María Rivera
01/08/2024 - 12:01 am
Fastos
"No pude evitar preguntarme cómo una fiesta que celebra el espíritu universal de las olimpiadas podía desarrollarse simultáneamente a un terrible genocidio sobre la vida de miles de niños asesinados o familias enteras masacradas".
No sé si usted la vio, querido lector. La ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos de París. Un hito en las ceremonias inaugurales de las olimpiadas, por haberse realizado fuera de un estadio y al haber convertido a la misma ciudad francesa en el escenario para representar los múltiples segmentos en que se realizó la ceremonia maratónica que duró cinco horas, comenzó de día y terminó de noche, con la interpretación totalmente electrizante de Celine Dion del “Himno al amor” emblemática de la maravillosa cantante Edith Piaf.
El desfile de los atletas por el río Sena y las múltiples escenas en distintos sitios de la ciudad como la catacumbas, la catedral de Notre Dame, la torre Eiffel, el Louvre, etc. convirtieron la fiesta en un impresionante despliegue artístico, de gran creatividad y sentido poético. Si no la ha visto, le recomiendo que la vea, completa. Si bien es un relato de la historia y la cultura francesas, también fue un anhelo de la fiesta total “universal”, por decirlo de alguna manera. Una fiesta sobre el espíritu olímpico, pero mucho más. Los franceses aprovecharon que después de cien años volvieron a ser cede de los juegos para ofrecerle al mundo un retrato de sí mismos y de su historia, en la que es una de las ciudades más hermosas y emblemáticas del mundo. Mujeres que volaban por los aires con coloridos vestidos sobre un puente, un barco convertido en pedazo de tierra donde un piano ardía en llamas mientras una cantante entonaba Imagine de John Lennon, un caballo fantasmal galopando sobre el Sena, minions en un submarino que habían robado La Mona Lisa, un magnífico juego de luces en la Torre Eiffel, un portador de la antorcha olímpica, anónimo y elusivo, que recorrió la ciudad por horas para llegar a entregarla hasta el final a grandes atletas, María Antonietas decapitadas en el edificio de La Conserjería donde estuvo detenida, en una escena impresionante que reproducía visualmente el sangriento hecho, que no dejó de dejarnos preguntas en torno a si los franceses consideran encomiable la época del terror que vivieron en la Revolución. Desconcertante, pero artísticamente impecable, así como algunas otras escenas que causaron revuelo en las audiencias del mundo, como son la alusión al cuadro de la última cena, actuado por personajes drags y demás diversidades para acentuar el carácter liberal de los franceses, o la sugerencia de un trío amoroso en una de las escenas y que lograron indignar y enfurecer a los televidentes más conservadores. Pero dejarían de ser franceses, querido lector, si no fueran provocadores. Es casi un marca de su carácter.
Nada, lector, totalmente impresionante. Los franceses no solo tiraron la casa por la ventana, tiraron la ciudad. Años de planeación y sus mejores recursos artísticos puestos al servicio de una celebración que se ha convertido ya en un hecho “histórico” por su grandiosidad y recursos técnicos. Desde el diseño mismo de la ceremonia, pensada para la televisión, que unió los segmentos articulando la narrativa hasta la actitud de deportistas y personalidades que a pesar de la lluvia constante llevaron a cabo la ceremonia sin reparos. Todo un espectáculo, diría yo, unos fastos que dieron espacio para todo, o casi todo lo que a los franceses les importa. Ya sea Baco o el amor, pero sobre todo, la belleza, el refinamiento que no pocas veces roza en la plenitud decadente.
Un derroche que a muchos ofendió y a muchos otros, como a mí, fascinó por su imaginación rebosante y por la capacidad de sostener la tensión dramática del espectáculo, la gran obra de teatro, que duró cinco horas para culminar con plena emotividad al final de la noche cuando se encendió el pebetero olímpico o mejor dicho, cuando ascendió en un globo aerostático la llama incandescente y la voz de Celine Dion, desde la Torre Eiffel entonó a Edith Piaf.
Todo hubiera sido perfecto, querido lector, si uno no tuviera la incomodidad constante de saber que debajo o atrás de ese despliegue grandioso, en otra parte del mundo, mientras se entonaba Imagine de John Lennon, en una escena conmovedora, el estado de Israel comete un horrendo genocidio en Gaza, desde hace meses, con la complicidad de Francia y todo Europa. Me fue inevitable pensar en los nazis. En la ocupación francesa, pero también en el horror de la belleza capaz de convivir con las atrocidades humanas, sin inmutarse. No pude evitar preguntarme cómo una fiesta que celebra el espíritu universal de las olimpiadas podía desarrollarse simultáneamente a un terrible genocidio sobre la vida de miles de niños asesinados o familias enteras masacradas, como si estas no existieran ¿cómo podemos celebrar? me preguntaba ¿cómo, con qué cara, los franceses “llaman a la paz”, usan a John Lennon, cuando ellos mismos y el mundo entero han permitido la atrocidad de Israel sobre el pueblo palestino? ¿Cómo puede llevarse a cabo esta fiesta mientras niños y mujeres son llevados a la hambruna en un gueto inhumano?
Algo terrible hay, algo profundamente vergonzoso e indigno en ser partícipe de esta fiesta, mientras un pueblo es asesinado. Volverse un poco nazi, pensaba, mientras veía la celebración repleta de luces y artificios. Inquietante y trágico, querido lector. Tal vez, el gobierno francés debió en lugar de “pedir por la paz”, hacer algo para conseguirla desde hace meses y así evitar que Israel matara niños y mujeres, hacer algo congruente, algo más que la siempre decepcionante naturaleza del arte al servicio del poder; impotente ante la balas y las bombas que desmembran niños así se ilumine París, el Sena y vuele por el aire, encendido, el espíritu olímpico.
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