María Rivera
15/04/2020 - 12:03 am
Extrañamientos
No es pues el espacio, ni el aislamiento tan opresivo, como el hecho de vivir cercado por el mundo exterior que ha entrado en nuestros mundos personales, se ha infiltrado como un enemigo insidioso al que debemos combatir hasta en nuestros sueños.
La vida en la cuarentena es muy extraña, querido lector. Poco a poco, vamos acostumbrándonos a que los confines de nuestro mundo más próximo es nuestra casa y nuestra frontera, la puerta. He estado pensando mucho sobre esto. Como escritora, estoy acostumbrada al aislamiento. Eso hacemos los escritores, en buena medida, aislarnos en nuestras casas o en nosotros mismos para poder escribir. Hoy, charlando con mi madre, que este mismo mes cumplirá 82 años, reflexionábamos sobre eso. Hay personas que viven, particularmente, más adentro que afuera. Yo podía, pues, considerarme una de esas personas, en una dicotomía paradójica. ¿Por qué, entonces, no puedo concentrarme como solía? Es una pregunta que muchos escritores se hacen estos días. Y es que la crisis sanitaria comporta esa paradoja: más que aislados, estamos atrincherados, rodeados todos por la misma amenaza. No es, por supuesto, un aislamiento “cómodo” y se necesita mucha disciplina para, dentro del aislamiento, cerrar los ojos a lo que ocurre afuera, que es lo que hacemos cuando escribimos. Hace unos meses, pedía mi limosna para vivir en mi mundo. Y no es que soliera salir mucho, en realidad, y si hoy pudiera regresar el tiempo, probablemente no saldría en una semana más que al súper, quizá a dar una conferencia, tomar algún café con amigos. No es pues el espacio, ni el aislamiento tan opresivo, como el hecho de vivir cercado por el mundo exterior que ha entrado en nuestros mundos personales, se ha infiltrado como un enemigo insidioso al que debemos combatir hasta en nuestros sueños. Como nunca, las noticias nos compelen, determinan nuestras vidas. Aún así, la vida no es igual para todos. Hay quienes sencillamente no pueden aislarse, otros que no quieren, no creen, mantienen sus viejas certidumbres en la vida.
Lo cierto, es que nuestras viejas certidumbres han cambiado violentamente estos días. La certidumbre en el progreso científico, por ejemplo. Ha sido un shock para la humanidad saber que no cuenta con un medicamento o con una vacuna para combatir una enfermedad capaz de contagiar a una gran parte de la población mundial y de matar a grupos poblacionales específicos. Después de viajar a la luna, de tener satélites en el espacio, de haber logrado clonar una vida, la especie parecía inmune a una catástrofe como la que acontece en el mundo. Y aquí es donde surgen las teorías conspiracionistas. Si uno piensa en que la humanidad creó la bomba atómica capaz de desaparecer el planeta, no es difícil imaginar que el coronavirus hubiera podido ser el resultado de una alteración genética deliberada, como se hace en los laboratorios de biotecnología. Sin darle crédito a esas teorías, uno tendría que reconocer que el virus posee una naturaleza que parece ser el peor sueño de nuestra especie: es altamente contagioso, puede producir una enfermedad asintomática pero contagiosa durante semanas, mata mayoritariamente a hombres, a gente mayor y a gente crónicamente enferma, es decir, a los débiles… salvo a los niños.
El coronavirus parecería ser un virus de etiología fascista, para decirlo con una metáfora. En algunos lugares de Italia y España, la enfermedad ha acabado con casi toda una generación, han reportado algunos diarios internacionales. En México, no es difícil –y no lo era hace tres meses– predecir que el coronavirus podría ensañarse no solo con adultos mayores, como se está viendo ya, sino con adultos relativamente jóvenes enfermos de diabetes, hipertensión y obesidad. Es una tragedia producida por el virus, pero también por la estrategia que siguió el Gobierno de México que permitió que se importara el virus a todo el país, antes que tomar medidas restrictivas en viajes, aplicación de pruebas, cuarentenas a viajeros, como lo hicieron otros países a tiempo.
A la par de tener que padecer un virus cruel con los débiles, en el discurso una especie de correlato viral se fue extendiendo subrepticiamente para tratar de tranquilizar a la población: “se mueren solo quienes están enfermos”, “se mueren personas mayores”, “es la comorbilidad”, asentando una diferencia conceptual “usted, joven y sano, no corre riesgo, tranquilícese: tendrá una enfermedad leve” que por momentos pareciera más una justificación del virus que una explicación causal científica, como si la muerte de algunos fuera más admisible que otros y como si las personas tuvieran la responsabilidad de ser jóvenes y saludables para no morir.
Este relato comporta ya muchas preguntas filosóficas o éticas. ¿Debe tranquilizarnos que sean “ellos” quienes estén falleciendo y enfermándose severamente?, ¿y qué pasa cuando “ellos” somos “nosotros”? El relato, que además es sostenido por el poder, no deja de parecerme inaudito aunque esté normalizado. En este país, “ellos” son muchísimas personas y en cierta forma somos todos “nosotros”.
El coronavirus parece haber contagiado también a la ética, como si hubiese logrado replicar su lógica genética en las células del sistema inmune que debería combatirlo, destruyendo la lógica humanista y poniendo en serio riesgo a los derechos humanos, esa conquista civilizatoria. Pienso, entre otras, en todas las limitaciones a los derechos que la emergencia posibilitará, los ataques a la libertad de expresión que podrían suscitarse para asentar versiones gubernamentales en una situación crítica en que los gobiernos están expuestos a una crítica radical, originada en la percepción de la gente de que el Estado es incapaz de garantizar su derecho a la vida y que, además, está indefensa frente a él. Más vulnerables que nunca, las personas no podrán saber, por ejemplo, si sus familiares fueron víctimas de alguna negligencia médica, ya que el sistema de protección de los derechos de pacientes será, bajo este contexto, completamente inoperante. En la misma dirección, en algunos países, como Italia y México, se han creado guías biomédicas, o protocolos de actuación ante la situación extrema en que médicos tengan que decidir quién, de entre los enfermos, tendrá acceso a la atención y a quien se le negará, dejándolo morir. Lo asombroso es la respuesta que comités de bioética han creado, escandalosamente violatoria de los derechos humanos, tanto en México como en Italia o España, como si la crisis permitiera la adopción de medidas de naturaleza francamente fascista, cuando se sugiere que se deje morir a viejos, por haber vivido más años. Es, ni duda cabe, una total distopía orwelliana digna de 1984 o del nazismo, acabar con el derecho a la vida de las personas por su edad. Discriminatoria, la guía podría impugnarse ante las instancias internacionales de derechos humanos, si el mundo en el que vivimos hoy fuera el mismo que hace apenas seis meses.
Es trágicamente evidente que el coronavirus mutó muy eficientemente en un corona-pensamiento. Las guías bioéticas resultaron ser no una reivindicación del humanismo y los derechos humanos, sino su violación flagrante: una forma de colaboración ominosa con el virus: si la enfermedad se ensaña con viejos y enfermos crónicos, los gobiernos terminarán el trabajo como si fuesen un pico más de su corona.
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