Honorio Robledo, sueño y vigilia, un universo de historias

30/06/2024 - 12:00 am

En El rebozo y la dama encontré con emoción el ritmo entre las pinturas y los textos. Las pinturas en verdes, rojos, amarillos vibrantes nos dan una experiencia similar a la de quien se adentra a la naturaleza. En este libro, Honorio nos narra con delicado ingenio una historia protagonizada por Evaristo Borboa, uno de los más destacados artesanos del rebozo de Tenancingo, Estado de México.

Por Melinna Guerrero

Ciudad de México, 30 de junio (SinEmbargo).- Leer a Honorio Robledo es profundizar en el universo de historias que un país como México posee; escuchar las voces que llevan adentro otras voces que nos llaman desde un lugar que pliega sus contornos a este año, a este día, que es todos los años y todos los días que caben en la espiral del tiempo.

Así lo supe a través de su libro Bemberecua, editado hace catorce años por Artes de México, la editorial donde lo conocí, luego en sus libros El niño y la muerte, también publicado por Artes de México, y en su libro El rebozo y la dama, una edición a cargo del Fondo Editorial del Estado de México.

Honorio es ese hombre alto, siempre alegre, siempre atento, con innumerables proyectos por hacer, presentaciones de libros y proyectos a las cuales acudir (al otro lado del mundo), libros por escribir o publicar y cuadros por pintar. Todo ello, enmarcado por la música veracruzana que Honorio conoce como una de sus lenguajes naturales: el son lo acompaña a donde quiera que él vaya, incluso aunque la jarana no se haga presente.

Quizá es por todo esto que recuerdo con mucha claridad la primera emoción que vino a mí después de leer Bemberecua: alegría. La historia de esa iguana que anhelaba unirse al fandango de un pueblo de Veracruz me fascinó, me hizo sonreír, pero también acortó las distancia que, yo imaginaba, existía entre Veracruz y yo.

Honorio me hizo familiar un sitio a kilómetros de mi ciudad natal (Aguascalientes) y, a través de su libro, me sentí parte de él. Entonces quise, como Bemberecua, bailar son arriba de una tarima y que también a mí me invitaran a la fiesta y algarabía que suceden en esos muchos lugares de Veracruz.

El niño y la Muerte, Artes de México, página 17, 2015.

Porque la incandescencia de la jarana, del son que se baila sobre una tarima y suena una y otra vez es un suceso que no pasa desapercibido. El ritmo del taconeo y el compás de las cuerdas de la jarana resonaron en mí, para siempre, y su suavidad contrastó con la música ranchera ―que tantos años yo había escuchado en Aguascalientes― y su pulso marcado por el acordeón, ese instrumento que inflama y abre el pecho, dolorosamente, cuando uno escucha y canta cualquier canción de este género.

Supe, después, que estas cualidades permanecían en cada libro escrito por Honorio; en El niño y la muerte, El rebozo y la dama, que ya he mencionado, pero también en sus libros que he conocido este año: La magia del mezcal, La sirena y el pozo, El cucuy, todos ilustrados por él mismo.

En El rebozo y la dama encontré con emoción el ritmo entre las pinturas y los textos. Las pinturas en verdes, rojos, amarillos vibrantes nos dan una experiencia similar a la de quien se adentra a la naturaleza. Los colores nos invitan a tocar todo aquello, a visitar las casas que se ven en cada cuadro, a sumergirse en los cuerpos de agua que Honorio también pinta por allí. Y seguramente esto sucede porque Honorio creció en Tenancingo y lleva, ya para siempre, la sensibilidad de quien nace cercano a las montañas, al vestido del campo y a la risa del aire que es cada pájaro.

En este libro, Honorio nos narra con delicado ingenio una historia protagonizada por Evaristo Borboa, uno de los más destacados artesanos del rebozo de Tenancingo, Estado de México (Premio Nacional de Ciencias y Artes 2005). En él, leemos de qué manera don Evaristo atiende la encomienda de una dama misteriosa, que se presenta a muy altas horas de la noche hasta la puerta de su casa.

Al avanzar en la lectura, uno se entera de que esa dama misteriosa es la propia Muerte, y que esa madrugada, le pide a don Evaristo que le confeccione el rebozo de los rebozos; una pieza que signifique su gran obra maestra. Don Evaristo acepta, pero, al hacerlo, se da cuenta de que también ha aceptado la muerte, la propia, porque al término de su obra gran obra, la Dama regresará por su encargo, lo que significa que también regresará por él.

Entonces Evaristo enferma. No come, no tiene ánimos para continuar, pero un día, Dominga, la vieja cocinera de la familia, lo limpia con hierbas y le da la solución para su malestar: “Qué tonto eres, niño: puedes tardarte mil años en tejer tu famoso rebocito”. Así, Evaristo comprende que la Muerte “le dio un gran regalo: el tiempo para encontrar el verdadero sentido de la vida y el dinero para alcanzarlo”.

Evaristo comienza a vivir cuidadosamente. Paga sus deudas, redacta su testamento, paga su entierro y, después de ponerse al corriente con todos los quehaceres que había postergado, comienza con el encargo de la Dama. La elaboración del rebozo se vuelve tan detallada que, para cada una de las etapas dedica esfuerzo, dinero y cuidado; encomienda los mejores materiales, manda traer la mejor tela, va hasta Veracruz para conseguir las mejores maderas y con ellas construye un telar impresionante, y acude con las mejores empuntadoras de rebozos para que hagan un trabajo único.

El artesano encuentra otro tiempo, el del delicado esmero, el tiempo que se ensancha cuando prestamos atención a lo que nuestras manos pueden crear. Conforme avanza en su proceso, la muerte, la Dama, queda a lo lejos, como una cita a la que uno tendrá que acudir, inevitablemente, para entregar la obra máxima, el rebozo de los rebozos, la pieza final.

Y así comprendemos que el ingenio de los artesanos lleva implícito esto: la delicadeza de quien con sus manos y atención crean un tiempo-otro que, inevitablemente, se impregna en las piezas creadas. Entonces un rebozo no sólo es un textil, sino tiempo, y por ello un rebozo puede doblarse y desdoblarse, acompañándonos y transformándose en cuna, luego cama, más tarde abrigo, también adorno y refugio.

Un refugio como el que yo imaginaba que mi abuela se construía con su rebozo, al enmarcarse el rostro con él; pensaba que ella podía desaparecer cuando ceñía aún más la tela del rebozo a sus mejillas. Mi abuela iba hacia allá, adentro, a la profundidad que era el tiempo de su propio misterio, que el rebozo le ayudaba a construir. Y yo sabía que bastaba con que ella se lo quitara para que saliera de ese lugar, y regresara.

Pienso, al releer a Honorio, que un rebozo también nos remite al cordón umbilical, a las raíces de las plantas o a las del árbol, a una melena que viene de la mujer que vive en el aire, a la prolongación de la vida, a la línea que es la vida, como un rebozo también es, pero detallada, con colores, tramas y texturas.

Dejo el libro de Honorio para ir en busca de un rebozo, que pueda acompañarme en los siguientes años de mi vida, que pueda enraizarme al tiempo. Y así, con el rebozo sobre mis hombros, creo que cada libro de Honorio es vigilia y al mismo tiempo sueño, por eso uno puede leer y decir que ha bailado en ese libro, o escuchar en sus libros la jarana, pero también el aleteo de algún pájaro, nadar en algún río de Veracruz, saludar a don Evaristo y conversar con la Muerte que usa rebozos y visita a los artesanos de noche.

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