Susan Crowley
20/01/2024 - 12:04 am
Edward Hopper, historias en una habitación de hotel
La obra de Edward Hopper se desarrolla en hoteles de paso, sitios desolados, impersonales, en nada atractivos para un turista de ocasión. Escena de una película de presupuesto B.
«Amo de ese pintor la ausencia de detalles; ese ir a lo mínimo indispensable. Hay sitios de los Estados Unidos donde pones la cámara y te sale un cuadro de Hopper». —Wim Wenders
Tiene razón Win Wenders, el célebre director de cine, sobre la obra de Hopper, que pareciera el inventario puntual de momentos de vida en algunos de esos sitios sumergidos de Norteamérica. Espacios en los que el tiempo no parece avanzar sino penetrar en el ánimo como una balanza que debiera sopesar la vida interior. Sin duda, París Texas, una de las obras seminales del director alemán se fue construyendo a partir de la mirada hoppereana que tanto admira. Un tiempo recuperado justo en la pintura, en la que los silencios permutan al diálogo o a la acción. El arte de Hopper es el de saber contar historias abiertas, sin relatos que las sostengan. Simplemente coloca las piezas para que cada uno de nosotros dirijamos una película construyendo nuestro relato.
Difícilmente se puede elegir una obra de entre los cientos de cuadros que penden en los muros del museo Thyssen-Bornemisza; una de las colecciones más impresionantes de las que haya registro. Con sede en Madrid, no solo es enorme en cantidad, la calidad de cada una de las obras pone de manifiesto el qué y cómo se debe coleccionar. En el caso del barón Thyssen-Bornemisza hubo siempre una idea clara: rivalizar con los museos públicos, y generar un acervo que tarde o temprano llegaría a enriquecernos a todos. Una pasión democrática a la que entregó su vida y mucho de su capital adquirido en la industria siderúrgica. La sorpresa es que haya terminado en suelo madrileño y esto se debe a su matrimonio con Carmen Cervera, quien después de pasar sus buenos años entre concursos de belleza, actriz de filmes de tercera y varios matrimonios fallidos, logró cautivar al barón y hacerse dueña de esta gigantesca y altamente valorada colección privada, solo superada por la de la reina Isabel de Inglaterra. El anhelo del barón de formar una colección de arte de todos los tiempos, que algún día sería pública, se hizo realidad cuando al morir heredó todo a su viuda. Después de un litigio con los otros herederos, Cervera logró que el gobierno español, con la anuencia de los reyes, la estableciera en Madrid. Sin duda un hito en la historia del arte de esta nación.
Caminar por los pasillos del Museo nacional Thyssen-Bornemisza es como visitar a los verdaderos amigos, esos autores que admiramos y que nos han dado tanto. Una muestra de cada uno, representado en piezas de gran nivel, nos permite hacer un recorrido por la vasta historia del arte. Desde la Edad Media hasta obras contemporáneas, la colección ha sabido nutrir con gran tino su acervo. Obras que nos obligan a la contemplación y que son una buena razón para visitar el museo. Van Eyck, Durero, Tiziano, Caravaggio (recién restaurado), Rubens, Rembrandt, Canaletto (de los mejores paisajes venecianos del autor), Monet, Cézanne, Van Gogh, Picasso, Kirchner, Kandinsky, Goncharova, O´Keeffe, Dalí y una significativa colección de obras de artistas norteamericanos, especialmente expresionistas abstractos como Rothko, De Kooning y Pollock y pop de enorme calidad como Lichtenstein, Rosenquist y Wasselman. Destaca una obra extraordinaria del artista Roberto Matta de 1942, que merece pasar frente a ella un buen rato.
