Antonio María Calera-Grobet
17/12/2023 - 12:05 am
Migajas de diciembre
Las mesas decembrinas suelen ser un desastre. Parecen un juego de dominó que se abre paso por donde puede más que por donde debe. Unos se sientan a la mesa principal, otros se atiborran en las laterales (y todo es cosa de abolengo y antigüedad), los niños son agolpados en un sector al que siempre hay que atender.
GRUMOS DECEMBRINOS
Con este frío me gustaría amanecer en Rusia. Beber vodka y comer un potaje denso. Escuchar ese idioma de naturalezas graves entre amigos borrachos. / Mis mejores amigos son los borrachos. No sé si siempre digan la verdad, como estoy seguro tampoco la dicen los niños, pero creo que llevan consigo una herida parecida a la mía: la de saberse que van a morir jóvenes, y estar necesitado de varios regazos dónde caer a llorar. Cuando estoy borracho a veces pienso que si yo hubiera sido amigo de Luis Buñuel, cosa que sueño despierto buena cantidad de días en mi vida, habríamos formado ya una suerte de comando a la “Doce al patíbulo”, contra la sensación de indefensión y vacío: la conformarían: Juan Gabriel, Emilio “El Indio” Fernández, Francisco Toledo, David Silveti, Daniel Lezama, Bigas Luna, Pablo Carbonell, Goya y unos más. Beberíamos hasta caer dormidos o vomitados. Esa es la idea de la celebración: perderse para recuperarse. Seríamos una brigada contra la infelicidad. Y haríamos arte público por sobre todas las cosas. También pienso que si fuera un artista ruso llevaría una bufanda de chorizos de sangre coagulada. Me bendeciría a mí y a mis amigos en vodka. Me imagino que en esos lugares lejanos y nevados, la sangre adquiere dimensiones aún más míticas. Por eso quizá, sería carnicero. Los carniceros son secretamente odiados. Uno piensa que eso que hacen los una canal lo podrían hacer con nuestro cuerpo. Como siempre imaginamos lo peor. Yo creo que en todo caso nos sabrían aquilatar. Los diciembres son buenos en cuanto que recordamos que llevamos sangre adentro, que el frío se la lleva a los lugares que quiere. La perdemos de los cachetes, de las manos, se va al estómago a cada rato. Somos seres calientes, de sueño, alejados de la naturaleza. Me imagino cómo llevan ese frío los moradores de las calles de Finlandia o Lituania, tirados a su suerte. Y cuando digo calientes pienso en los tipos con castañas, los tipos de las películas que se frotan las manos en los tambos. Los hornos de las casas se prenden más por estas fechas. Los hornos huelen más en estas fechas. O nos permitimos entenderlos más. Los hornos que hacen pan, aves, mamíferos. Esos centros que nos aman, prodigan el calor de los vientres, y nosotros dejamos ahí todo el año, llenos de trastos, abandonados. Y es que somos muy ingratos. Yo podría irme a los golpes de los seres que niegan al otro el alimento, por ejemplo. Me refiero a aquellos que dicen qué, cuánto y cómo comer. En definitiva, hay que liberarse de esos seres de una buena vez. Desconfía del que se detenga ante un comentario de censura por parte de su cónyuge, madre o amigo. No es hombre, es niño. Pero bueno, es fin de año. No hay que caerle a golpes a nadie. En fines de año hay que comer con los amigos. Hay que beber vino con los amigos. Hay que perder un poco el paso marcial de todo el año para volver a vernos y sentirnos. Si no se pierde uno no se halla uno. Y eso de andar siempre perdido es una monserga. A mí me gusta llevar pan a las cenas porque me gusta entrar a las panaderías en esta época del año. Pienso, en un acto imaginativo quizá de profunda idiotez, que ahí apretujados, no hay asesinos, no hay políticos que nos lleven al precipicio, no hay malandros. Pienso que en las panaderías hay gente de bien. Por otro lado pienso que, como los corchos de las botellas en los vinos espumosos, el apetito sexual también se revienta en Navidad y año nuevo. El porqué es para mí un enigma. Tal vez nos calienta el hecho de la ternura ajena, del estado de vulnerabilidad con que supuestamente se pinta al otro. Coger en invierno, en afeites y perfumes, ropajes y calores, es para muchos mejor que coger en primavera. Con todo lo que dizque esta lleva. Los inviernos. ¡Ay Dios! ¡Los malditos inviernos tan cabrones! Ahí donde las familias y los noviazgos se resquebrajan o se vuelven a pegar. Luego uno anda viendo esos ensambles grotescos de mancuernas que deberían haberse dejado ir. El invierno tiene esa cosa aglutinante. Hace grumos poco homogéneos, que saltan a la primera. Reúnen a lo estúpido.
