Héctor Alejandro Quintanar
21/03/2025 - 12:05 am
La oposición en busca del Ayotzinapa de la 4T
Las voces que interpretaron a Ayotzinapa como el quiebre irresoluble de Peña, hoy quisieran encontrar algo parecido en el Gobierno de Claudia Sheinbaum.
En días recientes, con el descubrimiento hórrido de lo ocurrido en Teuchitlán, pareciera que hay voces dispuestas a sacar conclusiones no sólo apresuradas, sino que tienen más que ver con sus deseos que con los hechos. Nadie tiene el derecho, ni ahora ni nunca, de utilizar acontecimientos brutales como una consigna hueca, porque eso implica que, de hacerlo, detrás hay una intención malsana de lucrar, y no un genuino interés por el cese de la violencia o el estado de las víctimas.
Asemeja esta actitud a la de los personajes de las novelas de John Grisham, donde hay abogados que ansían con los belfos chorreantes la llegada a sus despachos de clientes heridos en accidentes, no porque les importe la salud de las personas, sino porque eso les reditúa monetariamente, sobre todo si hay incapacidad permanente o muerte. Así, hay quien ve la información pública sobre la violencia como una bandera espontánea, que se puede utilizar para lanzar puyas a los adversarios.
En ese sentido, resalta que hoy diversas voces públicas hayan hecho del hallazgo brutal en el rancho Izaguirre, en Jalisco, un galimatías. La responsabilidad obligaría a una serie de exigencias informadas: ponderar a los familiares de los desaparecidos, pugnar por una resolución conjunta y por anuncios sobre qué hechos concretos se harán para que, cualquiera que haya sido el trasfondo del macabro e inhumano espectáculo ahí existente, se resuelva y no se repita. Una tarea que se vislumbra cuesta arriba, pero que no debe ser un juego de carroñeros.
En ese sentido, es muy revelador que se hable de lo ahí acontecido como “campos de exterminio”, banalizando la industria nazi del terror, o lo que Raúl Hilberg llamó “la destrucción de los judíos europeos”, y se insinúe que eso pasa hoy en México, sin aclarar quién extermina a quién bajo qué intereses. En un sentido menos estridente, pero con la misma mala fe, voces imprudentes de la vida política mexicana acusan que este hallazgo significaría algo así como “el Ayotzinapa de la Cuarta Transformación”.
Esa denominación no es menor. No es la primera vez que se hace. En 2023, Raymundo Riva Palacio especuló que el huracán en Acapulco sería “el Ayotzinapa de AMLO”, mientras que el representante más nítido de la intelectualidad opositora, el puberto tardío Chumel Torres, dijo un par de años atrás que “el feminismo será el Ayotzinapa de AMLO”. Y ello refleja muy bien la carencia tanto de argumentos, memoria y escrúpulos de quien emite esa comparación forzada y absurda, donde en este momento han destacado personajes como Emilio Álvarez Icaza o el porro mediático Carlos Loret, instrumento de golpeteo de pillos como Roberto Madrazo o Silvano Aureoles, ya que ambos ahora esgrimen que Teuchitlán será, ahora sí, el Ayotzinapa de la Cuarta Transformación. Ante eso, viene la pregunta, ¿qué implicaciones tiene el hecho de aludir a la memoria del caso Ayotzinapa, para imputarle un crimen parecido al Gobierno de Claudia Sheinbaum?
Vamos primero a lo obvio: en la mentalidad de estos personajes, y de un amplio espectro opositor en el PRIAN, Ayotzinapa es algo así como un punto de inflexión hacia la debacle no sólo en el Gobierno de Peña Nieto, sino en el régimen de la transición en su conjunto. Para estas voces, pareciera que el Gobierno del priista iba muy bien, o razonablemente bien, pero de pronto, cuando en septiembre de 2014 se supo la información del crimen de Ayotzinapa, de manera espontánea todo empezó a derrumbarse, y entonces de pronto Peña, el petimetre engominado que aparecía en portadas de revista señalado como “el salvador de México”, se tornó súbitamente en gestor de un Gobierno que instaba crímenes de Estado, sea por dolo perpetrador o por incompetencia o complicidad.
Así, para la mentalidad de estas derechas, Ayotzinapa es una especie de fenómeno que, por sí solo, llevó al peñismo al derrumbe, para que así el electorado, en un ejercicio súbito de castigo, votara masivamente por López Obrador, político que, presuntamente, habría lucrado con la tragedia de Ayotzinapa, ensalzándose a sí mismo como un crítico frontal del hecho y, demagógicamente, proclamando ser el único capaz de brindar una rápida resolución si es que ganaba las elecciones. La mentalidad de las derechas, en resumen, piensa que de no haberse descubierto el crimen de Ayotzinapa, el PRI de Peña no habría caído en crisis y de ese modo se habría evitado la tragedia de que López llegara a la Presidencia.
