Óscar de la Borbolla
03/01/2022 - 12:04 am
Es peor la vejez que la muerte
"El capitán Kijano, quizá como nadie, estuvo a la altura de su propia leyenda. Por su culpa el vasto mar se volvió intransitable. La sola mención de su nombre embravecía el oleaje en los puertos y la madera de los muelles se podría cuando se colgaba de los postes los carteles en que figuraba el retrato del pirata y el exorbitante monto que se ofrecía por su captura".
El capitán Kijano, una noche por fin, llegó al desenlace que más teme un pirata: la muerte natural, esa avanzada edad en la que es natural, claro, que cualquiera muera. Y llegó, precisamente, porque el talento que poseía para comandar su nave y mandar a sus hombres, para batirse cuerpo a cuerpo con los marineros de barcos mercantes o de las armadas de aquellas naciones que pusieron precio a su cabeza, jamás lo igualaron en estrategia y fuerza. En sus años de bonanza, que fueron muchos, hundió centenares de barcos de todo tamaño y calado; destrozó banderas de todas las patrias del globo terráqueo y amasó un tesoro de magnitud incalculable que enterró en las islas que asoman pequeñas en el mar océano.
El capitán Kijano, quizá como nadie, estuvo a la altura de su propia leyenda. Por su culpa el vasto mar se volvió intransitable. La sola mención de su nombre embravecía el oleaje en los puertos y la madera de los muelles se podría cuando se colgaba de los postes los carteles en que figuraba el retrato del pirata y el exorbitante monto que se ofrecía por su captura.
No eran sólo su valentía ni su suerte, sino un conocimiento intuitivo del mar y de los elementos sobre los que se movía como si formaran parte de su cuerpo, pues el viento encauzaba las balas de sus cañones para que dieran en el blanco qué más lastimaba a sus enemigos y luego, el mar, como un gran cómplice, trepaba junto con él al abordaje y las olas le ayudaban en la reyerta del combate. Sólo una vez estuvo en peligro, cuando fue rodeado por la armada inglesa y la armada española y la portuguesa. Eran tantas las naves enemigas que cerraban en redondo el horizonte y detrás de ellas otro anillo de barcos artillados y luego uno más grande. No había ningún resquicio por el cual escapar no digamos un barco sino siquiera una mirada. Era de madrugada y el vigía del mástil grito: ¡A la vista el enemigo!, ¡viene por todas partes! Y el capitán Kijano, tranquilo en su cabina, ordenó que le trajeran el desayuno, ¡Capitán, están a punto de atacarnos! Contramaestre, respondió Kijano, ¿qué no distingue el color del mar ni el sonido de las olas? ¿Y eso qué tiene que ver?, preguntó, a modo de últimas palabras, el contramaestre, pues Kijano atravesó al insolente con la espada. Eso es lo que se tiene que ver, dijo, y la tripulación, como un solo hombre, miro el color del mar y escuchó el reventar de las olas. ¿Qué no perciben que viene un maremoto?, preguntó y, en efecto, antes de que sus enemigos estuvieran a la distancia necesaria para dispararles, las tres armadas: la española, la inglesa y la portuguesa lanzaron gritos de horror en sus respectivos idiomas. Sólo la nave de Kijano sabía bogar tranquila a través de las hamacas enfurecidas del mar.
No murió en aquella ocasión ni en las siguientes batallas; pero la insidia sistemática del tiempo, poco a poco, lo fue destartalando y, por eso, cuando uno de sus marineros le dijo: Mirad, capitán, mirad bien, la nave se está hundiendo, fue porque el capitán Kijano llevaba ya días de haberse hundido en el abismo de los años, días de andar navegando en el mar de la nada y combatiendo contra ejércitos que ya no existían, pues él, y nadie más que él, los había enlistado en las filas inútiles de los muertos. Cuando el barco tocó fondo, el capitán Kijano, simplemente, se disolvió como una Mancha de tinta en el agua.
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