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María Rivera

20/11/2019 - 12:03 am

«Razonar el voto»

«No se necesita reprimir violentamente a los otros, para inhabilitarlos como interlocutores».

El Presidente López Obrador. Foto: Cuartoscuro

No, todavía no estamos en elecciones, no se asuste. Decidí titular esta columna de esta manera porque estos días en las redes, ese mundo paralelo al real pero inmensamente influyente, personas que votaron por López Obrador han recibido una andanada de críticas y ataques por decirse arrepentidas de votar por López Obrador o por ser sencillamente críticas de la nueva administración. Lo simpático (y terrorífico) es que los reproches son tanto de detractores de López Obrador, como de sus seguidores. Una de esas críticas, de sus detractores, es “debiste razonar tu voto”. Como si no hubiese otra postura más que un bando o el otro, como si ser crítico del gobierno lopezobradorista significara que se comparten las posiciones “derechistas”, se hubiera convertido uno en “conservador”, “fifí” o peor, compartiera el odio clasista y racista del discurso antilopezobradorista, mereciendo el adjetivo de “calderonista” (por cierto, es realmente notable como el lopezobradorismo convirtió al ex Presidente Calderón en su leitmotiv para justificar el fracaso de la nueva estrategia de seguridad, si es que la hay).

Lo cierto, es que muchos de quienes son críticos del nuevo gobierno, habiendo votado por él, no comparten la idea de que no razonaron su voto y mucho menos, la idea de que votar por algún otro candidato o partido, hubiese sido una opción. Yo pertenezco a ese grupo y por supuesto, sostengo que hubiese sido incapaz de votar en otra dirección: tal vez no se comprenda suficientemente, en medio del griterío, que nuestra decepción proviene de la conciencia paradójica de que votamos por un nuevo “prian”: no por los mismos, pero sí por lo mismo: una variante travestida de izquierda que ha traicionado, si no todos los valores, si una buena parte de ellos.

Por supuesto, vale la pena hacer un examen de qué ocurrió con ese voto, razonarlo desde el presente, más allá de los exabruptos en redes, donde el hígado se impone frente a los acontecimientos. Quiero, sin embargo, en esta columna, llamar la atención sobre el fenómeno social mismo que describo y consecuencia directa de nuestro voto: el grado de maniqueísmo y polarización al que ha llegado la discusión pública, horizontal, de las redes sociales: un campo de batalla donde tirios y troyanos, bots, trolls y convencidos, progobiernistas y opositores, se escupen fakenews, insultos y golpes bajos.

Es irónico que la rabia y el odio provengan tanto de los vencedores como de los vencidos (electoral y “moralmente”). Aunque parezca “normal” y hasta quiera presentarse como “democrático” este dialogo, no lo es: es un síntoma de una peligrosa intolerancia y deberíamos tomarnos el asunto como algo serio. No digo nada nuevo, pero es menester volverlo a señalar. El grado de enajenación al que está llevando el discurso antidemocrático del odio, tarde o temprano, acabará por producir monstruos con los que no sabremos lidiar, como si no fuera suficiente con el ya de por sí terrible y trágico estado de guerra homicida que padecemos.

No es gratuito, por supuesto, y se explica perfectamente por la renuncia del Presidente más votado en la historia democrática del país, a gobernar para todos los mexicanos, para todos los sectores que conforman el país, incluidos sus viejos opositores, los perdedores, sin demeritarlos; por la claudicación manifiesta a ejercer su rol como máximo funcionario de un poder, respetuoso de los demás poderes; no, López Obrador no gobierna para todos sino para algunos y, sobre todo, gobierna contra otros. Esto significa que abusa de su poder para sobajar, en el discurso, a quienes no tienen poder o tienen mucho menos que él, mientras pacta con otros poderes que le son afines (igual de cuestionables), lo que es un acto profundamente antidemocrático y desleal.

