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Ernesto Hernández Norzagaray

31/08/2018 - 12:00 am

Contra los trajes oscuros

El traje sastre oscuro en política se volvió símbolo de distinción, formalidad, sobriedad, elegancia y respeto intimidante. Esa imagen impostada a la que se nos ha acostumbrado a ver siempre fue una fachada infame para esconder lo que realmente se busca en la representación política: Poder, para hacer lo que se quiera en su radio de acción, asumir cargos públicos a los que se le asignan buenos presupuestos y una parte de ellos termina en sus cuentas privadas.

"El traje, es el traje, con toda su carga simbólica". Foto: Moisés Pablo, Cuartoscuro

El traje sastre oscuro en política se volvió símbolo de distinción, formalidad, sobriedad, elegancia y respeto intimidante. Esa imagen impostada a la que se nos ha acostumbrado a ver siempre fue una fachada infame para esconder lo que realmente se busca en la representación política: Poder, para hacer lo que se quiera en su radio de acción, asumir cargos públicos a los que se le asignan buenos presupuestos y una parte de ellos termina en sus cuentas privadas.

Pero, ahora, que reina un espíritu de cambio dispuesta a sacudirse la corrupción política, cada uno de los agentes del cambio debería liberalizar el vestuario que tiende a homogeneizar en un país diverso, colorido, singular. Un norteño de Nuevo León su imagen arquetípica es la casual, un cowboy de livais y con camisa a cuadros mientras uno de Mérida, es el pantalón blanco con guayabera con tono pastel. No se diga en la ropa femenina, donde el colorido regional es mayor e ilumina la vida, la política, la identidad, la esperanza.

Quizá, para muchos, tratar el tema resulte una frivolidad, habiendo tantos temas urgentes por atender y dar soluciones. Sin embargo, la política son símbolos, son formas de ser y de hacer, en el ámbito de lo público. El traje sastre, y peor si es obscuro, establece una distancia con el otro. Limita la comunicación e inhibe el contacto. Deja de ser un trato de iguales pues le subsume la diferencia, cuándo la buena política anima al encuentro, al dialogo, entre gobernantes y gobernados.

Quizá, por eso hasta ahora, el político cuándo accede a un cargo público, lo primero que hace es desempolvar el traje de cuando se casó o el de las navidades o va al primer Puerto de Liverpool a comprar uno o dos dignos de su nuevo estatus, el que exige pertenecer a la elite, esa de los pocos, los poquísimos. Y la imagen revelada lo ponga en simetría con el otro, su igual, más allá de si este es del PAN, el PRI o Morena, de Tamaulipas o Sinaloa. No hay diferencia más allá de las programáticas. La imagen solemne la iguala sean de Tijuana o del lejano Cancún. Los hace parte del ritual impostado. De la misma falsedad de la apariencia, de los colores, los anagramas y banderas.

Bien lo decía Reyes Heroles, en política, la forma es fondo. Y eso vale para todo. Incluido el impecable traje oscuro y la corbata de colores patrios o partidarios. Que me atrevo a decir que es una hechura priista que emerge culturalmente en los años veinte del siglo pasado para sustituir el verde olivo o el caqui de los generales revolucionarios. Valdría la pena ver la imagen de los primeros congresos posrevolucionarios para darnos cuenta la variedad de las vestimentas de civiles y militares. Y ahí se quedó, como una estampa helada, una reminiscencia de la construcción de la nueva elite cívico militar, cómo una forma de estética del poder qué hoy se mantiene como la bandera nacional.

Y cuando llegan los nuevos agentes de cambio, con un discurso rompe madre y una praxis por ver, permanece intacto, el traje sigue siendo la representación en prenda del poder. Algunos de los nuevos cargos se les ve incómodos con su nuevo cargo e imagen, todavía no salen del asombro electoral, de haber ganado quizá sin jugar más que lo indispensable.

Y así, de golpe y porrazo, son parte de la élite política y tendrán que acostumbrarse a qué les traten con deferencia y atención ante su traje: ¡Si señor alcalde!, ¡Estimada señora diputada!, ¡Pase por acá señor gobernador!, ¡Se hará lo que usted diga señor Presidente!

El mismo AMLO deja su imagen de campaña, la de ropa llana, deslavada, manchada por el sudor y alguna mancha de comida de bote pronto, para habilitarse con trajes nuevos -o, acaso, no era novísimo el lustre el traje que se puso para ir a la ceremonia de inicio de entrega-recepción de la administración saliente y la entrante donde, por cierto, off course, todos los hombres de uno y otro bando lucían trajes impecablemente obscuros, había que poner el toque dulce de respeto ante la audiencia mediática. Sólo una mujer al frente hacia la diferencia con ropa colorida orgullosa de ser mexicana, oaxaqueña o chiapaneca qué más da, un contraste que pasó desapercibido porque todos estaban en lo de fondo, los pronunciamientos de Peña y AMLO.

Sé que algunos dirán a bote pronto pero así es la política en todo el mundo. Es simbólica y mítica. Clasista en sus formas y lo que hace la diferencia son los actos de los individuos. El programa ideológico, de qué lado del mundo estas, si eres de izquierdas o de derechas. Nacionalista o regionalista. Los trapos obscuros son lo de menos. Pero, no, es lo de más, es parte de lo sustantivo. Vamos, si a un militar, se le quita el uniforme y se le deja de civil se vuelve irrelevante como una mosca en la obscuridad, uno más entre la muchedumbre, no inspira miedo, respeto a la investidura que ostenta con orgullo. Lo mismo sucede con el político que si se le quita el traje oscuro esa imagen impostada se convierte en una simple llanura de la calle.

Y eso lleva a la otra parte, a la del ciudadano medio ese que consume día y noche imágenes televisivas y de las que saltan en las redes sociales, y con ellas se forma una idea del mundo y de las cosas,  que ha internalizado los valores de las elites, y asume sin chistar que es lo correcto, lo que dignifica el estatus de la representación, aquella idea de que el representante popular no puede andar como Juan por su casa, y ahí se cierra la pinza conservadora del establishment, por eso las excepciones molestan, como molestaba ver a Salvador El Pino Martínez de la Roca y Eduardo El Búho Valle, sinaloenses que llegaron al Congreso de la Unión en la época de la siempre como diputados de izquierda y nunca utilizaron saco ni corbata, y es que la homogeneidad en política gana terreno, es lo socialmente correcto y, ya veremos en los próximos meses, como está se acentúa, por encima de emblemas partidarios y discursos. El traje sastre permanece incólume como el pódium legislativo y el lábaro patrio. Cómo signo de distinción, de un tiempo que no se ha ido, porque es ya una de nuestras instituciones culturales.

El traje, es el traje, con toda su carga simbólica.

Ernesto Hernández Norzagaray
Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Ex Presidente del Consejo Directivo de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales A. C., ex miembro del Consejo Directivo de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política y del Consejo Directivo de la Asociación Mexicana de Ciencia Política A.C. Colaborador del diario Noroeste, Riodoce, 15Diario, Datamex. Ha recibido premios de periodismo y autor de múltiples artículos y varios libros sobre temas político electorales.

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