El tiempo pasa volando, como nunca. En tiempos pandémicos todo sucede muy rápido y todo envejece pronto. Sucesos que son devorados por otros sucesos. La emergencia nos devora, avanza como la peste. Hace una semana, se discutía sobre la toma de posesión del presidente estadounidense Joe Biden, desde hace unos días la discusión no puede ser otra: el contagio del presidente López Obrador. Pero también hace unos días la masacre de diecinueve personas en Tamaulipas, y el terrorífico manejo de la vacunación sumado al de la pandemia.
Mientras el mundo se prepara para la tercera ola que temen provocarán las variantes, cerrando fronteras, el encargado mexicano de la pandemia las subestima, en lugar de estar ocupado en tratar de contenerlas, opera otra gran irresponsabilidad: la adquisición de la vacuna rusa que carece de estudios de fase 3 lo que significa que no está garantizada ni su seguridad ni su eficacia, con la que pretenden vacunar a millones de mexicanos, faltaba más. Es de temer que la autorización de la vacuna se dé, no por motivos científicos, sino políticos.
A estas alturas de la pandemia, ya nadie debería tener duda de las motivaciones del presidente, que se reducen a una: ahorrar. Ahorrarse hasta el último peso, aunque con ello se pierdan cientos de miles de vidas de mexicanos.
La pandemia nos mostró el verdadero rostro de quien estuvo dispuesto a sacrificar la vida de las personas, cuando aceptó la estrategia de mitigación del virus y no de contención. Se negó a gastar en pruebas, crear apoyos para la población, imponer controles fronterizos, inyectarle recursos suficientes al sistema de salud, que hubieran implicado la cancelación de sus megaproyectos. Ni modo, no había dinero para todo. En la disyuntiva, el presidente eligió un tren, una refinería, un aeropuerto, un estadio de béisbol. Decidió también presentar la reconversión hospitalaria como una panacea, cuando en realidad ésta no hizo sino aumentar los muertos. A casi un año, las reconversiones han dejado sin atención a miles de enfermos de otros padecimientos. Ni modo, daños colaterales. El costo de la mitigación: vidas y más vidas que se han perdido. Porque no había y no hay posibilidad de que el virus ceda mágicamente si no se contiene, esta catástrofe en estado crónico y agravándose seguirá su curso, hasta que el 90% de la población sea inmunizada, es decir, hasta dentro de muchos meses, si es que lo logramos. Lamentablemente, para ese momento se habrán perdido muchas vidas más.
Por si esto fuera poco, aparente y lamentablemente, el presidente también decidió no gastar en vacunas, o no en las seguras y no en cantidad suficiente, tampoco en un plan de vacunación sensato y efectivo. Es imposible saberlo, sin embargo, porque su gobierno reservó la información. Sí, nos estamos hundiendo, querido lector, pero no lo diga en voz alta. O dígalo, dirán que usted es derechista, conservador, etc. Ya no importa, francamente, en el teatro guiñol de la muerte.
Como era previsible, finalmente, la negligencia e irresponsabilidad con la que el gobierno manejó la epidemia, alcanzó al presidente. Como a Trump, como a Bolsonaro, como a Boris Johnson: era una mera cuestión de tiempo. Se expuso él y expuso a los demás, irresponsablemente. En especial a aquellos que en caso de que él faltara, tendrían que estar sanos. La secretaría de gobernación, su virtual sustituta si él faltara, también población de riesgo, fue expuesta.
¿Qué les habrá dicho López Gatell? ¿también fueron engañados pensando que la “sana distancia” sola protegía del virus? ¿habrán creído la mentira de que el virus no era aéreo o que los asintomáticos no contagiaban?
Es grotesco, pero no, no hubo nadie que pudiera cuidar estos aspectos. Nadie del gabinete que pudiera cuidar la seguridad del propio gobierno. Nadie que situara en la realidad a quien se le encomendó dirigir el barco, le pusiera un cubrebocas.
Como si fuera el Titanic, México naufraga en los mares helados de la incompetencia y como en esa tragedia, la gente pobre está muriendo. La gente que no, no encuentra hospitales. Va de uno a otro a otro, espera en ambulancias estacionadas por horas. No encuentra oxígeno, no encuentra medicamentos. La gente que llega al Hospital de Nutrición y tiene la “suerte” de ser atendido en un sillón, sin ventilador, sin recursos, a los que médicos verán morir, apagarse lentamente, sin poder hacer nada, para que otro paciente ocupe el sillón. Están atrapados en las escotillas, en los pisos sin poder salir. Y como en el Titanic, los ricos sobreviven. O los multimillonarios, como Carlos Slim. No, él no tiene que hacer colas, ni dormir en sillones, ni se le dice “no hay lugar”. Para él, el gobierno abre las puertas de Nutrición; donde otros esperan la muerte, él recibe tratamiento oportuno.
Es la cuarta transformación de la hipocresía y el privilegio. Los ricos siempre sobreviven, especialmente en gobiernos de “izquierda” que hicieron del lema “Primero los pobres”, una broma retórica. Primero mueren los pobres, debía decir, anotadito en letras chiquitas, en la boleta.
Mientras el barco zozobra, casi dos mil personas fallecen diariamente, y decena de miles se contagian, la Jefa de Gobierno de la ciudad más golpeada por la epidemia, Claudia Sheinbaum, reabre negocios, violando el semáforo rojo (para hacer la simulación más cínica) que crearán una ola gigantesca que arrasará en unas semanas, cuando las variantes más contagiosas y letales se vuelvan predominantes, hagan una trágica sinergia con su negligencia.
No importa que hace unos días, expertos internacionales hayan advertido sobre la gravedad de la situación, que Fauci, el tzar de la pandemia en Estados Unidos, haya declarado que habrá que asumir, como el presidente de Inglaterra, Boris Johnson anunció, que la nueva variante inglesa no solo es 70% más contagiosa, sino 30% más letal. Sí, como lo leyó: 30% más letal.
El tiempo es cruel, y la historia parece repetirse, nuevamente. Tal vez ya no tengamos tiempo, y decirlo no sirva de nada. O tal vez sí. Lo que es un hecho es que hace ya muchas décadas, el poeta Hans Magnus Enzensberger escribió nuestra tragedia, profunda y puntualmente. Muchos no pudimos ver el enorme iceberg frente a nosotros, aunque leímos su enorme poema: creímos que “El hundimiento del Titanic” solo podía suceder en las aguas gélidas o en las cristalinas aguas del Caribe.
Tal vez, debamos releerlo, y escribir nuestro naufragio antes de que las luces se pierdan en la noche.
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