ALBUR, SIGNO DE IDENTIDAD Y RESISTENCIA EN TEPITO

21/06/2013 - 12:00 am

Tepito es como el orgasmo: “Cuando lo conoces dices: ‘¡De aquí soy, carajo!’”, dice Lourdes Ruiz, quien junto a Alfonso Hernández luchan por mostrar que este barrio emblemático no sólo es narcomenudeo, prostitución o delincuencia.

albur_intCiudad de México, 21 de junio (SinEmbargo).– Lourdes Ruiz tiene la certeza de que el círculo de su vida se cerrará en el mismo lugar donde nació: en Tepito. En ese laboratorio sociocultural tan incalculable como la fayuca que se trafica en sus calles, una niña menudita, de nariz aguileña que soñaba con conocer Europa, tener una casa con jardín, un hijo, un puesto de pollos –porque era lo que mejor se vendía–, aprendió un lenguaje que las nuevas generaciones han olvidado: el albur.

Ese estilo verbal que requiere de una gran dosis de picardía y destreza mental para  entender, descifrar y responder se encuentra en peligro de extinción entre los jóvenes, lamenta Lourdes: “Ahora todos los chavos se dicen ‘¡wey!’. Ya nadie piensa”.

La pereza mental que ha invadido a los mexicanos impulsó a Lourdes, quien trabaja como comerciante de ropa, a crear el Diplomado de Albures Finos, en la Galería José María Velasco, ubicada en la calle de Peralvillo 55, en la colonia Morelos del Distrito Federal, con el objetivo demostrar que no existen “palabras feas y bonitas”.

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Su historia en el mundo de los albures inició en la década de los 70 del siglo pasado. Aunque en la casa de sus padres no se hablaba de sexo, drogas, prostitución o groserías “porque te lavaban la boca con jabón”, sí había albures. Al menos, por parte de su abuelo: “Siempre le decía: ‘¿Te sirvo tu lechita?’, y él me contestaba: ‘¡No!, mejor sácame un ratito al sol’”, recuerda entre risas.

La técnica la perfeccionó como si se tratara de un idioma extranjero: escuchar, leer, hablar y escribir. Se convirtió en pupila de unos amigos que se dedicaban a vender nieves, a partir de ese momento nunca ha dejado de reír: “Alburear me carga la pila para ocho días seguidos. Si la vida me da la espalda, ¡le agarro las nalgas para que no se ande volteando!”, y suelta una carcajada.

En 1997, la “Verdolaga Enmascarada” –como también es conocida en el barrio bravo– fue Campeona de Albures en un torneo organizado en el Museo de la Ciudad de México, al demostrar que todas las palabras tienen un doble o triple sentido: “Una mentada de madre cualquiera la entiende, pero en el albur la única regla es no decir groserías. Hay que echar a funcionar el cerebro porque ¡existen muchísimos verbos!”, repite en tono de oración.

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NO ES COSA DE MACHOS

En el albur no hay traumas ni pudores. Los contrincantes se enfrentan en un combate cuya arma es la imaginación y su móvil el sexo. De lo que ocurre entre hombres y mujeres, de las innumerables formas de llamarle al pene, la vagina y al ano. “Los hombres pueden penetrar, pero las mujeres tienen orgasmos. ¡A disfrutar!”, dice Lourdes Ruiz.

Existen dos tipos de albures: el procaz y el fino. El primero es la secuela de un resentimiento viral, cuya amargura y altivez misógina se encarga de agredir y ofender; mientras que el segundo se trata de un ajedrez mental.

Y aunque muchos lo duden, este juego verbal es un arma de defensa para las mujeres: “De niña no me dejaban decir groserías, así que escuchaba los albures y me los aprendía. Quería joderme al mundo, pero ser bien hablada”, explica Lourdes, quien considera que la única diferencia entre un hombre y una mujer son los genitales.

Para el cronista y director del Centro de Estudios Tepiteños, Alfonso Hernández, el albur “abre” por medio del lenguaje al albureado, donde metafóricamente éste es “penetrado” con un lenguaje de alusiones sexuales: “Es un juego de afiladas lenguas o duelo de cuchilleros, en el que el filo del arma debe estar hacia arriba”.

