Óscar de la Borbolla
17/03/2025 - 12:03 am
Meditación sobre el olvido
Simplificando mucho, los recuerdos se agrupan en dos bandos: los buenos y los malos. ¿Cuales serán más duraderos?, me pregunto. ¿De cuáles conservaremos más fielmente los hechos y las emociones que los acompañaron? La respuesta es tristísima, pues resulta que cada quien recuerda no lo que le conviene, sino lo que sus emociones le dictan, y es probable que ahora, de tener otro estado de ánimo, pensaría que mi vida sería otra.
Para Juanjo Junoy
Con el paso del tiempo ocurre una primera muerte: lo que en un momento es, al siguiente ya no es: fue. Con el olvido, en cambio, sobreviene una segunda muerte, lo que fue ya ni siquiera fue: desaparece en silencio. De ahí la importancia de distinguir entre el olvido y "el no recuerdo", este último es una ausencia perfectamente circunscrita, su falta brilla y nos percatamos —a veces con vergüenza— de que hay algo que se nos se ha perdido; en suma, "el no recuerdo" se advierte, notamos que en la urdimbre falta hilo. El olvido es también una falta, pero una falta que hunde todos sus referentes y, por ello, del verdadero olvido nadie se da cuenta, con él ocurre la desaparición completa.
El recuerdo preserva lo que fue, lo mantiene identificado; visualizamos que estuvo presente y como fue: ya no es actual pero su imagen sigue en nosotros, la tenemos. Con el olvido, el pasado se sutura, se aminora, se cierra, literalmente, se aniquila —se hace nada— y, por ello, no nos damos cuenta de que lo hemos perdido, la nada no hace señas ni nada, no clama, es la más pura ausencia: de lo que no sabemos nada: ni siquiera que no sabemos.
La mayor parte de nuestras experiencias —lo vivido— no alcanza a mantenerse más allá de unas horas. Nuestra memoria es selectiva, sólo retiene lo significativo, lo que incide firmemente en nosotros: al terminar una conversación, por ejemplo, recordamos a lo sumo generalidades; rara vez las palabras exactas y jamás el diálogo íntegro. Y otro tanto ocurre con los coloquios amorosos, nadie recuerda cada caricia y, mucho menos, cuál caricia precedió o antecedió a tal otra. Es lo malo —sea dicho de paso— de que las caricias carezcan de nombre, son igual de anónimas que las olas.
Poco retenemos de nuestra vida y, encima, el tiempo se encarga de esmerilarlo. Me interesa el olvido porque es el otro asesino de la vida: nos arrebata sigilosamente lo vivido, haciendo que nuestro pasado, en lugar de aumentar su grosor, vaya adelgazándose: poco me queda de la semana pasada, menos aún del mes pasado, unos cuantos momentos de hace un año y tengo décadas perdidas que ni siquiera merecieron no se diga un velorio, alguna lágrima.
¿Habrá algún recuerdo que no olvidaremos nunca, que se mantenga, al menos, mientras sigamos vivos? ¿Habrá algo, algo más allá de nuestro propio nombre, que nos acompañe toda la vida? ¿Una sonrisa, una despedida?
Simplificando mucho, los recuerdos se agrupan en dos bandos: los buenos y los malos. ¿Cuales serán más duraderos?, me pregunto. ¿De cuáles conservaremos más fielmente los hechos y las emociones que los acompañaron? La respuesta es tristísima, pues resulta que cada quien recuerda lo que le conviene, sino lo que sus emociones le dictan, y es probable que ahora, de tener otro estado de ánimo, pensaría que mi vida sería otra.
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