Óscar de la Borbolla
02/05/2022 - 12:03 am
La palabra crea, sostiene y amplia el universo
«(…) para los seres humanos no hay propiamente sensaciones, primeros encuentros, sino experiencias verbalizadas, que los objetos del mundo se presentan siempre a nuestra experiencia con el añadido de una palabra y, por lo tanto, en el universo sintáctico».
Está claro que una cosa es el mundo y otra el lenguaje. En el primero hay cosas, objetos tangibles que se relacionan mediante fuerzas físicas y éstas que crean un orden; en el segundo, en cambio, hay palabras y unas reglas sintácticas que sirven para relacionar ordenadamente los enunciados: arman también un orden. Son evidentemente dos realidades muy distintas, por más que en la lectura uno pueda representarse un mundo sensible y ser raptado a él por el influjo que producen las palabras, o sea, sentir que uno se encuentra en otra parte: en el universo literario.
Aunque esta diferencia es clara y hasta evidente, no es tan simple, pues el mundo se encuentra completamente bautizado y, por lo tanto, no existe uno solo de sus componentes para el que no tengamos un término preciso o un concepto genérico o, dicho de otro modo: las cosas que componen el mundo se nos dan a través de una experiencia verbalizada, de ahí que sea posible afirmar que no tenemos «sensaciones» sino «percepciones»: al mirar una rosa se nos antepone, como un prejuicio, la palabra «rosa» y esta nos impide experimentar ese encuentro desvestido de información que supone la sensación; lo que ocurre, entonces, al ver y decir «rosa» es más bien una percepción, o sea, una sensación documentada. Al ver la rosa ya sabemos que se trata de una «rosa» y poder llamarla «rosa» implica que sabemos una larga serie de características por las que no la confundimos con un clavel o con un edificio. Es por ello que, en sentido estricto, la experiencia humana sea en todos los casos no una sensación, sino de una percepción.
Y aunque podría objetarse que el ejemplo señalado se basa en un tipo de flor que todos conocemos -la rosa-, pero que hay flores raras que no logramos identificar y que entonces sí podríamos tener una «sensación». La objeción no procede, pues, el enunciado «flores raras» también supone que el objeto con el cual topamos es reconocido como flor, aunque no sepamos su nombre específico. Y saber que se trata de una flor y no de un animal, vuelve a significar que tenemos algún grado de información que nos permite reconocerla como flor, lo cual, insisto, hace que nuestra experiencia sea una percepción y no una sensación.
Y hasta podría proponerse un caso extremo en el que nos encontráramos ante una cosa que no pudiéramos llamar ni flor ni animal ni piedra, ni ninguno de los conceptos genéricos que poseemos. En este caso, tampoco había sensación, pues la reconoceríamos como una cosa, y la palabra «cosa», implica, por lo menos, que sabemos que se trata de algo que es.
Con esto lo que quiero mostrar es que para los seres humanos no hay propiamente sensaciones, primeros encuentros, sino experiencias verbalizadas, que los objetos del mundo se presentan siempre a nuestra experiencia con el añadido de una palabra y, por lo tanto, en el universo sintáctico.
Cualquier cosa del infinito mundo es un «algo», un «objeto», un «ente» o «un no sé qué» y, lo más interesante es que antes que saber cómo se relaciona ese «no sé qué» con lo demás, ya forma parte de un discurso ordenado por la sintaxis: también el orden del lenguaje antecede al orden de lo real. No es arbitrario, en suma, decir que para los seres humanos el mundo y la palabra son lo mismo, pues nada queda fuera del campo que alcanzan las palabras y, además, que sin las palabras nuestra experiencia se vuelve confusa, y con ellas cuando son las exactas se amplía y precisa el mundo.
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