Ernesto Hernández Norzagaray
14/12/2018 - 12:02 am
Viajar a Los Pinos
La representación del poder casi siempre es mayúscula, ostentosa, apabullante, desmesurada, inalcanzable para los simples mortales y puede llegar también alcanzar ruindad y vulgaridad en el ejercicio del poder.
La representación del poder casi siempre es mayúscula, ostentosa, apabullante, desmesurada, inalcanzable para los simples mortales y puede llegar también alcanzar ruindad y vulgaridad en el ejercicio del poder.
Así, ha sido casi siempre, el poder está lejos de la humildad y la sencillez cotidiana de la calle. Se manifiesta en sus sedes, escenarios y discursos para los grandes públicos. Todo es grande y luminoso. Llegando a empequeñecer al quien lo detenta y es que flota en la atmósfera como una forma de ser y hacerse sentir entre los gobernados.
Quizá, por eso, cuando cualquier ciudadano llega hoy a Los Pinos “abierto al público”, y atraviesa el enrejado de hierro forjado y transita asombrado por la larga calzada Molino del Rey empequeñece entre su arboleda y antes de salir del asombro, lo detiene en seco un lema amenazador, desafiante, intimidante: ¡Al Presidente nadie lo toca!, plasmado en la fachada del edificio principal del Estado Mayor Presidencial y resguardado de dos bustos.
Esa frase remite irremediablemente al 18 de febrero de 1913, a los diez días de la bien llamada Decena Trágica, cuando en el salón de acuerdos de Palacio Nacional, una runfla de soldados golpistas y desleales al gobierno democrático de Francisco I. Madero intentaron infructuosamente detenerlo y llevárselo con destino desconocido -La verdad lo lograron momentos después cuando intentaba huir y fue asesinado junto con el vicepresidente Pino Suárez la tarde del 22 de febrero del mismo año.
Sin embargo, en aquel preciso momento tenso aparece la figura hasta entonces desconocida del capitán oaxaqueño Gustavo Garmendia Villafagne, quien siendo oficial del Estado Mayor y miembro de la seguridad del presidente, interviene decidido y grita destempladamente: ¡Al Presidente nadie lo toca!, mientras desenfunda su pistola y dispara contra el mayor coronel Teodoro Jiménez Riveroll y uno de sus subalternos hace lo propio contra el mayor Pedro Izquierdo, quienes mueren en el acto en medio del escándalo -Garmendia Villafagne logra huir y se incorpora a las fuerzas obregonistas contra el huertismo pero el 12 de noviembre de ese mismo año recibe un balazo en una pierna y muere desangrado en la toma de Culiacán.
Este pasaje de nuestra historia heroica ha quedado como ejemplo de gallardía y lealtad militar a la figura presidencial, aquella que devino en imperial, pulimentada con lo grandioso de su parafernalia. Esa frase contundente no es, entonces, una valentonada militar sino ejemplo a seguir por los encargados de la seguridad personal del presidente de la República. Hoy, por cierto, en el limbo, ante la indecisión de López Obrador de aceptar o no los servicios del Estado Mayor y regresar o no a los cuarteles, para que presten los servicios asignados constitucionalmente al ejército y qué no eran lo que hoy son, con la nueva ley federal de Seguridad Interior.
Los Pinos además de que fue una zona de extrema seguridad, es el lugar dónde están ausentes las coníferas del imaginario colectivo, y esa ausencia luego sabemos remite a una nostalgia y a cierta cursilería por el pueblo que llevaba por nombre La Huerta Los Pinos en el municipio de Tacámbaro. Y es que el presidente Lázaro Cárdenas que fue el primer residente quiso congraciarse con su esposa y madre de sus hijos: Amalia Solorzano, poniendo a la residencia oficial el nombre abreviado de ese pequeño pueblo michoacano.
La nostalgia entonces remite curiosamente a lo mayúsculo, 110 mil metros cuadrados, 14 veces más grande que la Casa Blanca estadounidense, la de Washington, la buena, no la de Lomas de Chapultepec, que como sabemos fue producto del tráfico de influencias del último inquilino de la residencia de Los Pinos.
La familia Peña Nieto, como todas las que antecedieron, ha dejado su impronta de su paso por la residencia oficial, lo que supone una representación con un toque nobiliario con toda su parafernalia de lujos, escándalos, excesos, corruptelas. Incluso, está ahí la sospecha, en tanto no se demuestre lo contrario, que antes de desalojarla desvalijaron este patrimonio nacional concesionado temporalmente a quien detenta el cargo de presidente de la Republica.
Y es que cuando se transita por el interior de las llamadas casas Lázaro Cárdenas o Venustiano Carranza, sorprenden los grandes espacios vacíos, es notoria la ausencia de mobiliario en las recamaras, lo mismo en los gabinetes de la cocina; no se diga la ausencia de las obras de arte que seguramente decoraban los grandes muros y espacios.
Quizá, lo explique que fue una decisión administrativa para despojar a la casa de cualquier esbozo de intimidad personal o familiar y dejar simple y llano el poder frío en su magnificencia. Lo grandioso de la arquitectura y del entorno exuberante. No obstante, esa posible intencionalidad, choca con el imaginario colectivo y remite irremediablemente a la banalidad que caracterizó a la pareja Peña-Rivera con su prole.
Un acto que no sólo sería la excepción a la regla, sino la confirmación del patrimonialismo que caracterizó a la pareja presidencial. Vamos, el patrimonialismo del llamado nuevo PRI que tanto presumió Peña en el momento de acceso al poder y qué resultaron verdaderos bribones que hicieron grandes fortunas al amparo del poder con la complicidad de los miembros de las instituciones de justicia.
Quizá, por eso, la vuelta a lo sencillo, a lo terrenal de López Obrador, es ante todo un triunfo cultural sin precedente sobre la magnificencia del poder sea nacionalista o neoliberal, priista o panista incluso, un aviso mayor para los morenistas, que asumieron cargos de representación en los estados y municipios queriendo seguir con las mismas prácticas patrimonialistas.
Esa vuelta a lo básico oxigena el poder al tiempo que lo trivializa sin restar fuelle, cómo lo estamos viendo tanto en las decisiones políticas de quitar las pensiones vitalicias a los expresidentes, como bajar los salarios y las remuneraciones de diputados, la alta burocracia y los magistrados del Poder Judicial.
Aun con todo, por encima de esa humanización del ejercicio del poder, pervive la magnificencia del poder en esos espacios arbolados y es obligado asistir todo mexicano interesado en la cosa pública o simple interés en la historia de México.
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