Óscar de la Borbolla
12/09/2022 - 12:03 am
Para quienes no entienden la muerte
Es muy distinto el «voy a morir» de un condenado, que el «voy a morir» de una persona para quien la cita con la muerte está ubicada en el futuro indeterminado.
Hay algunos asuntos que resultan difíciles de comunicar, pues son tan familiares que nos parecen obvios y, la verdad, apenas si los entendemos. No se diga ya comprenderlos o tener frente a ellos una revelación, eso que se llama una epifanía o, como se dice coloquialmente que nos caiga el veinte. Son de muchos tipos: desde aquellos elementales como 2+2=4, o que el agua es H2O, hasta asuntos como la muerte: para nadie es noticia que todos vamos a morir y, sin embargo, no calamos en el significado hondísimo que posee esta universal y popular certeza. Decimos sin ningún sobresalto: Sí, me voy a morir, como quien dice: Sí, hoy desayuné por la mañana… y precisamente esa desparpajada manera de decirlo la que revela que, aunque afirmamos saberlo e incluso entenderlo, no lo comprendemos realmente.
Es muy distinto el «voy a morir» de un condenado, que el «voy a morir» de una persona para quien la cita con la muerte está ubicada en el futuro indeterminado del «algún día». El condenado (sea por la enfermedad o por la inminente ejecución de una sentencia) sabe de veras a qué se refiere cuando dice —se dice a sí mismo—: Voy a morir. Los demás, en cambio, solamente lo saben de memoria como un poema aprendido en la primaria. Y de igual modo la palabra «muerte» no tiene la misma densidad para quien ha perdido hace muy poco a un ser querido, que para aquellos afortunados que viven todavía con su patrimonio de seres queridos intacto. No es pues lo mismo «muerte» para quien está viviendo un duelo, que para quien sabe de la muerte por oídas o mediante un vago y remoto recuerdo.
¿Y qué se comprende cuando «muerte» no es una palabra gastada por el uso, un término huero que acompaña a una multitud de frases hechas: «muerto de cansancio», «muerto de miedo» o de hambre o de amor? Lo que se comprende no es tan solo el seco final, la infranqueable frontera que interrumpe como un hachazo nuestra existencia, se comprende también la vacuidad de nuestra existencia completa, lo risible de las preocupaciones y ocupaciones que agarran y desgarran nuestra vida, lo fútil, vano e irrisorio de todo aquello que nos tomamos tan a pecho. Se comprende lo que dijo Shakespeare: que la materia que nos forma, aquello de lo que estamos hechos, son los sueños, lo que captamos en serio es «que un sueño abarca nuestra vida»: que somos sueño o mero tiempo, como dijo Heidegger, o que somos una nada que introduce la nada en el mundo, como dijo Sartre y también, que nada es para tanto.
La muerte cuando es una vivencia radical le arranca a la vida cualquier importancia y, por eso, ante ella, hasta el más grave dolor moral, equivale al sufrimiento infantiloide de aquellos a quienes tortura el qué dirán. La muerte vívida contiene el antídoto que nos libra del mundo al convertirlo junto con nosotros en nada; pero, también, nos brinda la claridad para admitir que la vida, aun siendo nada o un mero sueño, es cuanto hay. La vida —entiéndase—es cuanto hay y, por ello, sí vale la pena dar hasta la vida por la vida, pues para cada quien, aunque sea nada, un simple plazo fugaz, un remedo, un paraíso miserable, un valle de lágrimas, unas sobras magras y pobres… es el único todo que tenemos, nuestra máxima plenitud, aunque le falte a veces —muchas veces— la más insignificante cualidad que debe poseer lo amable: la muerte entendida hondamente vuelve a amable la vida. Es por esto que yo, a veces, cuando verdaderamente comprendo, amo la vida.
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