Antonio Salgado Borge
21/06/2019 - 12:05 am
¿La santa transformación?
Que el Gobierno busque estrategias para hacer frente a la descomposición social y a la deshumanización tendría que ser leído como una buena noticia.
Todo parece indicar que una parte del proyecto transformador del Gobierno federal, la que tiene que ver con su estrategia para la recomposición del tejido social, implicaría dar mayor voz y espacios formales a organizaciones religiosas. Dos eventos recientes constituyen evidencias que apuntan en este sentido:
(1) El primero es la petición de los líderes de veinte grupos religiosos de obtener concesiones de radiodifusión para cada una de sus órdenes. Esta solicitud, no fue rechazada y estaría siendo revisada y analizada por la Secretaría de Gobernación. Mientras esto se revisa, el Instituto Federal de Telecomunicaciones ha otorgado una concesión de radio y televisión a una organización religiosa – “La Visión de Dios”- pretextando que ésta es una asociación civil y que no está registrada en el padrón de organizaciones religiosas de la Secretaría de Gobernación, aunque en los hechos funciona como una. Lo importante aquí es que, de una forma u otra, es claro que las organizaciones religiosas buscan concesiones de radiodifusión y que las puertas comienzan a abrírseles.
(2) El segundo de estos eventos, detallado con claridad en un reportaje publicado por Aristegui Noticias esta semana, es la modificación legal que establece que la Dirección General de Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación tendrá entre sus funciones “Proponer y coordinar estrategias colaborativas con las asociaciones religiosas, iglesias, agrupaciones y demás instituciones y organizaciones religiosas, para que participen en proyectos de reconstrucción del tejido social y cultura de paz que coadyuven a la consecución de las atribuciones materia de la Subsecretaría de Desarrollo Democrático, Participación Social y Asuntos Religiosos”. La idea central es que el Gobierno federal estaría buscando apoyarse en las redes de organizaciones religiosas para rescatar “valores éticos y morales” y para promover formas de cohesión ciudadana. [1]
El posible vínculo entre los dos eventos anteriores es fácil de identificar. El Gobierno federal ha reconocido y decidido encarar una crisis impostergable: la descomposición social y la deshumanización que se observan en cada vez más áreas del país; fenómenos a los que decisiones como la “guerra contra el narco” o las políticas neoliberales están directamente vinculados. Claramente, el Gobierno de AMLO considera que las organizaciones religiosas son piezas fundamentales en su intento de reconstrucción del tejido social. Y, de ser éste el caso, tiene sentido pensar que ampliar las voces de estas organizaciones por medio de concesiones de radiodifusión contribuiría a reforzar este proyecto.
Que el Gobierno busque estrategias para hacer frente a la descomposición social y a la deshumanización tendría que ser leído como una buena noticia. La urgencia del papel rector del Estado en este sentido es recordada, por ejemplo, cuando se lee cotidianamente sobre casos de lo que el psicólogo Simon Baron Cohen, profesor de la Universidad de Cambridge, ha llamado un estado de “empatía cero”. Instancias de empatía cero recientes incluyen eventos como el grupo de hombres que roció gasolina y quemó viva a una mujer en una fiesta por diversión en Tlaxcala o, incluso, el caso de personas que amarran perros vivos a las vías del tren en distintos lugares.
Pero reconocer el estado crítico de nuestro tejido social y asumir la responsabilidad que corresponde al Estado no impide que la incorporación formal de organizaciones religiosas en este proyecto resulte problemática. No es mi intención ni está en mis posibilidades evaluar aquí el aspecto legal de una estrategia de esta naturaleza. Lo que sí me interesa subrayar es que existen contradicciones y problemas concretos que se derivarían de ésta; obstáculos relevantes que el gobierno federal no ha querido o sabido reconocer.
Empecemos notando que, al menos de acuerdo con lo dicho hasta ahora, la idea de incluir a las iglesias en este proyecto obedecería en parte a la necesidad fortalecer “valores éticos y morales”. Una explicación de este corte implica que dichos “valores” son evidentes y universales. Sin embargo, un obstáculo inmediato es que no necesariamente los mismos principios éticos son compartidos por todas las iglesias. Esta es una liga que puede ser estirada un poco más cuando se considera que incluso dentro de una misma institución religiosa puede haber visiones encontradas entre miembros de su jerarquía o entre la jerarquía y el resto de quienes la constituyen.
Las organizaciones religiosas, por su naturaleza, suelen centrar buena parte de su discurso en la “ética de máximos” -creencias personales subjetivas que buscan dar sentido a la existencia e inexistencia-. Desde luego, el Gobierno de AMLO podría estar hablando exclusivamente de la llamada “ética de mínimos” – constituida por principios básicos predicables universalmente como la justicia o la libertad-. Si este fuera el caso, el Gobierno estaría poniendo entre paréntesis la “ética de máximos”. Sin embargo, asuntos como el matrimonio igualitario son ejemplo de que en ocasiones los jerarcas de algunas organizaciones religiosas podrían no estar dispuestos a poner entre paréntesis “máximos” para defender “mínimos”. ¿Cómo garantizaría el Gobierno federal que las instituciones religiosas que le acompañen no mandarán señales encontradas o de plano anticonstitucionales o discriminatorias desde una plataforma proporcionada por el Estado?
