María Rivera
09/09/2020 - 12:03 am
Noche mexicana
No, no hay nada que celebrar, pienso, a una semana de los festejos patrios.
Mientras escribo estas líneas, me detengo a mirar por la ventana la casa de la vecina de atrás de la mía, una señora ya mayor. Un pintor se encuentra trabajando en los cuartos donde antes solía dormir su dueña. Al principio de la epidemia, alguien desde esa ventana tosía constantemente, hasta que un día ya no se le oyó toser y no se abrió la ventana más. Semanas después llegaron a ventilar la casa personas con cubrebocas y a sacar cosas, sus hijos supongo. Días estuvieron haciendo lo que parecía una repartición, se fueron, cerraron la casa, hasta hoy que volvieron para pintar las habitaciones. No dejo de mirar la faena de los trabajadores mientras una mezcla de sólida tristeza me invade, casi como si fuera el límpido blanco que poco a poco va cubriendo las paredes con pintura nueva. Así, me imagino, sucederá con nosotros cuando todo esto termine. Alguien llegará a pintar las paredes de nuestras vidas, salpicadas con la tragedia, borrará los naufragios en los que miles se ahogan estos días, con una vieja normalidad hasta que la memoria se agote. Pérdidas que se calculan en más 100 mil personas, reconocidas o no, por la pandemia. Nuestro país se hunde entre las aguas movedizas de la enfermedad y la muerte y la desgracia económica. Las desgracias particulares de personas con nombres y apellidos que diariamente están falleciendo, o están perdiendo sus bienes o sus trabajos o se están viendo sometidos, así literalmente, a la nueva normalidad que los condena a la tragedia. No, no hay nada que celebrar, pienso, a una semana de los festejos patrios. Ni todas las cubetas de pintura, ni todos los toritos, ni todos los fuegos artificiales del país pueden iluminar esta noche que atravesamos los mexicanos, hundidos en el fango de una epidemia que pudo haberse contenido y no haber sacrificado a miles de personas. No importa cuánto intente la irresponsable Jefa de Gobierno de la Ciudad de México reactivar la economía, mientras el virus campee libremente entre nosotros: alguien encontrará en su camino. Los pintores, por ejemplo, que trabajan en la casa de la vecina, no usan cubrebocas: pintan como si estuvieran en otro momento del tiempo, hace apenas unos meses cuando nuestra vida no se hallaba en la zozobra, no estábamos zaheridos por la tormenta que se nos vino encima.
No dejo de pensar, en la tarde nublada y fría, cuán rápido han pasado los meses, los días. Como un día, justamente, que casi sin notarlo de pronto se oscurece. Así, hay tiempos que en el tiempo atardecen sin remedio. La “nueva normalidad” y el horror de no poder acercarse, ni tocarse, ni recostarse sobre el hombro de otro sin temor a contagiarse o a contagiarlo. Un enemigo invisible que bien podría habernos infectado sin saberlo. El amor y la familiaridad entendidas como un riesgo no como un consuelo. Vaya, que la vida nos ha puesto muy lejos de lo que entendimos siempre. A nosotros, los seres humanos del siglo veintiuno que ya hemos aceptado que tal vez la catástrofe caiga sobre nuestras vidas porque tras seis meses el poder dispuso ya que la gente se contagie, simula mejorías, saca a la gente a la calle, al cine, a los museos. El valor de la vida puesta en entredicho, la vida sometida a la barbarie donde unos valen menos que otros que serán devorados por las ruedas de lo contingente. Una locura casi fascista donde los que sobreviven lo hacen porque pudieron cuidarse, porque tenían recursos. “Vénganse a morir”, dicen las autoridades con sus camas disponibles, “aquí los esperamos”. Poco les ha faltado para decir “trabajamos para ustedes” en el colmo del cinismo. De todo, han intentado de todo: culpar a las personas por morirse, culpar a la dieta, a los productores de comida, menos a ellos mismos. Ya se les terminaron las actas de defunción y los pretextos, ya saben que muchos más mexicanos han estado muriendo, que la epidemia no se parará sola, que la mortandad continuará y que vienen los peores meses. Ya ni abundar en el tema tiene caso, por lo visto. Seguirán pintando las paredes, iluminarán el Zócalo y el Presidente saldrá a gritar muchos “vivas” al balcón del palacio donde vive, sumido en la insensibilidad y muy concentrado en atacar a viejos y nuevos enemigos convertidos “conservadores”, ya sean intelectuales, periodistas, defensores de derechos humanos, mujeres víctimas o feministas, lo mismo da: cualquiera es susceptible de convertirse en enemigo de la patria, basta con ser crítico del Presidente o su proyecto.
La verdad, querido lector, es que deberían de ponerse todas las banderas de luto, las de la democracia y las de los mexicanos pobres que han estado muriendo, apagar todas sus luces y escudos y ponerse a evitar que más gente muera, en lugar de estar pensando en representaciones de héroes y desfiles militares. Y también, ocuparse de la injusticia sistemática que padecen las mujeres y las niñas, que ya no pueden cargar más sobre sus hombros, literalmente, como han hecho históricamente. Sí, que le digan a ese Presidente, que la ofensa está en lo que sucede en este país adolorido del que no, nada más no se entera.
Yo, por lo pronto, como hace ya 10 años, cuando el país se despeñaba por el horror criminal, quién lo diría, veré nuevamente el grito como aquel año, con una honda tristeza por lo que la pandemia se llevó estos meses, la estela de muerte que nos ha dejado. No, no han sido años fáciles, pero nunca imaginé que el destino nos llevaría, 10 años después, a una “fiesta” sin fiesta, una representación sin invitados, donde solo estará el Presidente gritando para sus allegados y seguramente muchos militares, en medio de una inconmensurable tragedia. ¿Habrá una metáfora más elocuente de lo que nos ocurre? Difícilmente, la verdad; pura y llana tristeza.
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