Si la obra Habitación de hotel de Edward Hopper debiera describirse en una sola palabra, yo elijo intrigante. Como si de la escena de una vieja película se tratara, la atmósfera pictórica envuelve un cuerpo femenino. Por un momento dejamos de pensar en que esto es pintura, capas de color que van estableciendo un ambiente, para adentrarnos en una escena nítida, de una claridad que incluso nos hace pensar en algún montaje cinematográfico: el crew formado por asistentes, iluminadores, maquillistas, reciben órdenes del director. En cualquier momento escucharemos ¡corte… y queda! Como muchos cuadros de Hopper que inspiraron al cine, no se puede dejar de pensar en aquella casa victoriana donde vivía el asesino Norman Bates en Psicosis de Hitchcock. Sin embargo, la escena de la mujer en la habitación no ofrece un guion, o más bien es un guion abierto para que cada uno de nosotros lo complete a su manera.
Sentada sobre la cama, la mujer ha dejado la ropa sobre el sillón. Su ánimo nos envuelve de melancolía. Al fondo el equipaje nos hace preguntarnos, tal vez vaya de paso por este sitio, o quizás esté dejando el pueblo en el que nació; no sé si decidida a cambiar de vida. Ajena a nuestra mirada observa detenidamente una hoja de papel, puede ser un itinerario de tren o tal vez sea una carta. Por su actitud será una despedida. No parece leerla, más bien reflexiona sobre su contenido, debe ser doloroso o simplemente, la cita no llegó. Sin la más mínima voluntad en el asunto, nos deja ver su decepción. Al observarla no es difícil hermanarnos, ¿cuántas escenas finales como esta hemos vivido? ¿en qué momento el amor deja de ser una ilusión para convertirse en pasado, memoria de lo vivido, lo que pudo ser y lo que ya nunca será?
En cualquier época, la sensación de soledad y abandono suele ser la misma. Serán muchas las razones y las distintas formas de encontrar la felicidad. La tristeza parece ser una, no importan los motivos, el sentimiento une. Nos vuelve iguales. El desasosiego tiene un valor democrático.
La cortina entrecierra la noche oscura. La luz que ilumina el centro de la habitación recuerda a esas lámparas de neón ahorradoras que se pusieron de moda. Pende del techo y desnuda la intimidad, es fría; intriga nuestra mirada. Jean Boudrillard la llamaría la “transparencia del mal” que nos habla de un tiempo en el que no habrá mucho que recuperar. Ahí entre esos colores, nuestra voluntad se rinde a la desolación.
La obra de Edward Hopper se desarrolla en hoteles de paso, sitios desolados, impersonales, en nada atractivos para un turista de ocasión. Escena de una película de presupuesto B; los cuadros han sido cortados, extraídos y por consecuencia paralizados. Es una representación mutilada, ¿quién quiere dejar su vida en una fotografía? Hopper nos lleva de la mano a tratar de completar la acción. Debe tener su carga de pasado y su anhelo de futuro, pero aquí, el tiempo está suspendido. ¿Cuánto dura la tristeza?
Esa joven de la habitación tendrá unos treinta, fue pintada en 1931 por un joven Hopper. Él siguió pintando, viajó, amó, vio venir la vejez al lado de la posesiva Josephine que lo celaba de las modelos pintadas; mientras que esa mujer, su musa anónima, quedó ahí a prueba del paso del tiempo; eternamente ofrecida a nuestra mirada, pero indiferente. De la misma forma que han quedado esas otras mujeres atrapadas en las obras de arte, hablando de historias que solemos apropiarnos al ir a los museos.
Justo detrás del panel donde permanece Hopper, irrumpen la energía de Pollock con sus drippings y latigazos de color y la violencia de De Kooning, esa mujer salvaje, madre y virgen que el artista volvió rayones y pulsión, justo un pasillo más adelante de la infinita espaciosidad de Rothko que nos deja un sabor intenso a infinito.
En esta partícula de tiempo hoppereano, puede reinar la noche y transitar hacia el amanecer. Seguramente la escena terminará cuando la mujer deba salir de la habitación del hotel. Quedará como portada de tantas novelas, será el souvenir o la postal de muchos viajeros. Quien vaya de visita habrá de terminar su viaje y deberá preparar el regreso a casa, tomar su equipaje y partir. A ella le corresponde quedarse ahí en la sala 45 del museo Thyssen. Y ese es otro tiempo que el nuestro, es el tiempo del arte.
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