Por eso digo que hay que saber a quién no invitar a la cena de Navidad. Por la razón de que, del otro lado, han hecho con nosotros exactamente lo mismo. Hay que invitar a lindas mujeres. Yo amo a las mujeres lindas e inteligentes. Las amo por sobre todas las cosas. Las mujeres, a mí me gustan las mujeres, son más bellas en Navidad. Las chapas las hacen de cuadro de los países bajos, y las nalgas frías son una delicia. Faltaba más. Justo lo contario a lo que me pasa con lo imbéciles que se ponen borrachos y solemnes en las Navidades. Los sermones de Navidad son el ejemplo de nuestro afán de melodrama pero también de moral. Porque sus componentes llevan esas dos caras: por un lado, recordamos al amigo ido, al viejo que acabó tirado en la escalera, pero luego recordamos que era un tal por cual que iba por la mala senda. Y entre drama y moral, esa cruz pesadota del cristianismo.
Da mucha risa la manera en que los “jipsteretes” han metido la Navidad a sus vidas. A la Navidad, ya no digamos norteamericana, sino cursi y cutremente extranjera, entre sus ideas. Hablan de renos, duendes, dejan calcetas colgadas de chimeneas dibujadas en las paredes a un lado de un árbol con escarcha como nieve artificial. Sin hablar de sus maneras mentales: son abiertos, desearían ayudar en un asilo, cantar en un coro en la iglesia refulgente, bailar “El Cascanueces” en Bellas Artes. Creo que en realidad quieren eso: ser Santocloses que regalen juguetes al mundo, libertadores de caricatura. Claro, flacos eso sí. Mi vecino, por lo pronto, sospechosamente, se ha dejado la barba y porta una camisa de franela a cuadros. Lo veo inflando por el culo a un oso polar.
Recuerdo a los diciembres (además de un mes en que se programa en el cable “¡Qué bello es vivir!”), como un mes particularmente nervioso. Las madres, sobre todo ellas, corrían de un lugar a otro para cumplir con el reto ingente de satisfacer uno y otro antojo, compromiso, deseo, regalo tal para fulano tal. Se trata de una suerte de batido en que los mortales se hayan en estado de frenesí para cumplir cabalmente con su cultura, lo que les dictan las reglas de la tradición. Hay que dar regalos, vestirse con buenos abrigos de lana, oler a loción, comprarse guantes y cuellos de tortuga, envolver regalos, comprar regalos, comprar botellas de licor para parientes lejanos y vecinos cercanos pero igualmente lejanos. Visitar, abrazar, departir, brindar. Pareciera que si no se lograra la licuefacción social sobreviniera una verdadera catástrofe: la de la familia disfuncional, pobretona, que no está a la altura del capitalismo y sus oportunidades, su cartera de grandes y salvajes mentiras.
