Epigmenio Ibarra
17/08/2018 - 12:00 am
Sobrevivir al PRI
La vida me ha bendecido con dos victorias extraordinarias. No se me malentienda, no las reclamo como propias: son victorias conquistadas por otros. A mi solo me ha tocado registrarlas, vivirlas de cerca, hacerlas mías, disfrutarlas. He sido testigo de la lucha inclaudicable de mujeres y hombres que lo han sacrificado todo por cambiar la historia de sus pueblos. A ellas y ellos debo esta alegría profunda que hoy siento, la esperanza fundada de que las cosas, en esta mi patria herida, pueden ser de otra manera.
Muchas veces, a lo largo de mis 66 años de vida, pensé que no lo lograría. Que no vería el día en que el PRI o el PAN que, para el caso son lo mismo, fueran expulsados de palacio. Como millones de mexicanas y mexicanos llegue a creer que terminaría mis días llevando a cuestas la pesada lapida de un régimen corrupto y autoritario y que moriría con la vergüenza de dejar a mis hijos y a mis nietos un país gobernado por un hatajo de mentirosos y ladrones. Hoy tengo mucho que agradecer: Sobreviví al PRI. Me siento más libre, más ligero, más comprometido que nunca con mi país y mi gente.
La vida me ha bendecido con dos victorias extraordinarias. No se me malentienda, no las reclamo como propias: son victorias conquistadas por otros. A mí solo me ha tocado registrarlas, vivirlas de cerca, hacerlas mías, disfrutarlas. He sido testigo de la lucha inclaudicable de mujeres y hombres que lo han sacrificado todo por cambiar la historia de sus pueblos. A ellas y ellos debo esta alegría profunda que hoy siento, la esperanza fundada de que las cosas, en esta mi patria herida, pueden ser de otra manera.
Registré la primera victoria hace 26 años. Tras 12 años de una guerra cruenta y terrible, contra un enemigo que parecía imposible de vencer, atestigüe, con mi cámara al hombro, el momento en que los guerrilleros del FMLN entraron a San Salvador. Un pequeño ejército loco, como decía Gregorio Selser, vencía así en el campo de batalla y en la mesa de negociación, a una formidable máquina político-militar sostenida, a sangre y fuego, por el Gobierno de los Estados Unidos.
Este 1 de julio de 2018, ya en mi patria y todavía con la cámara al hombro, registré el momento en que un Andrés Manuel López Obrador victorioso se enfrentaba a la multitud reunida en El Zócalo y convocaba al país a iniciar, de inmediato, una transformación radical de la vida pública. Aquello, en esa plaza donde tantas veces se alzó la voz contra el régimen, donde se hizo el recuento de fraudes y traiciones, donde pasamos lista tantas veces a las víctimas del régimen criminal, era, por fin, una fiesta. Un pueblo celebraba, aun incrédulo, lo que en las urnas y pacíficamente había conquistado: liberarse del régimen que por décadas lo había humillado y sometido.
La cámara, debo confesarlo, ha sido para mí el salvoconducto para entrar y salir a infiernos en los que otros, que no tienen mi misma suerte, se ven obligados a vivir y a morir. Ha sido instrumento de reflexión sobre lo que mueve a los seres humanos y los vuelve capaces de los actos más heroicos o la más abyecta villanía. La cámara ha sido pues coartada y armadura. Con ella al hombro he acompañado a quienes hacen historia. Los he visto sufrir, llorar, combatir y morir. También, por fortuna, los he visto vencer.
Aquella tarde de 1992 en San Salvador, sin separar el ojo del visor de la cámara, cuando por la Roosevelt comenzaron a entrar los camiones cargados de muchachos, sin dejar de filmar, comencé a llorar. Pensé entonces en los rostros de los combatientes caídos; siempre me tomé el tiempo de filmarlos con profundo respeto al menos el tiempo en que se dice una jaculatoria. Pensé en los rostros, el llanto y la determinación de las madres de los masacrados, de los desaparecidos, en los civiles que, aterrorizados, huían de los bombardeos pero que se daban el tiempo para denunciar a los criminales frente a la cámara. Pensé en mis compañeros periodistas que cayeron en el cumplimiento del deber. Sin dejar de filmar lloraba, como decía Pedro Garfias, con el llanto de un becerro que ha perdido a su madre.
La noche del 1 de julio, cuando buscaba de nuevo desentrañar el misterio de la relación que establece López Obrador con las multitudes, no me dio el alma para llorar pero sin soltar la cámara, comencé a cantar el Himno Nacional uniéndome a las decenas de miles que esa noche celebraban la victoria. Mientras cantaba pensaba en las madres y padres de Ayotzinapa, de Guardería ABC, en las víctimas de las masacres de Tlatelolco, el Jueves de Corpus, Aguas Blancas, Nochixtlán, San Fernando y tantas otras. En los miles de rostros de manifestantes que, a lo largo de casi 40 años, he filmado desandando el Paseo de la Reforma coreando consignas hasta llegar al Zócalo y pensaba también en Miroslava Breach, en Javier Valdez , en los periodistas que en Mexico han sido asesinados.
Sobreviví al PRI carajo. Sobrevivimos. Se lo debemos a quienes lucharon sin descanso, a quienes no se amedrentaron, ni se vendieron, ni se rindieron, ni se resignaron. A esas y esos insumisos que no se creyeron aquello de que aquí las cosas no habrían de cambiar jamás. A quienes quedaron en el camino; a los masacrados, a los desaparecidos, a los torturados, a los perseguidos, a quienes a pesar de haberlo perdido todo no perdieron jamás ni la voluntad ni la esperanza. Por su lucha es que hoy sopla un viento fresco en un país que se nos estaba deshaciendo entre las manos. Es por ellas y ellos que tenemos el privilegio de celebrar la victoria pero también, porque la victoria para serlo realmente ha de refrendarse cada día, el deber sagrado de cuidarla amorosamente, de consolidarla, de hacerla irreversible.
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