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Ernesto Hernández Norzagaray

05/10/2019 - 12:05 am

El debate sobre la guerrilla

Al sistema priista autoritario se le presentó el dilema entre liberalizarse políticamente o sostener la represión: optó, por una mezcla, por un lado, persiguió a los grupos armados hasta prácticamente desaparecerlos y por el otro, ofreció a los sectores más moderados, que habían estado en las cárceles especialmente en Lecumberri, la llamada “apertura democrática”.

"Los procesos de reconciliación son duros en la experiencia latinoamericana". Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro

El 68, y de paso el 71, tuvieron una consecuencia política radical, eran los tiempos de México, pero también en muchas partes del mundo.

La lucha por las libertades públicas en las calles en la Ciudad de México y otras en el interior del país fue quizá el último aliento de esa movilización estudiantil.

Vino luego el repliegue y la reflexión sobre el ¿qué hacer? llevando a miembros de esa generación a la conclusión de qué estaban cerradas todas las vías para la expresión política en las instituciones. O mejor, que nunca las hubo en el marco de las libertades democráticas.

Y aquella revolución de la madrugada -cómo le llamó Adolfo Gilly- provocaría la formación de un sinnúmero de grupos armados que buscarían un cambio por vía de las armas.

Al sistema priista autoritario se le presentó el dilema entre liberalizarse políticamente o sostener la represión: optó, por una mezcla, por un lado, persiguió a los grupos armados hasta prácticamente desaparecerlos y por el otro, ofreció a los sectores más moderados, que habían estado en las cárceles especialmente en Lecumberri, la llamada “apertura democrática”.

Cuando prácticamente habían desmantelado los movimientos armados impulsaron una reforma política destinada a la atracción de los nuevos partidos de izquierda que se habían creado en los años setenta y en especial, a un partido comunista, que había roto cualquier relación con las organizaciones revolucionarias armadas.

O sea, estamos hablando de que en los años setenta hubo una “guerra” destinada a acabar violentamente con los jóvenes que decidieron la vía armada, y ya para finales de esa década, el terreno estaba limpio.

Ciertamente algunos de estos jóvenes se vieron involucrados en acciones violentas a través de asaltos bancarios, secuestros, atentados y asesinatos como el de los empresarios Eugenio Garza Sada en Monterrey y Fernando Aranguren en Guadalajara, ambos hoy recordado por su preeminencia en la esfera económica y porque hoy ese recuerdo se necesita hoy para la lucha de posiciones.

La disculpa ubicua de la fueron los dos sobrevivientes del asalto al cuartel Madera en la sierra de Chihuahua, la de la ex guerrillera sinaloense Martha Alicia Camacho Loaiza y el calificativo de “valientes” que le costó el cargo al historiador Fernando Salmerón, han servido de argumento para combatir posiciones políticas del nuevo gobierno.

Una de ellas, quizá la más sonora desde la derecha, fue la de un video clip de Diego Fernández de Ceballos, quien crítica la postura del Gobierno de pedir “perdón” a aquella generación ya que, desde su punto de vista tendría que hacer lo mismo con los soldados y agentes caídos en los enfrentamientos que sostuvieron ambos bandos.

Suena lógico este argumento, aun con la desproporción de fuerzas y recursos que estuvieron en juego, pero se le escapa recordar que esos soldados y agentes caídos eran parte del Estado represivo y que violaron recurrentemente derechos y aunque víctimas mal se vería el Estado mexicano pidiéndose disculpas a sí mismo, o en todo caso la reorientación política, hacia formas civilizadas es la mejor forma de rendir homenaje a los suyos, más cuando la mayoría de los guerrilleros que se vieron envueltos en hechos murieron o pasaron años en las prisiones del país.

Ninguna de esas organizaciones ha sobrevivido cómo si sucedió en Colombia y en alguna forma en El Salvador, Nicaragua y Uruguay.

El país necesita la reconciliación, bajar los niveles de polarización, y eso pasa por los ajustes con el pasado, hay heridas que no se han cerrado y todavía supuran rencor. Este tipo de acciones del Gobierno obradorista que hace lo no se atrevieron hacer los que le precedieron quizá porque igualmente usaron la represión contra los desesperados que tomaron el camino de las armas y eso era echar gasolina al fuego.

Los procesos de reconciliación son duros en la experiencia latinoamericana. En Argentina, por ejemplo, cuándo vino el ajuste de cuentas por la guerra sucia hubo voces en el poder judicial que señalaban que si pagan unos tenían que pagar los otros, especialmente quienes se habían visto involucrados en hechos sangrientos.

Así se juzgó a los generales argentinos y miembros de la fascista Triple A, pero también a personajes como Mario Eduardo Firmenich, Fernando Vaca y Roberto Perdía, de la dirección político-militar de Montoneros y es que cómo diría Firmenich hace años en una entrevista: “En un país que ha vivido una guerra civil, todos tienen las manos manchadas de sangre” y eso obliga a llevar con pies de plomo el proceso reconciliatorio.

La novela de Héctor Aguilar Camín: La Guerra de Galio (Cal y Arena), que probablemente es resultado de muchos testimonios de la época desliza que en los diálogos entre los personajes de aquel sistema represivo había la consigna de que todo guerrillero que había participado en hechos de sangre automáticamente lo desaparecían.

Así, sucedió con Jesús Piedra Ibarra, hijo de Rosario Ibarra de Piedra, quien habría participado en el secuestro y muerte de Eugenio Garza Sada y fue detenido por la policía de Monterrey y llevado a la Ciudad de México quedando en manos de Nazar Haro y el capitán Luis de la Barreda, quienes lo desaparecieron violando todo tipo de garantías.

Gustavo Hirales le pidió a Nazar Haro en medio de la tortura que se ajustara a lo que establecía la ley, y este le respondió: “Cuando está de por medio la seguridad nacional, no hay Constitución ni leyes que valgan una chingada”.

Y si esa era la lógica de los servicios de seguridad es muy probable que el argumento de Fernández de Ceballos se caiga por sí solo, no están a la vista todos los sobrevivientes de las organizaciones armadas de los setenta están, la mayoría murió en enfrentamientos y en cautiverio o los que sobrevivieron purgaron condenas, cosa que nunca sucedió con los miembros de la llamada Brigada Blanca, que nunca pagaron nada.

En definitiva, para comprender con un mínimo de racionalidad este tema que hoy polariza habría que distinguir entre las instituciones del Estado mexicano y la actuación de los ciudadanos, unos y otros están sujetos a derechos y obligaciones, y en ese marco no debería caber la represión del Gobierno cómo tampoco la violencia de los ciudadanos.

O será, cómo lo escuche recientemente en un foro, que el pasado está sirviendo de coartada para cuestionar el presente.

Y eso, es otra cosa.

Ernesto Hernández Norzagaray
Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Ex Presidente del Consejo Directivo de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales A. C., ex miembro del Consejo Directivo de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política y del Consejo Directivo de la Asociación Mexicana de Ciencia Política A.C. Colaborador del diario Noroeste, Riodoce, 15Diario, Datamex. Ha recibido premios de periodismo y autor de múltiples artículos y varios libros sobre temas político electorales.

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