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A la Galería José María Velasco llegan personas de diferentes partes de la República Mexicana y del mundo para acudir al diplomado de Lourdes Ruiz, quien además relata y organiza campeonatos de albur. Disfruta enseñarles a las mujeres para que sepan cómo contestarles a los hombres: “Muchas hasta me piden clases particulares, pero me niego por falta de tiempo”, comenta.

A su juicio, en el mundo masculino son pocos los que se atreven a explicar un albur a las damas, por temor a que los traicione el inconsciente, “pero qué tal se descaran cuando los traiciona el culo”,  dice entre carcajadas la llamada “Reina del Albur”.

Sin embargo, en el México antiguo no toda la “penetración” tuvo connotaciones sexuales o eróticas. “En el juego del albur, como en la dialéctica de chingar y ser chingado, que predomina como dilema cultural en México, pervive el antiguo rito de los sacrificios humanos”, agrega Alfonso Hernández.

En este sentido, la estética del albur es también una ruptura del orden temporal e histórico que permite reintegrar el presente a un pasado segado por la historia, y convertirse en un “ejercicio de resistencia frente a la cultura dominante, asumiendo el riesgo de expresarse como verdadera poesía”, sostiene.

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ALBUR, SÍMBOLO DE ARRAIGO

Tepito es un barrio en resistencia ante el urbanismo depredador. Perder la identidad  es como perder la sombra, “lo único que nos queda y nos hace ser quien somos”, explica el cronista Alfonso Hernández.

Una rebeldía que los habitantes del barrio bravo manifestaron desde la época prehispánica. Ser independientes al resto de la sociedad los llevó a convertir el albur en un lenguaje asociado a los oficios y costumbres de la vida diaria, y un símbolo “de resistencia cultural”, destaca.

Y mientras filas de estudiantes de Sociología o Ciencias de la Comunicación desarrollan tesis y trabajos de investigación sobre el barrio bravo, pocos son los que realmente se atreven a desmenuzarlo, pues Tepito es como el orgasmo, “cuando lo conoces dices: ‘¡De aquí soy, carajo!’”, dice Lourdes Ruiz.

albur_c3Porque Tepito no sólo es narcomenudeo, prostitución, delincuencia o pandillerismo, Lourdes y Alfonso son una pequeña parte de los cientos de habitantes que se encargan de difundir la otra cara de la moneda, la del trabajo diario, la de solidaridad, “hemos logrado limpiar las dos primeras letras: la T y la E, lo demás seguirá batido”.

Aunque las etiquetas que persiguen al barrio bravo son incontables, la “Verdolaga” no cambia a Tepito por nada. Después del temblor de 1985 en la Ciudad de México, sus padres compraron una casa en Tlalpan. Sin embargo, al año ella y sus hermanos regresaron para echar raíces. Nacer, crecer, reproducirse y morir “en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente”, como dice la canción “Se me olvidó otra vez”.

A sus 42 años, Lourdes ya viajó por Europa, ya tiene una casa, es madre de Valentina, tiene un negocio de ropa para bebés, ubicado en Bartolomé y Aztecas. Lo único que no desea cumplir es morir. Le creo cuando me dice que aprendió a vivir con un cáncer de ingle como consecuencia de una caída a los ocho años de edad: “Vivo con la enfermedad y no para ella. ¡Si la vida te da la espalda, agárrale las nalgas!”, esa es su filosofía.

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–¿Tu hija sabe alburear?, le pregunto.

–Sí los entiende, pero no alburea. Es todo lo contrario a mí. Es muy recatada. Lo más difícil es cuando le tengo que explicar el significado. Le tengo que hablar derecho: ¡Se trata del sexo, del pene y la vagina!

–Entonces, ¿el albur podría ser un método por los padres para hablar con sus hijos de sexo?

–¡Claro! Sirve para calibrar mentes mojigatas. Los mexicanos somos pícaros, pero hipócritas también. Nos hemos olvidado de reír, y el humor siempre es bueno para ironizar el horror citadino. La vida no hay que tomarla tan en serio.

Para Lourdes, el albur es la expresión más viva del arraigo, identidad y cultura, si llegara a desaparecer todo sería aburrido, plano y sin sabor: “Sería como permitir que se acaben los noviazgos. Que te pongan a un mono que ni conoces para casarte con él, qué aburrido ¿no?”, concluye la “Reina del Albur”.

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