Pero esta interpretación es un disparate por muchos motivos. Me limito a señalar algunos. De entrada, es rotundamente falso que López Obrador haya lucrado con esa tragedia. Quienes encabezaron la lucha contra ese crimen fueron los propios padres de los 43 estudiantes desaparecidos, mismos que, como ocurría con el caso de Morena Ciudad de México, recibían apoyo genuino y discreto de bases obradoristas, como el brindar espacios de difusión de su brega.
La postura de López Obrador fue una más entre la cauda de indignados, y sin protagonismo, ni tampoco sin fricciones, como se recuerda en ese episodio donde hubo un desencuentro entre un padre de un normalista y el político tabasqueño en Nueva York en marzo de 2017, se sumó a la causa porque eso era lo correcto, no porque eso fuera lo conveniente. Lo mismo había hecho el tabasqueño en otras movilizaciones donde él no fue el convocante protagónico, como ocurrió en las multitudinarias protestas contra la extinción de Luz y Fuerza en 2009 o en las impugnaciones hechas por los trabajadores de Mexicana de Aviación.
Pero sobresale aquí otro argumento. En la mentalidad de Álvarez Icaza y el porro Loret, Ayotzinapa fue una especie de bala de plata que asesinó en embrión al sexenio peñista, mismo que llegó moribundo a 2018, para con ello debilitar al PRI y abrir las puertas a la trágica victoria del odiado Peje. ¿En qué hecho se sustenta esta idea? En ninguno. Miremos los datos. En el año 2015, cuando la impugnación al caso Ayotzinapa estaba en su punto álgido y cuando las calles habían sido tomadas por movilizaciones multitudinarias de gente denunciando “fue el Estado”, el PRI en alianza con el Verde tuvo un desempeño electoral formidable.
De las siete gubernaturas en disputa, el PRI-PVEM ganó tres con claridad, entre ellas la que estaba en el ojo del huracán: Guerrero, donde el priista Héctor Astudillo se impuso. No es trivial decir que otra gubernatura puede atribuírsele al PRI en ese año, porque Jaime Rodríguez, el Bronco, ganó Nuevo León como independiente, pero había sido priista por décadas hasta 2012.
Asimismo, en el dato contundente, en la elección intermedia al congreso, la alianza PRI-PVEM logró confirmarse como primera fuerza en el país, al obtener ambos casi el cuarenta por ciento de los votos en esa contienda de 2015, y así el PRI tornarse en primera fuerza en el Congreso Federal, con 203 diputados, mientras que su rémora el Verde obtuvo 47. Entre ambos, tenían casi la mitad de la totalidad de las curules. Si esos datos no convencen, para el año de 2016, de las doce gubernaturas en disputa, el PRI logró imponerse en cinco, casi la mitad de ellas, y en 2017 retuvo una entidad clave: el Estado de México.
Como se observa, en términos electorales, el caso Ayotzinapa no fue ninguna criptonita contra Peña y el PRI, que aún se mantuvo no como partido competitivo sino ganador aun después de darse a conocer los hechos de Iguala. ¿En qué se sustenta entonces la consigna de que Ayotzinapa fue la caída en picada del priismo? En nada. De nuevo, víctimas de sus propios deseos y gestores de gritos espontáneos sin reflexión, documentación o historia, las voces que interpretaron a Ayotzinapa como el quiebre irresoluble de Peña, hoy quisieran encontrar algo parecido en el Gobierno de Claudia Sheinbaum, para poder fantasear más a gusto sobre un probable regreso al poder gradual en 2027 y presidencial en 2030.
Al día de hoy, cuando la información sobre el condenable hecho del rancho Izaguirre en Jalisco está aún en proceso, la exigencia debe centrarse en castigo a los culpables, respaldo a los familiares de las víctimas, una reestructuración de las formas en que el Estado resuelve el delito gravísimo de las desapariciones y un deslinde de responsabilidades.
Y en ese deslinde, tenemos que poner también a las urracas carroñeras que, sin interés alguno por los hechos y menos aún por las víctimas, tratan de ver en Jalisco una esperanza para su causa política. Y no hay nada peor que basar tu esperanza en el dolor ajeno. Pretender construir un nuevo Ayotzinapa, cuando el Gobierno actual no tiene la intención de inventarse verdades históricas ni se vislumbran deseos de dejar el caso impune, como sí pasó en 2014, es un proyecto fracasado que revela dos cuestiones.
La primera es que esas voces irresponsables nunca comprendieron lo que pasó en Ayotzinapa. Tampoco comprendieron por qué perdió el PRI en 2018 y por qué ganó Morena en esa elección. Y tampoco comprenden lo fundamental: ante hechos inenarrables como lo acaecido en Jalisco, lo que se necesita es indignación y entendimiento a favor de las víctimas, no una actitud carroñera que expone no una crítica al Gobierno, sino sus malsanos deseos en su contra.
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