Susan Crowley
11/06/2022 - 12:04 am
Los payasos son cosa seria
"Experimentar la obra original en un museo, con las cédulas y textos de sala adecuados, transforma el conocimiento en una experiencia fundamental. Y es que, como diría Mircea Eliade, acudir al museo hace la diferencia entre lo que podríamos llamar el espacio ‘sagrado’ del ‘profano’".
Querida Magaly Arreola,
Te escribo porque he seguido tu trabajo desde hace muchos años; respeto tu seriedad como investigadora, curadora y ahora admiro tu gestión como cabeza de una institución de la que todos los mexicanos nos sentimos orgullosos, el Museo Tamayo. El sábado 1 de junio visité las tres exposiciones Hugo Rondinone, Nan Goldin, Julio Galán, esta última curada por ti.
Tristemente, era apenas el primer día, la invasión de visitantes haciendo fotos, selfies e imitando las poses de las piezas del artista Hugo Rondinone, Vocabulary of solitude, hacían imposible la circulación. Entiendo que son muy atractivas y hasta cierto punto, en una lectura superficial, invitan a banalizarlas y encontrarlas ligeras. Pero si somos capaces de entender su mordacidad e ironía con respecto a la condición humana (como lo indica atinadamente el texto de sala), podrán incluso dejarnos pasmados y perturbar nuestra psique profundamente. El trabajo de Rondinone es una vasta exploración de cómo actuamos y quiénes somos en la intimidad, en un mundo en el que nos hemos convertido en autómatas cuyo único deseo es figurar para legitimarnos. Gran reto para cualquier visitante dejarse seducir y cuestionarse delante de una obra tan compleja, antes de hacer click con su celular.
Me temo que, si no hacemos algo para obligar a la gente a abstenerse de fotografiar y postear fotos en las redes y con ello crear ese ya tan conocido fenómeno de la viralización, la exposición no logrará el fin tan anhelado por el artista y por la dirección del museo. Es urgente que los visitantes se comprometan con la obra de Rondinone y no la demeriten.
Como historiadora del arte, y desde hace 25 años guía de grupos de adultos curiosos con ganas de gozar y aprender, una de mis herramientas vitales son las exposiciones. Las llamo mi salón de clase expandido. Experimentar la obra original en un museo, con las cédulas y textos de sala adecuados, transforma el conocimiento en una experiencia fundamental. Y es que, como diría Mircea Eliade, acudir al museo hace la diferencia entre lo que podríamos llamar el espacio “sagrado” del “profano”.
Los museos son los templos del arte del presente, centros de peregrinaje en los que todo está dispuesto para que penetremos en el misterio de la experiencia sensible. Son el continente que abraza y protege la creación. Sitios indispensables para contactar con lo mejor del ser humano, nos permiten entender que, no importa lo que ocurra afuera, adentro nos encontramos en un sitio de resguardo, de contemplación y de trascendencia. En una era en la que hemos confundido lo esencial con el placer pasajero, desechable, cuando el deseo ansioso se conforma con lo rápido y busca desesperado lo que sigue sin satisfacerse, los museos guardan el misterio y la magia de la creación. No solo por el valor de los objetos que atesora, sino como lugar de culto de esa otra religión que es el arte.
A pesar de que las ferias comerciales y galerías busquen parecerse cada vez más a un museo, con curadurías, conferencias y todo un cúmulo de reflexiones, no pueden evitar que su fin sea el mercado del arte. Por eso, es el tresorum, como nombraron al museo los griegos, el sitio en el que se cumple ese estado privilegiado; la mística del arte que sin duda es el ideal del ser humano. La inmortalidad que hemos perseguido siempre solo puede verse realizada en la creación artística. Por eso la obligación de todos es cuidarlos, dignificarlos y no dejar que se abaraten ni que sucumban a las ambiciones comerciales y del consumo.