Por cierto, niños, no se dice “oso de felpa”. Se dice “osito de peluche”. Y nunca leíste ni viste ni te gustó Winnie “The Pooh” para comprarte uno en mil pesos, maldito joven de provincias con dinero. Las cosas como son. Por ejemplo, hace unos días, mi tía Angeles se molestó conmigo porque de pronto nos sentamos a la mesa y pregunté: “¿Copas? ¿A poco teníamos copas?”. Y que me suelta un pellizco que aún palpita en mi antebrazo. Y es que nunca tuvimos copas. No estoy acostumbrado a ellas. Las cosas como son. Y luego vino mi tía Ramayana. “-Saluda a tu tía Ramayana que viene de Laredo a darnos un abrazo. ¿No te acuerdas de ella?”, dijo la tía. Y yo conteste humildemente: “-No tía, no la recuerdo”. Y de nuevo me volvió a pellizcar. Y luego me gritaba que por qué bebía cerveza, porque no sabía como se llamaba una ensalada: “Ensalada Waldorf. Así se llama: Waldorf. Óyelo bien: Waldorf. No es una ensalda de manzana”. Por dios, ¿a quién le importa una maldita ensalada? Para mí la navidad es de turrones o no será: de Yema, estilo Jijona o Alicante. El turrón en casa, las peladillas de almendras también, los orejones de chabacano, los dátiles, hacían las veces de los verdaderos regalos de oriente. Y las botellas de vino, claro, que yo me llevaba a las fiestas con mis amigas para acabar a las 8 de la mañana junto al río, encuerados y con las nalgas frías. Y luego mi tía me decía que si hacíamos bacalao. Bacalao, sí. Hagamos bacalao. Pero fresco. No ese fiambre de fibra de vidrio al que hay que estar echando agua y aceite y crema para que vuelva a la vida. Pobre suela marina. Me gusta la Navidad. Debo decirlo. Me gustaba de niño ver las diferentes versiones del “Cuento de Navidad” cuando era un crío. Recuerdo una particularmente, con George C. Scott como Ebenezer Scrooge. La de Waltd Disney, claro, y por ahí las versiones modernas que hay del cuento sobre el avaro y miserable que se convierte en ciudadano socialmente responsable, maldito cobarde integrado al sistema. Y debo decir que el cuento me gustaba, me hacía pensar. Sobre todo en todo lo que dejaba fuera, y que iba más allá en la enfermedad de Tim. Recuerdo a los niños de la calle, trabajando esos días en la “Avenida de los cien metros”, por Lindavista, que es donde la pasamos por décadas. Ahí ateridos, en la esquina. Una vez en una Navidad vi como una señora golpeaba a su padre, ya muy anciano, y como un joven daba un puntapié a un perro, cerca del parque donde solíamos cantar villancicos. La Navidad siempre fue un hervidero de estampas de alcohólicos, aguinaldos tronados a la mala si es que llegaron a existir, matrimonios mal avenidos que se mantenían unidos por el supuesto bienestar de los hijos. De manera que cuando pedía un niño que si no le dábamos su navidad, me imaginaba dándole regalos, invitándolo a cenar, y eso, en verdad era demasiado triste. Pongamos, por ejemplo, que ese Santaclós su tuviera legalmente esa fábrica de juguetes operada por cientos o miles de duendes: ¿Y les pagaba bien? ¿Tenían prestaciones? ¿Aguinaldos?
Ahora mi vecino se ha comprado un trineo. Para cuatro plazas. Seguro se deslizará grandes distancias si viaja sobre su ego. ¡Mientras no compre cuatro camiones de hielo!
Viéndolo bien, lo más bello culturalmente, de las celebraciones, son los fuegos artificiales. Hacen las veces de intervención artística en la bóveda celeste, una irrupción mágica de la luz en la oscuridad, de una risotada en la solemnidad. Son flores, anémonas, seres de luz para el beneplácito de los hombres. Fuegos domesticados, luciérnagas manipulables. Los chinos lo sabían. Mirar eso es extático, nos sitúa en nuestro justo medio: bien plantados sobre el planeta tierra, y bien lejos de ser los dioses con que soñamos.
Una de las cosas que me hacían sentir mal eran las servilletas decembrinas. Eran más altas, parecían más finas, y por eso no sabía si mancharlas o no, mancharlas lo menos que se pudiera apara no pedir más. Esa es una metáfora de la familia. Se sueña impoluta y acomodada, pero termina como cualquier otra abeja obrera, embarrada.