Esto no es todo. La inclusión de organizaciones religiosas en un proyecto tan ambicioso probablemente terminaría por dar mayor peso político a las organizaciones consideradas. Por ende, sería ingenuo suponer que una estrategia de esta naturaleza no generaría efectos colaterales. Casos como el de “La Luz del Mundo” o como los de legisladores vinculados con el sector más conservador de la Iglesia Católica muestran que instituciones religiosas han buscado y logrado operar políticamente para obtener posiciones. Esta operación, desde luego, debe tener alguna motivación. Y esta motivación puede, en ocasiones, atentar contra la preservación del espíritu básico de una democracia o contra el Estado laico. El ascenso de Jair Bolsonaro en Brasil es un ejemplo crudo de lo que puede implicar el peso político derivado del mayor espacio formal o protagonismo político de una institución religiosa.
Otro aspecto para considerar, relacionado directamente con el anterior, es que un efecto de una colaboración iglesias-Estado, como la que se ha planteado, podría ser la construcción de clientelas políticas basadas en motivos religiosos. Y es que, de una forma u otra, el gobierno federal estaría tendiendo puentes con líderes eclesiásticos que representarían beneficios para ambas partes. Es decir, los jerarcas religiosos podrían montarse en este tren buscando obtener exposición, recursos o posiciones políticas adicionales; pero también el gobierno podría estar buscando utilizar este proyecto para fines electorales. Esto es, ambas partes pueden ver la conveniencia de extender su caminata tomadas de la mano más allá del proyecto que podría estarles uniendo muy pronto.
Un problema de distinta naturaleza es la selección del criterio para decidir qué organizaciones religiosas deberían ser consideradas. Pocas personas podrían oponerse a que el criterio seleccionado debe ser explícito y justo. En este sentido, invitar a las principales iglesias o a las que más fieles y excluir a otras sería injustificable, pues significaría, literalmente, descartar a las minorías. Pero tampoco sería justificable tomar como parámetro asuntos relacionados con la “ética de máximos”, como sugieren actualmente grupos anti-islámicos en algunos países -como hemos visto, estos criterios no son universalizables y obedecen a creencias personales-. En una democracia o en un Estado laico la “ética de máximos” no puede ser tomada como referencia.
En Estados Unidos este problema ha sido exhibido, al menos desde 2013, por el “Templo Satánico”, una organización que dice rendir culto al diablo y que está registrada a la par de otras instituciones religiosas, como iglesias o mezquitas. El “Templo Satánico” actúa dentro del marco legal, promueve la tolerancia, la ciencia, el Estado laico, y el respeto. Pero, justamente para mostrar con crudeza las inconsistencias derivados de despreciar al Estado laico, ha elegido como imagen al diablo y como discurso la adoración a Satán. Si la idea es incluir a todas las organizaciones religiosas legalmente constituidas, el gobierno federal no tendría motivo para excluir a organizaciones como el “Templo Satánico” de su proyecto de reconstrucción ni podría negarles, en caso de ser abierta esta posibilidad, una señal de radiodifusión.
¿Estaría dispuesto el gobierno federal a dar espacio formal en su estrategia o una señal de radiodifusión al “Templo Satánico” - por ejemplo, TV Satán-? Ciertamente, en caso de abrir la puerta a otras organizaciones religiosas, no tendría justificación para negarse. Desde luego, en este caso la solución es simple y ha sido expresada por la Amedi con contundencia: “Los medios de comunicación deben ser una expresión de la diversidad y la pluralidad de ideas y opiniones que fortalezcan la vida democrática de la sociedad. Una emisora de índole religiosa es, por definición, adoctrinante, fundamentada en actos de fe y por ello, parcial y excluyente, lo cual es contrario a nuestros fundamentos constitucionales.”
Los problemas mencionados arriba son apenas algunos ejemplos de los riesgos o contradicciones que implican la decisión del gobierno federal de tomar a las organizaciones religiosas como elementos clave en su proyecto para reconstruir el tejido social en México. Señalar estos problemas no implica dejar de notar que buena parte de las organizaciones religiosas en nuestro país ya trabajan en proyectos destacables que, dentro de su esfera natural de influencia, buscan generar una sociedad más justa y humana. Tampoco implica dejar de reconocer que el haber asumido la responsabilidad que le corresponde en la reconstrucción del tejido social es un acierto del actual Gobierno.
Lo que sí muestran los problemas señalados es que el Gobierno federal se equivocaría rotundamente si llega a asumir que la reconstrucción del tejido social en el país no puede darse en un marco secular o que no puede ser motivada estrictamente por principios mínimos universalizables. Y que sería un error suponer que integrar a instituciones religiosas formalmente a una estrategia fundamental, dándoles la plataforma y los medios que esto implica, es una estrategia viable o que puede generar una transformación deseable en el marco de un Estado laico y en una verdadera democracia.
[1] https://aristeguinoticias.com/1806/mexico/gobierno-de-amlo-utilizara-iglesias-para-impulsar-objetivos-de-la-4t/?fbclid=IwAR1VoTQ8i8pxmocozTLpq8-EZmOT2RTc6eeys6ZYNJ_9MqN2huKmLsWboUYFacebook: Antonio Salgado Borge
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