Es una forma de operación contra opositores, nueva si se quiere, pero no menos indeseable. No se necesita reprimir violentamente a los otros, para inhabilitarlos como interlocutores. No es verdad, por supuesto, que “respete” las diferencias y las críticas, ni a los actores de la sociedad civil, cuando cotidianamente los descalifica desde su tribuna mañanera. Respetar no es sinónimo de “dejar hablar”, por supuesto. Esto se verifica en la cotidiana sesión de polarización a la que somete al país. Más que sesiones informativas (de diálogo “circular” no tienen nada, obviamente), las mañaneras son espacios para que el Presidente, financiado por todos, no exclusivamente por sus votantes, adoctrine a sus seguidores en el combate diario contra otros ciudadanos: señala con su dedito y con su talentosa comunicación, quién es el siguiente enemigo de la patria, encarnada en la “cuarta transformación” como un gesta heroica sin antecedentes históricos, salvo en las “grandes transformaciones” sociales, como si pudiera establecerse un pase directo entre mil novecientos diez y el año dos mil dieciocho; cuando, en realidad, la llegada de López Obrador y Morena al poder es parte de un largo proceso democratizador poblado de pequeñas victorias y retrocesos, conseguidos por mexicanos de distintas ideologías y desde distintos partidos políticos.

No es poca cosa, pero es una perspectiva humilde, inaceptable para un poder que se arroga una identidad excepcional. De esta falsa concepción histórica, la batalla maniquea y hasta religiosa, entre el bien y el mal, emana su identidad y su “autoridad moral”, que es diariamente usada para dar falsos argumentos, convencer a la gente de que los críticos u opositores son menos que escoria aviesa, que no tienen más razón que su egoísmo y por ello hay que atacarlos despiadadamente, descalificarlos por quienes son, no por lo que dicen: se interponen, como piedras, entre el amor del Presidente y su pueblo bueno; entre el abuso y la justicia social. No importa que los datos de la realidad y de la historia señalen otras cosas, arrojen verdades distintas, e incluso, las citas presidenciales “nada por la fuerza, todo por la razón”, porque su “razón” es una razón unívoca y monologante.

En los sistemas democráticos se razona con los otros, ríspidamente si se quiere, pero se admiten razones, porque las razones pueden ser justas y atendibles o equivocadas, más allá de quien las enuncie. Muchas de las políticas del Presidente López Obrador no obedecen a diálogos razonados con los distintos actores de la sociedad sino a profundas convicciones personales, sostenidas por sus aliados en los otros poderes, pervirtiendo profundamente el sentido de la cita del Presidente Juárez y el orden democrático.

El golpe dado a la autonomía de la CNDH estos días por senadores morenistas al servicio del poder ejecutivo, no es la primera vulneración al sistema democrático y a las autonomías, sino la triste confirmación de que Morena no está dispuesta a cambiar el viejo sistema político, autocrático y abusivo y que muy pronto han comenzado a repetir las prácticas que censuraban, a reírse y festinar el oprobio contra el que muchos mexicanos votamos. La grosera e ilegal imposición de Rosario Piedra ha logrado desnudar y exhibir la naturaleza del poder morenista y no creo exagerar si digo que el costo social de ello será muy grave a largo plazo, si Piedra no renuncia o es removida.

Por supuesto, esto es invisible para quienes son capaces de justificar cualquier atropello democrático, convencidos por la “misa cívica” del Presidente, quien ha logrado convencer a sus seguidores de versiones de la realidad tendenciosas, cuando no francamente mentirosas o sencillamente inaceptables, como en el caso de la CNDH. La justificación desvergonzada de la ilegalidad, no puede sino llamarnos al repudio abierto a quienes votamos contra esas prácticas, antes que a favor de políticos mentirosos.

Tal vez, parte del “razonamiento” de nuestro voto, consista en preguntarse ¿por qué votamos? y no por quién. La respuesta debería obligarnos a oponernos, activamente, a las campañas de desprestigio que diariamente lanza el Presidente contra sus opositores, o los que él cree son sus opositores desde Palacio Nacional, aunque no estemos de acuerdo con ellos; entender al país y a los otros, más allá de sus dicotomías, falsas y maniqueas, antes de que justifiquen nuestra propia defenestración pública o la de cualquiera, como está ya ocurriendo con los mejores entre nosotros.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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