Nada peor que las mentiras enterradas. Pasan y pasan los años y no se hablan. Cuando en verdad deben de hablarse y seguir adelante. Tu padre tiene una amante, tu hermana salió embarazada, no hay dinero, tu padre no tiene trabajo, no podremos salir de vacaciones. Las familias no sólo se afianzan en las mesas y los brindis, en los grandes éxitos sino también en la temporada de vacas flacas.
Me llama la atención que la gente consuma tanto pan en diciembre. Pan a mansalva sobre la tortilla. Y baguettes. Todos llevan baguettes como si de pronto acusáramos el recibí de ser la Nueva España.
Las “Roscas de reyes” esconden niños dioses. Y si te tocan debes regalar tamales en una fiesta. Hay ahí una conexión que no comprendo. ¿Es punitivo o celebratorio?
El atole es un caldo en que se recalienta la identidad nacional. No le eches agua al atole porque te diluyes.
Es fácil para un niño saber que mentimos. ¿Por dónde baja el Santaclós con semejante panza, y lo peor, por una chimenea inexistente? Eso sí que es mejor que pasar a un camello por una aguja.
¿La hebilla de Santaclós es tan grande para decir que él lleva los “grandes pantalones” en casa? ¿O para azotar renos?
Me dan risa (y ganas de tirarles unos huevos), esas casas donde uno sabe viven seres que han esparcido el veneno todo el año pero ahora se emperifollan de “nacimientos” en pesebres. Creo que deberían de poner solamente una docena de burros y vacas y cerdos, con una disculpa para burros, vacas y cerdos. Así parecería que hacen una de sus fiestas de odio, insidia, chismorroteo de azotea.
¿Quién le da juguetes a los duendes? ¿Quién un ponche con piquete?
Ponche con piquete es un eufemismo que licencia a todos para beber apenas caída la noche. Por nuestras trampas nos conoceréis.
Las piñatas pudieran ser una metáfora de cómo llevamos el ejercicio de la democracia. Hay niños más altos que otros, que pasan a pegarle varias veces, y que por más mareados que estén siguen llevándose todo porque ven, tramposamente, a través del trapo que les pusieron en los ojos. Y las madres gobierno se hacen de la vista gorda. Ya en casa, los dulces serán repartidos entre todos los miembros del clan.
Escucho en la televisión que en la fechas de fin de año “hay que mostrarnos en familia todo el amor que llevamos dentro”. Y no sé si eso es en broma o en serio. Y lo digo en serio: si es que lo hay, ¿por qué mostrarlo sólo en estas coyunturas? Y si no lo hay en tantas personas, ¿entonces para qué pedirlo? Sucede que eso que se llama en este anuncio, el “amor”, se falsifica, hincha, maquilla, en pos de parecer “gente normal”. Cada quién dirá.
Los regalos de intercambio, por ejemplo, se llevan a cabo con calzador. La gente regala lo que quiere y el otro hace como si ello le gustara. Y en eso todos gastan una millonada. Es el pago que hay que hacer para la escenificación de la obra: “Estamos todos bien”.
Las mesas decembrinas suelen ser un desastre. Parecen un juego de dominó que se abre paso por donde puede más que por donde debe. Unos se sientan a la mesa principal, otros se atiborran en las laterales (y todo es cosa de abolengo y antigüedad), los niños son agolpados en un sector al que siempre hay que atender. Es un juego de dominó con muchas mulas, que por sutilezas casi nunca sabidas o en verdad cambios bruscos en el temperamento de sus integrantes, se acomoda raramente en la sala de estar, en el comedor, en el jardín, y terminan por situarse en la zotehuela, en la cocina en la que discuten los más borrachos, unos llorando y otros tantos riendo de júbilo. Es algo más parecido a una clínica en la que los pacientes esperan su turno para comenzar a despotricar sobre varios temas arracimados en la historia o de la mayor actualidad.
