Antonio María Calera-Grobet
Nada sobresalta más a los paseantes que el viaje, eso ya se sabe, y quizá nada los sobresalte más que un viaje al mar.
• Comer es una gracia (tan sutil como una seda, un colibrí, o tan estruendosa como el magma, un geiser que eleva sus aguas), que sucede por el número dos. Pero dos en estado de dos, es decir, abiertos. Los espíritus cerrados al uno, jamás serán abiertos. Ni con ciento cincuenta años de decirles, al oído: “Ábrete sésamo”. Para ellos la comida es un tiempo para la ingesta, lavar los platos y regresar lo más rápidamente posible, al tiempo de la flecha.
Si somos lo que comemos, nuestra comida y nuestra manera de entenderla como un ritual, anuncia lo que sentimos, lo que deseamos. Sin rodeos: darnos placer, los unos a los otros, rupestre o sofisticado pero darnos placer por sobre todas las cosas.
Encontrar el gran trabajo, bajar de peso a cero, dejar de ser un guiñapo y meterse al gimnasio. Hasta cantar fado. Quieres todo, sí, pero eso es justo lo que no puedes: no seas avorazado. Por qué no primero poner orden en la cabeza, dejar las tonterías atrás, jugar nuevas cartas en lo que respecta […]
No. Comprendemos bien que ya cansados, con la clepsidra en la mano, tarde o temprano nos habremos de ir de acá, de esta cosa lo mismo suntuosa que precaria, frágil y caprichosa que hemos acordado entre todos (a veces con mayor vehemencia, otras con tedio ingente, a través de las más cruentas desilusiones) como realidad. Porque todo, a fin de cuentas, es cuestión de tiempo. Tal es el orden de las cosas y lo asumimos no a contrapelo sino con humilde entereza. Y quizás ahí, pues, el meollo de todo esto. Que ya habiéndonos bañado una y otra vez en “el río”, habiendo tirado la pirinola miles de veces en esta viña “del señor”, reconocemos que nunca más ni el río ni nosotros seremos los mismos, y que habría que ir dimensionándolo todo con mayor sabiduría, es decir, sin cobardía ni límites, partiendo del conocido puerto de la fatalidad.
Me dan risa (y ganas de tirarles unos huevos), esas casas donde uno sabe viven seres que han esparcido el veneno todo el año pero ahora se emperifollan de “nacimientos” en pesebres. Creo que deberían de poner solamente una docena de burros y vacas y cerdos, con una disculpa para burros, vacas y cerdos. Así parecería que hacen una de sus fiestas de odio, insidia, chismorroteo de azotea.
Durante veinte años o más, treinta, cuarenta, la primera vida de mi familia, la mesa de mi casa (pensaba era de “Muebles Dico” o algo así como “Muebles Troncoso”, ya saben esas mueblerías de los años setenta para empujes de menos costo pero no, me corrige mi madre, era de “D´Europe”, vieja firma española de muebles esparcida por la ciudad, quizá con la idea de parecer más internacional,), fue cubierta de plástico grueso. Nunca la tocamos. O no lo recuerdo. Ni con los ojos, ni con las manos. Tocamos los manteles caros y, debajo suyo, el plástico.
Cuando cayó la noche “X” e “Y”, mis cocineros voluntarios, pasaron por mí. Previo regaderazo helado estaba ya sobre la acera, enguayaberado y hasta de loción. El clima era perfecto y se le pegaba a uno en el cuerpo la sensación de una ciudad de México caliente, reverberante, casi playera. Tomamos rumbo al sur, a la casa de “Z”.
Es algún día cercano al Día de Muertos. Desgraciadamente, hace unos instantes, en los brazos mismos de la cultura mexicana, se ha registrado la muerte de la hora de la comida. Señoras y señores, México está de luto. Y a decir verdad en su pecado lleva la penitencia. ¿Cuántas veces no fue advertida del advenimiento de la pérdida de estilo, de la elegancia? Muchas. De aquellos tiempos gloriosos en que los mexicanos se sentaban a la mesa ha pasado mucho tiempo y parece no importar a nadie. Y es que al parecer ya no hay talante, se acabó el estilo, la clase, y por tanto ya no hay muchas comidas señoriales y si las hay, sólo aparecen rara vez, en bodas, XV años, fechas de verdad muy especiales.
Y en medio de la desgracia, habrá que denunciar uno de los ejemplos más viles de lo que han hecho los políticos al desmembrar nuestra sociedad, la misma realidad, anteponer sus mezquinos intereses por arriba de las necesidades de su gente, y en donde cabría preguntarnos si es que son estos infames “líderes” de nuestra misma especie.
¿Cómo es esa pobreza que ataca al pueblo mexicano y que tantos han ocultado para no tener que sopesarla, sufrirla, leerla, manejarla en su vida como ciudadano?
Una suerte de saudade resultante de la memoria pasada por agua, que nos inunda poniéndonos a veces tristes, otras alegres, atentos, circunspectos, sensibles, y no nos queda más que esperar a que se escampe ese estado de ánimo cruzado por las flechas del pasado.
Las tapiocas son un homenaje a las sendas “Greguerías” de Ramón Gómez de la Serna, salvo que estas están constreñidas al tema culinario. A la fecha, en este espacio de “Sobras Completas” en SinEmbargo, se han publicado más de 1000, y se espera pronto conformen un libro para abrir el apetito de comensales entregados con fruición al placer de la comida y la bebida como alta forma de vida.
Distingo a la comida como un arte, es decir, como una especie de poesía comestible como cualquier otro bien de nuestro patrimonio cultural, tanto como si de arquitectura se estuviera conversando, como si de música se tratara.
Los que enseñan las manos, no los que las llevan en los bolsillos, o los que van con una por delante y otra por detrás, los que se las han lavado, cínicos. No. Los limpios, pues, se sentarán a la mesa. Los límpidos, los que dan la cara y no la esconden, los que la ponen: esos, son los que deben compartir el pan de una mesa.
¿Comer qué? Pues el relato. El globo de palabras, el cuenco de gestos, el acordeón de historias que se pliega y se expande.