Jorge Alberto Gudiño Hernández
22/10/2022 - 12:05 am
¿Las razones correctas?
"¿Qué tanto nuestros valores o nuestra ideología pueden modificarse a partir de nuestras emociones y qué tanto de nuestras conveniencias? No es una pregunta trivial".
Lo comenté hace ya tiempo en este mismo espacio. Cada semestre mis alumnos leen varios libros que voy rotando dependiendo de sus intereses. Con el pretexto de uno específico (cuyo título no mencionaré para no echarle a perder la lectura a nadie), les doy un ejemplo de cómo la ficción es capaz de ponernos en situaciones incómodas. Hacia el final de esta novela, queda abierta la posibilidad de que el protagonista se entere de que su padre es un asesino.
La pregunta se pone sobre la mesa: ¿qué harían ustedes si, al llegar a casa, su padre les confesare que es un asesino?
Es claro que no se busca una respuesta del todo realista, toda vez que es un experimento mental. Sin embargo, la pregunta funciona bien para que nos cuestionemos nuestros límites. Algo que, según se dijo, posibilita la ficción sin la necesidad de vernos comprometidos por una circunstancia similar dentro de nuestras vidas.
En otros semestres las respuestas solían ir por dos rumbos. La primera era la moral: acusarían a su padre, lo condenarían, lo rechazarían, huirían de la casa, no lo volverían a ver, lo entregarían a las autoridades y acciones semejantes. Es decir, la respuesta ante tal hecho (porque en el ejercicio es un hecho y no motivo de juicios o interpretaciones) implicaría renunciar a la relación que se tiene con el padre. La segunda era la del cariño: harían todo lo posible por ocultarlo, defenderlo, justificarlo y salvarlo de las consecuencias de sus propios actos. En otras palabras, significaría fortalecer la relación.
Ambas respuestas me han resultado bastante lógicas. De hecho, no sólo se han repetido en clase, sino que varios amigos también se han decantado por la una o por la otra. De nuevo, como es un ejercicio mental, sería fácil para cualquiera mentir, investirse con una moralidad superior y optar por la condena. Llama la atención que, para muchos, el cariño que sienten por sus padres clausura, incluso, esa posibilidad.
Esta semana repetimos el ejercicio (el pretexto era el mismo aunque el libro diferente). Las respuestas iban más o menos por las mismas vertientes cuando uno confrontó a otro de los que habían dicho que terminarían la relación: “¿Y de qué vas a vivir?”. Se refería, es claro, a que el padre era el proveedor de esa familia y no salvarlo implicaría perder el nivel de vida al que estaba acostumbrado.
El cuestionamiento hizo eco en casi todos los que habían elegido acusar a su padre. Se voltearon, sumándose al otro bando. Sólo que, en esos casos, ayudarían a sus padres no por el cariño sino por la necesidad. Ya no era un asunto en el que el amor era la justificación suficiente como para contravenir los sistemas de valores, ahora bastaba la conveniencia.
Me queda claro que mi ejercicio no tiene el menor impacto estadístico y que generalizar sería un error. Eso no impide, sin embargo, que no me obligue a reflexiones: ¿qué tanto nuestros valores o nuestra ideología pueden modificarse a partir de nuestras emociones y qué tanto de nuestras conveniencias? No es una pregunta trivial. Y, si existiera una forma de establecer que la pregunta se contesta de diferente forma con el paso de los años, lo sería aún menos.
Una cosa más. Este tipo de ejercicios en clase también sirven para demostrar que no existen respuestas correctas frente a ciertos dilemas. Llama la atención que muchos están convencidos de que sí, de que su respuesta es correcta y, por lo tanto, sus razones deberían ser universalmente válidas.
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