Parecería un exabrupto sentimentaloide de mi parte pero debo decirlo. Conozco a varios restauranteros que en las fiestas de fin de año no dan un clavo a nadie de regalo. Y claro, estarán en todo su derecho pero no sería nada perjudicial a su economía caerse con algo para la gente que no tiene qué comer. Desde hace más de diez años, y no me pongo como ejemplo de nada ni nadie, mis hermanos y yo hemos regalado todo lo que hemos podido: tortas, caldos, fiambres, cafés para el frío. Y no sólo en el Centro Histórico. Tengo la idea de que la mezquindad del que tiene de sobra se llama de otra manera. Se llama miserabilidad.
En otro orden de ideas, hay que decir que se come mucho. Qué bueno. Y que se come bien. Puede ser que así sea. Pero en muchos casos también se come en desorden. Todos pasan y nadie come. Y lo peor viene después. Todos pasan y nadie lava. Los trastes se quedan ahí para que los lave la abuela, los laven las mamás al día siguiente. Habrase visto que los vejancones de los maridos y los huevones de sobrinos nietos y tíos, por no decir los gorrones de los amigos, se atrevan a lavar un plato. Así son las cosas. No sólo no se ayuda a cocinar, no se aporta nada al festín.
Por lo demás, hay que decir que no al menú decembrino. Aclaración. De todos es sabido que tenemos el derecho (¡y más cuando el mundo se va a acabar!), a comer o beber lo que nos venga en gana, en familia, con amigos o en la más triste soledad, y lo que aquí propongo debe considerarse apenas un balconeo de mis preferencias, una opinión acaso, un juego de mesa para cocineros contemporáneos. Lo explicaré en algunos puntos:
a) Iré al grano. Si aceptáramos las cosas tal y como son, perdiendo el miedo a dañar alguna susceptibilidad, atacar las buenas costumbres de las familias, deberíamos aceptar que somos ya muchos los que estamos en contra del menú decembrino. ¿Por qué?
b) Peleo y me sostengo. Porque es una mezcla rarísisma de todo, sin ton ni son, sin pies ni cabeza. Veámoslo tiempo por tiempo. Primero, casi todas las familias empiezan por un caldito, un buen consomé. Reconcentrado y caliente, absolutamente mejor que el de todos los días. Otras familias prefieren comenzar con una pasta blanca, no muy pesada. Bien Hasta ahí. Luego casi siempre sigue el pavo, cocinado dulce o salado —o esa línea intermedia que pudiéramos clasificar como “agridulciencanto”, “prepicantefrutoso”, “lacteoenvinadizo”, cuevas cómodas en donde se esconden los que dicen cocinar bien—, para continuar con alguna de estas opciones, según cualquier tipo de variables (estilos nacionales, tradiciones familiares, edad de la concurrencia y cocinero y demás): pierna o lomo de cerdo, ternera, bacalao a la vizcaína o romeritos, papitas por aquí y por allá, alguna veces champiñones, acompañados de ensalada de manzana, un áspic, una ensalada que pudiéramos llamar siempre así: Navidad. Y bueno, claro, se termina con un fruit cake, café o té, turrón, frutas secas, peladillas, mazapanes, colación, y un larguísimo et cétera. ¿Todo bien? Y esto sin contar que cada uno pudo haberse precipitado un poco más con algunos entretenimientos paralelos: torta clandestina antes de la cena, bolillo embarrado con mantequilla, cucharazo vil a las ollas sobre la estufa, que cobrará su espacio u con creces unas horas más tarde.
c) Analicemos. Contra el pavo no tengo nada, es adorable y hasta tierno en esa pose ridícula a la que lo sometimos para la foto eterna. Nada salvo que su naturaleza es seca y he ahí un gran inconveniente. Hay que echarle muchas ganas para hidratarlo y recuerde que en México somos salseros. Y la verdad es que no hemos sido capaces de cocinar un pavo contemporáneo que nos vuelva locos. Todos saben a lo mismo porque se rellenan más cuidando que a todos les guste que dejándose llevar por el instinto. ¡Piénselo y verá!
