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Óscar de la Borbolla

18/07/2022 - 12:03 am

Reflexión personalísima

«La brecha en años que nos separaba se ha venido acortando desde entonces, y creo que ahora yo mismo puedo darme la respuesta a la pregunta informulada. Hice bien en no importunarlo con ella, fue un hombre al que admiré profundamente».

El filósofo español Adolfo Sánchez Vázquez. Foto: Christian Palma, Cuartoscuro

La admiración es una experiencia que pocas veces me suscitan las personas; admiración me causan ciertas pinturas, ciertos edificios y algunas esculturas (por lo visto mi sensibilidad está inclinada hacia lo material). Aunque también, soy vulnerable a la música, al cine, a la danza, a la literatura y a esa extraña actividad llamada matemáticas; pero hablando estrictamente no me admiran, me maravillan. Para que se transparente la diferencia entre estos conceptos pondré un ejemplo: un mago puede maravillarme, pero soy incapaz de admirarlo. Voy maravillado por el mundo disfrutando paisajes, platillos gastronómicos, charlas inteligentes, obras de teatro, máquinas hijas de la tecnología, y hasta un caracol que se arrastra por el muro dejando su lenta estela húmeda me maravilla, pero no lo admiro.

Hay mucha gente a la que aprecio, literalmente quiero decir es que los valoro tanto por lo que son, como por lo que hacen. He tenido la suerte de toparme y rodearme de personas muy valiosas; pero… iba a decir que no he admirado a nadie; mentiría. A mi memoria viene un nombre: Adolfo Sánchez Vázquez, un filósofo a quien primero temí, luego aprecié y hoy, creo, es el único a quien sigo admirando. Lo conocí como mi profesor de Estética en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Era la primera clase de la licenciatura y yo, con mi ignorante desfachatez de los 20 años, interrumpí su exposición con una pregunta impertinente. Levantó la vista y dijo: Aproveche, usted, que traigo las gafas para leer y no las de ver de lejos, pues en el caso contrario ahora mismo lo reprobaría. Me hundí fulminado en el asiento. Y, pese al susto, reconocí en seguida que aquellas palabras iban a ser una de las lecciones de mayor calado de mis estudios: callar activamente, o sea, pensar, entender, reflexionar y, solo luego, hablar lo pensado: tomar la palabra. Cuan diferente es ahora la relación maestro-alumno: con la demagógica condescendencia del «somos iguales» y «digan lo que quieran» nadie comprende el incalculable beneficio de autoformación que implica el callar activo, el pensar antes de hablar y, por eso, ya solo se habla.

Luego, leí las obras de Sánchez Vázquez: Las ideas estéticas de Marx, Filosofía de la praxis, su Ética y docenas de libros y ensayos publicados en revistas: comencé a apreciarlo. La leyenda precedía a su persona: había participado en la Guerra Civil Española, había estado en un campo de concentración donde cada mañana sorteaban a los prisioneros para fusilar a algunos; era un exiliado que había perdido todo por sus ideales, y estaba frente a mí exponiendo sus ideas. Con el paso del tiempo el aprecio dio un salto cualitativo y se volvió admiración e incluso cariño. Lo supe cuando décadas después, yo ya un adulto y él un hombre mayor, se me volvió a ocurrir hacerle una pregunta, una pregunta que sólo él me podría responder, pues había dedicado su vida a pensar y a escribir: a lo mismo que yo; pero con la ventaja de los años que me llevaba suponía que su horizonte le permitiría vislumbrar más de lo que yo podía ver. Era una diferencia de más de 30 años…

Lo encontraba eventualmente en una cafetería, él ya había leído algunos libros míos de literatura, incluso había escrito un ensayo elogioso sobre uno de ellos, y conversábamos un rato ante sendas tazas de café. Nunca me atreví a formularle mi pregunta. Ni siquiera cuando fue a buscarme ex profeso para agradecerme el artículo que había escrito por sus 90 años. Adolfo Sánchez Vázquez murió el 8 de julio de 2011. La brecha en años que nos separaba se ha venido acortando desde entonces, y creo que ahora yo mismo puedo darme la respuesta a la pregunta informulada. Hice bien en no importunarlo con ella, fue un hombre al que admiré profundamente. Vaya este recuerdo como un homenaje a quien me hizo el enorme favor de enseñarme a pensar con su persona, su filosofía y su vida.

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@oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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