Desplazarse en una ciudad caótica, comprar un boleto, seguir las reglas de higiene dispuestas, incómodas a más no poder, representa un esfuerzo. Y no es fácil, una vez adentro, ser capaces de dejar atrás todo lo que somos para utilizar lo que sabemos, lo que nos imaginamos y dejarnos sorprender. La magia de un museo es transmitir todas esas emociones que surgen de la mente del artista y que se concretan en las obras exhibidas. Por eso debemos encontrar las condiciones para que nuestra estancia se transforme en el ámbito en el que sentir, pensar y querer en consonancia con el artista sean posibles. Una exposición es el manifiesto del autor y del enorme trabajo de meses de colaboradores que hacen un esfuerzo por concretar su idea.
En el caso del Museo Tamayo, casi nunca ha habido decepción. Desde que se inauguró hace tantos años, las exposiciones siempre han sido un logro de investigación, curaduría y museografía. Para mí, las exposiciones, una detrás de otra, han sido una especie de master class. Y más adelante, cuando empecé a dar clases, el espacio en el que he podido aprehender sobre los artistas de los que hablo y admiro tanto. Por solo traer algunos a mi mente, Ed Ruscha, Carsten Höller, Nancy Spero, Leonor Antunes, Tacita Dean, Cerith Wyn Evans, Anri Sala, Mario García Torres, Francis Alÿs, Sophie Calle llenaron el museo de sus vivencias, de la experiencia transfigurada en materia creada.
Dejo aparte el ejemplo de la exposición de Yayoi Kuzama, la primera que generó un fenómeno de masas que no tuvo que ver con el arte sino con las redes sociales. En su momento me atreví a cuestionar a la que fuera directora, Carmen Cuenca, por no poner un alto a este abuso de parte de los visitantes. Su respuesta fue categórica, era un éxito y eso es algo que debía agradecerse. Pero, como recordaremos, los últimos días de la exposición las filas se desbordaron hasta el absurdo. Los visitantes dormían en casas de campaña afuera del museo. Afirmo sin temor a equivocarme que muy pocos valoraron la obra de Yayoi. Las multitudes buscaban hacerse una selfie en la famosa instalación Infinity Room. Nada más lejos que el deseo de que esto se repita. No hay justificación para aceptar que el éxito de una exposición genere esa masificación pasando por alto el valor sustancial de Kuzama. Con Hugo Rondinone y sus payasos se corre el mismo riesgo si no es que ya ocurrió. Cada selfie subida en las redes es una partícula de la masificación que es una verdadera pandemia.
Hoy y gracias a tu dirección Magaly, el museo nos ofrece una oferta increíble. Tres exposiciones que sin duda están a la altura de los mejores museos del mundo. La simultaneidad de Hugo Rondinone con la fotógrafa Nan Goldin, cuyas piezas son un canto a la diversidad, al dolor, a la amistad, a la ternura y a la muerte; sobre todo, a la dignidad humana que hace tanta falta practicar en nuestros días. Y como espejo, el artista Julio Galán, figura inigualable de la pintura, quien supo desnudar su alma llena de laberintos y pesadillas convertidas en belleza pura y que conectó con otros mundos cuyos habitantes, como él, eran terminales.
Estas exposiciones tejen una continuidad hacia dentro del Tamayo, al mismo tiempo que parecen crear una liga con el Museo de Arte Moderno, donde se exhibe la espectacular obra pictórica de Daniel Lezama y más allá, en el X Teresa, la increíble exposición del videoartista Bill Viola (de la que hablaré en otra columna). Hace mucho tiempo que no me sentía tan feliz al recorrer en bicicleta la avenida Reforma y saber que el eje cultural es tan extenso y rico en experiencias sensibles. Este será un verano increíble en el Tamayo, siempre y cuando se logre hacer entender a los visitantes que un museo es un sitio de inmersión en las obras y en nosotros mismos y no un centro comercial de esparcimiento banal y satisfacción inmediata.
Atentamente,
Susan Crowley
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