d) Sobre el bacalao vienen a mi memoria algunas frases que escribiera el gran Ramón Gómez de la Serna, ciertamente serias: “Es bastante extraño que se coma esa piel, seca, reseca, como insustancial, como vieja, pasada y repudiada del Bacalao. El Bacalao lo debían vender en el Rastro, en las prenderías, y el mejor en las tiendas de antigüedades.” Duro y a cerebro sin remilgos. El bacalao es una fiambre seco, astillado, parecido a la fibra de vidrio, que hay que traer a la vida de nuevo. ¿Por qué no hacemos un bacalao fresco, un robalo, un huachinango, un esmedregal o un dorado? ¿Si hasta es más rico y barato? Sostengo: por miedo al qué dirán. Imagínese un pescado grande y fresco, que huela casi a nada (si el pescado huele a mar es que está pasadito), y hágalo justo como lo haría en una fin de semana normal. Acaso con un poco de mantequilla o aceite de oliva, ajo, algo de vino blanco, hierbas y listo. ¿Qué tal?
f) Ahora que si a esto le sumamos los romeritos, una hierba sabrosísima como todos los quelites de nuestra comida prehispánica (porque hasta donde sé como quelites se reconoce a las hojas verdes, los tallos, los brotes de plantas verdes como las acelgas, las espinacas, los quintoniles, los huauzontles y tantos otros), la cosa se pone difícil. No por la planta en sí, sino por el mole ya al final, o en medio, lo que la vuelve, en combinación con lo ingerido anteriormente, en una bomba de tiempo. Eso es lo que es. Todo se embute violentamente en el estómago haciendo un paquete somniferante y letal, que solamente aguarda la llegada del mesías para explotar con todo y establo, pesebre, mula, vaca y Reyes Magos que, pobres, vienen todos los años de tan lejos a echarse un taco.
g) Cambio. Deberíamos comenzar sí, con un súper consomé concentrado de varias carnes, ya sean de res, pollo o pescado, según se elija grupalmente. Y seguirse por esa carretera. Por ejemplo: si se empezó con un caldo de pescado, un fumé, un fondito ligero, habría que seguir con un pescado gigante hecho para la ocasión, de la mejor pescadería —porque como dice el refrán: “Para decir mentiras y comer pescado hay que tener cuidado”—, y no bajarse del mar. Si se metió uno un caldo de res, poder seguir con un pecho de ternera, unos cortes al horno, salseados como se quiera. Y terminar muy bien con diferentes postres y licores, que en el país hay para aventar al cielo. Se puede así escoger lo que se quiera y no moverse del camino elegido. Por ejemplo, comenzar por una crema de alguna verdura, seguir por un pato o lechoncillo al horno, acabar con quesos y patés, pies, beber vino. ¿No hay pierde lo ven? Y es más. ¿Por qué no algo bien mexicano? Por ejemplo la hechura de unos tamales especialmente para la ocasión, rellenos, insisto, de quelites, verdolagas, espinacas, acelgas y tomate verde. Servido con crema y queso fresco, para seguir como segundo tiempo con ese guajolote en mole, o un buen cerdo en mole verde, o el que guste enchilado o adobado con diferentes chiles: pasilla, morita, guajillo. A tacos o en torta, y acompañarnos con unos vasos fríos de aguas frescas (jamaica, horchata, guayaba, melón, sandía), y como postre camotes o plátanos al horno, atole, frutas encurtidas, jamoncillos, palanquetas. Imagínese un buen chilpachole, seguido de unas quesadillas o enchiladas de pescado pero de lujo, con su arroz impoluto.
h) ¿Podría esto comenzar un movimiento masivo, de comelones decembrinos, que cambien la orientación del eje primordial de nuestra forma de comer a fin de año? Ya lo creo. Aunque no es la intención. Sólo hay que trabajar en pos de una mejor cena, para lograr un mejor brindis, un mejor abrazo, y una mejor noche.
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