Blanka Alfaro
04/03/2020 - 12:02 am
Me arrancaron la felicidad de un solo tajo
Normalizar la violencia es poner un cuchillo en nuestras manos ensangrentado y pretender que no está ahí.
Violencia existe por doquier, lo sé, y en este relato no trato de decir que alguna violencia es más importante que otra, al contrario, quiero afirmar que es igual de grave en todas las situaciones, sin embargo a mi punto de vista existe un tipo de violencia que considero muy grave no atender sus causas de inmediato, esta es la violencia normalizada o que usamos en el día a día, que la consideramos necesaria y por lo mismo justificable sin duda alguna.
Desafortunadamente, este tipo de violencia es tan común que desaparece frente a nuestros ojos con la facilidad con la que un mago nos engaña con un simple truco de cartas, al estar tan normalizada la confundimos con cualquier acción de nuestra cotidianidad, levantarnos para ir a la escuela, al trabajo, cepillarnos los dientes, salir con las amigas, estornudar, respirar o comer, precisamente de esto último es que va mi artículo el día de hoy.
Me tocó la desgracia de tener que ver lo que está pasando en los Rastros en Quintana Roo, es una desgracia tener que verlos pero a la vez me siento afortunada de tener la oportunidad de poder tener un medio para denunciar y poder ayudar a esos animales que tanto lo necesitan. La imagen va más allá de cualquier película de tipo gore que alguna vez vi en mi juventud, aquellas como Hostal o Saw que fueron muy conocidas por el nivel de violencia extrema que presentaban en las salas de cine.
Como uno de esos asesinos sin corazón el matarife de un rastro toma a un bebé chivo, debo decir que era un chivito hermoso color blanco con miel, lo tumba al piso para someterlo, los alaridos de terror son inconfundibles llamadas de auxilio e incesantes esfuerzos para liberarse que resuenan y rebotan en las paredes de un cuarto frío, la voz del miedo yo le llamaría, un grito que podría fácilmente confundirse con el de un niño humano, y como no si él también es un niño, casi un bebé, ya con las patas amarradas, yace bajo la fuerza del hombre que lo presiona contra el piso para tomarle por su cabeza hacerla hacia atrás para comenzar a cortar su cuello, así, sin más ni más, sin aturdir, sin tratar de minimizar un poco su dolor. ¿Dónde quedó la humanidad? Sigue cortando mientras el chivito patalea por su vida y de un momento a otro su cabeza ya no es parte de su cuerpo. Los demonios de los que hablan las religiones deben estar basados en nosotros los humanos, es seguro, la imagen de ese hombre con la cabeza en una mano y el cuchillo en la otra sobre el violentado cuerpo de lo que un segundo antes fuera un animal hermoso me quitó la felicidad, la arrancó de mis entrañas y se fue con el último espasmo de su cuerpo, mientras la sangre recorría el piso como si fuera la última oportunidad de escapar de tanta maldad.
Ella o él, no distinguí qué era, murió en un rastro de la forma más atroz, violenta y traicionera, no quería morir pero en algún lugar alguien en ese preciso momento estaba comprando una charola de carne generando la demanda que alimenta la maquinaria que genera a estos asesinos sistemáticos, esa persona que a pesar de que sabe que lo que está comprando es un animal que murió prefiere obviar cómo murió y más grave aún, pretender no ser parte de esa muerte.
El cuchillo que cortaba la garganta de este chivito en Quintana Roo lo estamos sosteniendo todos, tú le estás sosteniendo la cabeza mientras los demás cortamos profundo y sin sentimiento.
Normalizar la violencia es poner un cuchillo en nuestras manos ensangrentado y pretender que no está ahí.
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