo se supone que haga a un lado tu cama negra sin sábanas, toda negra: ese pedazo de cielo. Despertábamos con la cabeza en todas direcciones porque, quien sabe, nunca se nos ocurrió tener una brújula cuando nos hacíamos cosas.
Me mantengo en silencio. Serena. Recuerdo sus palabras, todas, e inhalo con esta cosa atravesada que no sé que es pero me sobrepasa: “Yo solo quería una vida ordinaria contigo”, decía. Lo decía tan resuelta y consciente, tan lista para entrar en la fila de gente común, gente corriente. Gente que planea sus días libres, que espera en los bancos, que usa el metrobús. Gente viviendo dentro de las restricciones normales de la sociedad. Gente que aplaude, brinda y se emborracha en las bodas. Gente que me producía tremendo pesar.
Con ella atravesé arboles despelucados, gatos moribundos, océanos partidos; certezas que más bien eran fragmentos de nada; alas libres, sueltas y sin cuerpos pegados; color acantilados entregados al océano, arena desértica, cortezas imposibles; libros prestados; quesos –montones de quesos, ovejas, cabras–; peras y chabacanos; algos disfrazados de conejos o estepas desteñidas; corazones hervidos de lo rojos; pozos inmensos de aguas termales.