Jorge Javier Romero Vadillo
12/09/2024 - 12:02 am
El renacimiento de la república mafiosa
"El espectáculo que vimos en la jornada del 10 y 11 de septiembre es una muestra de cómo las instituciones democráticas, creadas para contener el comportamiento mafioso, han sido destruidas por la mayor organización mafiosa que ha conocido el país desde los tiempos del PRI hegemónico".
Durante estos días aciagos, mientras algunos se hacían ilusiones de que el bastión de la resistencia resultaría inexpugnable y que los 43 senadores de la pretendida oposición se mantendrían firmes, unidos en la convicción de que la mayoría abusiva de Morena y sus comparsas imponían al país un disparate con la caprichosa reforma judicial, estuve editando un estupendo libro de Mauricio Merino. En él explica, de manera llana, cuáles son los mecanismos institucionales de la corrupción en México. El volumen se publicará en breve en una colección que Antonio Reina me ha invitado a dirigir para editorial Terracota, que hemos bautizado Eutopía, una palabra que conocí a través de Jaques Barzun. En su libro sobre la historia cultural desde 1500 hasta 2000, Del amanecer a la decadencia, el historiador francés sostiene que, en lugar de llamar "utopías" a los libros que imaginan formas ideales de convivencia social —utopía significa no lugar, según Tomás Moro— deberíamos denominarlos eutopías, es decir, "mejores lugares imaginados".
Todo esto viene a cuento porque el punto central del libro de Mauricio es que el orden político y social en México ha estado históricamente articulado por la corrupción institucionalizada. La tolerancia sistémica hacia la corrupción ha sido un mecanismo para mantener la disciplina política durante el régimen autoritario. Todo el mundo podía aprovecharse, en mayor o menor medida, del uso patrimonial de las prerrogativas otorgadas por los cargos públicos y de los recursos fiscales, según sus convicciones y oportunidades.
El régimen de la transición tuvo atisbos de eutopía: se avanzó en transformar el sistema de incentivos de la función pública. Sin embargo, durante el breve espacio democrático —la única época en la que México no ha sido gobernado por una autocracia, y que ni siquiera duró tres décadas— el sistema de botín persistió en la mayoría de las estructuras estatales. Así, el objetivo de ganar elecciones no fue impulsar proyectos viables de gobierno, sino capturar los puestos públicos y las parcelas de rentas para repartirlas entre parientes, cuates, socios y cómplices. Cada parcela capturada debía producir dividendos personales. Después de todo, ¿para qué se hace política, si no es para medrar?
Durante los últimos 30 años se introdujeron reformas importantes para contener el sistema de botín y ampliar la esfera de lo público, blindándola contra la captura facciosa: transparencia, acceso a la información como patrimonio ciudadano, y la creación de órganos autónomos con funcionarios seleccionados por sus aptitudes técnicas. Estos órganos eran encabezados por cuerpos colegiados, en los que la deliberación y construcción de coaliciones era indispensable para llegar a acuerdos sobre temas polémicos. Se profesionalizó el Poder Judicial Federal, se transformó la Suprema Corte en un tribunal constitucional. También se crearon instituciones como el Consejo de la Judicatura Federal, organismos autónomos para la regulación de la competencia económica, la evaluación del sistema educativo, y la supervisión del mercado energético y las telecomunicaciones.
Muchos creíamos que el Estado comenzaba a transformarse, y participamos con propuestas basadas en la comparación y la evidencia. Todos estos avances fueron fruto de la negociación plural y de la participación de la sociedad civil. El objetivo era contener la arbitrariedad presidencial y detener la captura patrimonial de lo público, financiado por las contribuciones de todos aquellos que producen.
Sin embargo, los islotes de racionalidad burocrática, normada por reglas formales, fueron insuficientes. La mayor parte del Estado siguió siendo un botín. Durante la época del PRI, la captura del Estado estaba acotada por la circulación de camarillas burocráticas; durante la democracia, los partidos políticos y sus redes de clientelas continuaron enzarzados en la lucha por cargos públicos. Las inercias del sistema institucional impidieron que la democracia llevara a una mayor eficiencia en la gestión pública.
Fernando Escalante escribió alguna vez que hay dos tipos de repúblicas: las burocráticas y las mafiosas. No hace falta romperse la cabeza para saber en cuál ubicaba a México. En alguna medida, López Obrador tenía razón al hablar de “la mafia del poder”. Las redes de intermediación clientelista y corporativa son verdaderas organizaciones mafiosas, que usan la extorsión y la compra de voluntades para mantener la disciplina política. Como muchos tienen cuentas pendientes, se cubren las espaldas mutuamente hasta que alguno cae en desgracia. Entonces, sus trapos sucios se exhiben para someterlo o castigarlo.
El espectáculo que vimos en la jornada del 10 y 11 de septiembre es una muestra de cómo las instituciones democráticas, creadas para contener el comportamiento mafioso, han sido destruidas por la mayor organización mafiosa que ha conocido el país desde los tiempos del PRI hegemónico, no el de las últimas décadas, abierto al diálogo y la negociación, sino el de las décadas de 1940, 1950 y 1960. López Obrador ha terminado su gobierno convertido en un auténtico padrino, que reparte premios a cambio de lealtad incondicional.
En México, los episodios canallescos en la política no son infrecuentes, pero lo que presenciamos ayer, cuando con descaro se sometió a un capo adversario a cambio de impunidad —precisamente en el contexto de la reforma al sistema de justicia— alcanzó un nuevo nivel de desvergüenza. El corrupto, humillado ante el Don al que denostaba y que lo desprecia profundamente, se entrega. Vamos de nuevo hacia la hegemonía mafiosa, donde todo lo público se repartirá como privilegio o dádiva clientelista, con la arbitrariedad brutal y el ejército como parte fundacional de este nuevo pacto. Lo que nos espera es desolador.
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