Óscar de la Borbolla
03/10/2022 - 12:03 am
El triunfo de las apariencias
«No es extraño que las personas traten de cambiarse a sí mismas en vez de intentar cambiar las cosas, ni que se difundan comunicados que buscan persuadir en vez de informar».
La gente se conforma con que las cosas salgan «bien» y este vago criterio les sirve para hacer sus balances; juzgan sus vidas en promedio y si mayoritariamente les ha ido «bien» se sienten satisfechas. En el caso contrario, desesperan y maldicen porque sienten que les ha ido «mal». Por lo visto el valor de la vida es un asunto de sentires, pues se trata de estimaciones, a tal grado subjetivas, que unos mismos hechos pueden resultar buenos a unos y malos otros. La subjetividad, la relatividad, el imperio de los puntos de vista bastan y sobran para valorar la existencia.
Esta forma de juzgar hace que actitudes emocionales, completamente subjetivas, como el optimismo o el pesimismo resulten decisivas y se crea que, al margen de lo que realmente sucede, lo importante es como se toman las cosas: no importa lo que ocurra, sino como nos parece lo que ocurre. Y, en consecuencia, para la gente es obvio que lo que cuenta no es corregir los hechos, sino componer nuestra manera de pensar: objetivamente una persona puede estar privada hasta de lo más indispensable y, no obstante, se le aconseja buena cara ante la adversidad. La narrativa ha cambiado a tal grado que a un problema, a un error, a un fracaso se les rebautiza como «ventanas de oportunidad», y con este discurso quedan enmascarados los hechos y algunos hasta se sienten contentos chapaleando en su desgracia.
Algo muy esquizofrénico ha pasado, y solo aspiro a dejar constancia de ello. Lo que hace unos años se llamaba mundo, hechos, objetividad, y que servía para distinguir entre ser y apariencia, hoy naufraga como si todo fuese un sueño, como si todo se tratara de representaciones oníricas, y lo real importara muy poco.
Y me refiero lo mismo a la vida personal, al estado de un país o a como anda la cosa pública internacional. En todas las escalas, lo decisivo no es lo real, si las percepciones: lo que cada quien cree que es su vida, lo que los sondeos de opinión arrojan o lo que se machaca día y noche en la Internet. No se contrasta con lo real, en general no se contrasta. Lo que la gente cree se ha convertido en el único criterio de verdad. Y por lo tanto hay más verdad ahí donde más se arraciman en torno a una opinión, no importa qué tan errática pueda ser.
En un mundo así, no es extraño que las personas traten de cambiarse a sí mismas en vez de intentar cambiar las cosas, ni que se difundan comunicados que buscan persuadir en vez de informar y, sobre todo, que no exista modo de ponernos de acuerdo, pues al faltar el referente de lo real nos debatimos en un universo de discursos retóricamente eficaces.
Decía Heráclito que «los despiertos tienen un mundo en común y los dormidos se vuelven cada uno a su mundo particular»; hoy los despiertos viven en diferentes mundos portátiles y los dormidos tienen mundos muy populares y, a veces, un sueño al que se le haya inyectado toneladas de publicidad puede llegar a tener infinidad de soñadores.
Twitter @oscardelaborbol
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