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Diego Petersen Farah

07/05/2021 - 12:02 am

Sequía, la tragedia silenciosa

Los periodos secos son cíclicos y han existido siempre. El problema es que merced a la deforestación y al cambio climático son cada vez más profundos y sus efectos más extensos.

La parte trágica de la sequía no es solo la manera tan desigual de sufrirla sino el silencio y desdén de las autoridades federales. Foto: Margarito Pérez, Cuartoscuro.

En medio de la pandemia, el colapso de una estructura del Metro y de la crispación nacional, otra tragedia, de enorme dimensiones, se despliega silenciosa a lo largo de todo el territorio nacional: la peor sequía en las últimas tres décadas. La falta de agua afecta 83 por ciento del territorio nacional y en cerca de 40 por ciento del país la sequía es de severa a extrema.

Esta sequía generalizada no ha merecido sin embargo la más mínima atención de las autoridades. Salvo un video en que el que Presidente dijo, con un visión de libro de texto de primero de primaria, que la mejor manera de combatir la sequía era sembrando árboles frutales a través del programa Sembrando Vidas, el problema no está en la agenda nacional.

Los periodos secos son cíclicos y han existido siempre. El problema es que merced a la deforestación y al cambio climático son cada vez más profundos y sus efectos más extensos. Pero, para los gobiernos, todos, es más fácil aguantar vara, hacerse cargo de los efectos inmediatos y esperar las lluvias que hacer políticas de largo plazo, como generar incentivos y acciones que mitiguen el cambio climático para asegurar el agua para las siguientes generaciones: cuesta mucho, luce poco y, sobre todo, los resultados no se verán en su periodo. No lo van a hacer.

El lado más terrible de las sequías es que profundizan las desigualdades pues, aunque nos afecta a todos, su impacto es mucho mayor entre los que menos tienen tanto en el campo como en la ciudad. Los agricultores y ganaderos más pobres no tienen acceso a reservas de agua y la sequía va directamente contra su forma de sobrevivencia y su patrimonio; los animales y los alimentos producto de la siembra. En las ciudades, donde vive ya el 75 por ciento de la población del país, la falta de agua afecta de manera desigual a los cinturones de pobreza que a las clases medias y altas que, en el peor de los casos, comprarán agua en pipas a precios exorbitantes. Otro efecto inmediato será en el precio de los alimentos, que otra vez, afectará más a los que menos tienen.

Preocupados por su futuro político, los tomadores de decisiones asentados en las grandes urbes ni siquiera se dan por enterados que este país está sufriendo una sequía severa: el agua llegará a sus casas de un modo u otro y, al igual Peña Nieto y su famosa declaración de no soy la señora de la casa, no se enterarán del aumento en el precio de las tortillas, mucho menos del sufrimiento de los pequeños productores en el campo, del sacrificio de sus animales, de los largos trayectos de las y los habitantes de las colonias periféricas para llevar un poco de agua a sus casas.

La parte trágica de la sequía no es solo la manera tan desigual de sufrirla sino el silencio y desdén de las autoridades federales.

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