Jorge Javier Romero Vadillo
30/01/2025 - 12:03 am
Trump: la amenaza perfecta para un México sin rumbo
La Administración de Claudia Sheinbaum, al frente de un Estado destartalado, carece de una visión estratégica que permita responder eficazmente a las presiones del desaforado del norte.
A estas alturas, ya a nadie le puede quedar duda alguna de que las democracias del siglo XXI están en grave riesgo ante el ascenso de los demagogos populistas, un temor que, como bien se sabe, ha estado presente en el pensamiento político desde que surgieron las primeras formas democráticas en la antigüedad: ya los filósofos clásicos griegos advertían sobre la demagogia como forma corrupta de régimen político. La desconfianza de Aristóteles en el poder del pueblo se centraba sobre todo en la facilidad con la que puede ser presa de políticos que buscan el beneficio propio, apelando a los prejuicios, miedos, emociones y esperanzas de la gente, a sabiendas de que la están engañando.
Los demagogos suelen ser farsantes: exaltados que fingen sentimientos o atributos de los que carecen, como la valentía, la sabiduría o el "sentido común" que ahora esgrimió Donald Trump. El siglo XX fue pródigo en farsantes, demagogos histriónicos y sobreactuados. Algunos fueron enormemente exitosos, con resultados catastróficos para sus pueblos y para la humanidad entera. Otros, menos hábiles o enfrentados a sociedades más prevenidas, apenas lograron llevar su espectáculo de feria a sus fanáticos, dejando rastros corrosivos en la convivencia social.
Los farsantes a menudo se confunden con los iluminados: líderes mesiánicos que creen sinceramente en su misión redentora y seducen porque ellos mismos son creyentes. También se mezclan con los paranoicos, cuyo delirio radica en creer que pueden salvar a sus pueblos de enemigos externos o internos. Con la irrupción de las masas en la política, las ventajas competitivas de estos personajes aumentaron, y en los últimos tiempos han sido el principal obstáculo para que las democracias funcionen como espacios para la deliberación racional.
Iluminados, paranoicos y farsantes exaltan las emociones, las creencias y los prejuicios por encima de argumentos. En las democracias, según el modelo ideal, los intereses se expresan en proyectos políticos en competencia, que se someten a la ratificación electoral. Aunque en ellas impera el principio de mayoría, las minorías no lo pierden todo, mantienen la crítica y vuelven a participar en la siguiente ronda. Pero cuando los demagogos gobiernan, instauran tiranías de la mayoría que despojan derechos, polarizan sociedades y eliminan el disenso.
De estos tipos, el farsante es el más eficaz. El iluminado cree, aunque sus análisis sean meras subjetividades. El paranoico, más peligroso, conecta con patologías comunes en las sociedades humanas y movilizan miedos que pueden desatar violencia extrema y genocidios. Pero el farsante es un jugador estratégico, consciente de su representación. No está inspirado por ángeles ni aterrado por fantasmas. Lo mueve el egoísmo racional y, para alcanzar sus fines, construye un personaje que manipula creencias y emociones. Chantajista habilidoso, siempre cobra su tajada. Cuando triunfa, se convierte en un cleptócrata que reparte el botín entre cómplices y válidos.
Entre los farsantes del siglo XX están Mussolini —gesticulante—, Franco —falso iluminado—, Perón —vanidoso— o Chávez —delirante—. Los paranoicos incluyen a Hitler, Stalin, Mao y Castro, quienes crearon personajes icónicos: desde bigotitos hasta barbas en verde olivo, gestos de disciplina espartana en climas tropicales.
Trump es un farsante sin escrúpulos, un político que hace del engaño su herramienta central y ha construido su fuerza con base en la polarización. Comprende perfectamente las dinámicas emocionales de las masas y las explota con cinismo. Su retórica simple pero incendiaria, cargada de prejuicios y miedos, divide a la sociedad mientras explota el resentimiento. Este farsante se ha consolidado como el líder más disruptivo de la historia contemporánea de Estados Unidos para convertirse en la mayor amenaza tanto interna como internacional en lo que va del siglo y no tiene reparos en violar derechos humanos para alimentar la paranoia racista y anti migración de buena parte de su base política, como lo muestra su anuncio de enviar a la infame base de Guantánamo a migrantes expulsados, para ser tratados como terroristas carentes de cualquier garantía procesal.
En el plano geopolítico, Trump es un desestabilizador. Como destaca Roberto Durán-Fernández en un análisis para el Baker Institute, su enfoque hacia América del Norte refleja un pragmatismo extremo que prioriza intereses estratégicos de Estados Unidos, sin importar los costos para sus aliados. Trump ha intensificado el uso de herramientas coercitivas, como aranceles y sanciones, al tiempo que difumina los límites entre diplomacia y presión económica.
Para México, este escenario es aterrador. La Administración de Claudia Sheinbaum, al frente de un Estado destartalado, carece de una visión estratégica que permita responder eficazmente a las presiones del desaforado del norte. El Gobierno, compuesto por ineptos sin experiencia ni claridad en política exterior, está encabezado por un canciller inoperante, Juan Ramón de la Fuente, quien ha brillado por su ausencia. Además, la falta de nombramiento de un embajador en Washington muestra el pasmo en el que parece estar la Presidenta, aunque para muchos su actitud sea una muestra de calculada prudencia. Obviamente, nadie en su sano juicio le puede pedir a la Presidenta que reaccione con gestos histéricos como los del Presidente Petro de Colombia, pero tampoco el silencio aterrorizado parece ser la mejor estrategia, ni los llamados a una unidad nacional, la cual el nuevo régimen ha hecho todo por destruir, van a tener efecto alguno.
Trump no solo busca consolidar el control de Estados Unidos sobre la región, sino que pretende aprovechar la debilidad del Gobierno mexicano como pretexto para imponer su voluntad en la política comercial, en la migratoria y en la de drogas. Ante este panorama, México enfrenta el riesgo de ser tratado como un Estado fallido, sin capacidad para resistir las imposiciones de un extraordinario tahúr, que maneja las cartas de manera tramposa, pero que está dispuesto a usar el garrote si alguien le echa en cara sus trucos arteros.
Si en los últimos años se hubiera fortalecido la institucionalidad del Estado mexicano, si el orden jurídico gozara de mayor legitimidad, si se hubiera construido una seguridad civil capaz de enfrentar el crimen con inteligencia y no con simulaciones mediáticas, y si la política comercial estuviera orientada al desarrollo tecnológico en lugar de a la perpetuación de la precariedad laboral, la capacidad de respuesta del Gobierno mexicano ante la arremetida trumpista sería muy distinta. Incluso la descarada mentira de que la crisis de opioides en Estados Unidos es culpa de México sería más fácil de desmontar. Pero nada de eso ocurrió. López Obrador y su Gobierno destruyeron lo poco que se había construido de contrapesos institucionales y trasladaron buena parte de la operación del servicio público a las fuerzas armadas, que han demostrado ser tan ineficaces como insaciables en su voracidad presupuestaria. Claudia Sheinbaum no solo ha seguido el mismo camino, sino que lo ha profundizado, rodeada de politicastros rapaces sin visión ni iniciativa. En estas condiciones, el Estado mexicano llega a la confrontación con Trump debilitado, sin estrategia y con una dirigencia que ni siquiera parece entender el tamaño del problema que tiene enfrente.
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