Óscar de la Borbolla
19/09/2022 - 12:03 am
Dinamitemos la nostalgia
«A cierta edad conviene desmitificar el pasado, comprender que no fue como lo recordamos, sino que la memoria lo ha ido mejorando hasta perfeccionarlo».
Por Óscar de la Borbolla
Una de las peores suertes que pueden llegar a padecerse es la de convertirse en un veterano de la nostalgia. Es tan mala que, en muchos casos, las personas mueren por su causa, pues aunque sea cierto que otras dolencias los aquejan, también lo es que ese sentimiento de pérdida los hace desistir de la lucha que el cuerpo da por mantenerse. Por ello, a cierta edad conviene desmitificar el pasado, comprender que no fue como lo recordamos, sino que la memoria lo ha ido mejorando hasta perfeccionarlo. Lo perdido, aquello que nos abandonó o simplemente lo que ya no está, sigue vivo en nosotros y continúa creciendo para compensar el rudo hecho de haber dejado de existir.
En el mundo, todo cuanto existe es desvaído, contradictorio, lleno de pros y contras: la realidad siempre tiene sus altibajos. En cambio, cuando una circunstancia, una persona o lo que, en general, consideramos un bien desaparece, cesa su presencia en este mundo y sólo perdura en nuestra memoria, adquiere un brillo que antes no tenía. Es un brillo y una intensidad que sólo poseen las ideas, las imágenes, las representaciones que solo existen dentro de nosotros, y no en el tiempo, sometidas a su desgaste: al entrópico deterioro de aquello que se da el lujo de existir. Y es que las ideas no tienen sombra como las cosas reales.
La niña de la que estuve enamorado en la secundaria cada vez es más linda en mi memoria y, en cambio, ahora, en la realidad —yo que me desvivía por ella— seguramente no podría reconocerla o me aterraría de sólo verla cincuenta años después; o aquel festivo ambiente de mi juventud, con mis amigos entrañables y mi actitud desparpajada que recuerdo tan vívidamente, si se hubiera mantenido, si no se hubiesen disuelto aquellos maravillosos tiempos, hoy, indudablemente, estaría harto de la ramplonería de esas chanzas, de la banalidad de aquellas juergas que solo porque ya no son, se mantienen en mí no como fueron, sino como han devenido gracias a las continuas remozadas que les ha dado mi memoria. Porque ya desde entonces las vivía como un despropósito frívolo y también desde entonces, aquella niña de mi secundaria era en muchos aspectos antipática. Así, sí quito el maquillaje con el que adorno mis recuerdos, debo de confesar que ni siquiera eran mis amigos entrañables, sino los fortuitos compañeros que el azar hizo coincidir conmigo en la preparatoria.
El pasado es el peor de los infundios, porque el pasado, cuando fue, fue como el presente: opaco y brillante, pleno e insatisfactorio, soportable a ratos como todo, como el hoy que está y como el mañana cuando llegue. La única verdad es que el paraíso nunca existió, porque todos los tiempos en la realidad son iguales: una mezcla donde negocian lo mejor con lo peor.
La nostalgia no sólo es un sentimiento dañino, sino que aquello, cuya carencia nos duele, nunca fue como nos lo presenta la memoria: una idea idealizada: una idea sin sombra. Dinamitemos la nostalgia. La patria a la que uno quisiera volver, el amor o la vida que uno añora son y fueron —si nos atrevemos a encararlos sin engaños— semejantes a lo que tenemos ahora. Nunca nada fue como lo recordamos. También el paraíso fue un desastre.
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