Jorge Javier Romero Vadillo
05/07/2018 - 12:01 am
Los partidos tras el cataclismo
¿Qué quedará del sistema de partidos surgido a partir del pacto de 1996, momento de nacimiento del régimen periclitado? ¿Habrán sido estas unas elecciones cataclísmicas –de esas que, según José María Maravall, sacuden al sistema de partidos, pero cuya fuerza es insuficiente para modificar la estructura o las prácticas de un régimen– o estamos realmente ante unas elecciones críticas, que trastocarán permanentemente el mapa partidista y sentarán las bases de un nuevo arreglo político?
¿Qué quedará del sistema de partidos surgido a partir del pacto de 1996, momento de nacimiento del régimen periclitado? ¿Habrán sido estas unas elecciones cataclísmicas –de esas que, según José María Maravall, sacuden al sistema de partidos, pero cuya fuerza es insuficiente para modificar la estructura o las prácticas de un régimen– o estamos realmente ante unas elecciones críticas, que trastocarán permanentemente el mapa partidista y sentarán las bases de un nuevo arreglo político?
A pesar de que aún es temprano para hacer un diagnóstico definitivo, hay indicios suficientes para pensar que lo ocurrido el domingo será el punto de partida para la reconfiguración del espectro partidista que lentamente se fue gestando en las entrañas del régimen de partido único, que eclosionó en la década de los ochenta y que se institucionalizó a partir de la reforma política de 1996. Más allá de la sacudida, las elecciones del domingo pasado apuntan a convertirse en unas elecciones críticas, a partir de las cuales nacerá un nuevo sistema de partidos y nuevas alineaciones programáticas e ideológicas, aunque esto no ocurrirá de la noche a la mañana.
Hacía treinta años que México no vivía una sacudida electoral de la magnitud de la ocurrida hace unos días. El anterior cataclismo electoral ocurrió en 1988, cuando la fractura del PRI generó el surgimiento del Frente Democrático Nacional, con la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a la Presidencia de la República. Entonces, como ahora, el enojo social se había acumulado y la ruptura del PRI, consecuencia de la reducción de los recursos públicos para lubricar las redes clientelistas y de empleo, se tradujo en la aparición de un polo electoral potente, gracias a que construyó una narrativa bien articulada, según la cual los males del país se debían al cambio de rumbo, al abandono del nacionalismo revolucionario por el neoliberalismo. La fuerza de atracción de la escisión fue tan grande que acabo por engullir a la izquierda que entonces se comenzaba a abrir paso en las elecciones.
Con toda su enorme fuerza, el cataclismo del 88 no cambió de inmediato el mapa electoral. Para 1991 el PRI se había recuperado, el PAN se había reacomodado y el nuevo polo de la izquierda, el PRD, donde confluyeron los escindidos del PRI con los grupos de la izquierda tradicional de matriz socialista, apenas si alcanzó el ocho por ciento de la votación. No es que la sacudida de tres años antes no dejara secuelas, pero cuando las aguas volvieron a su cauce ocurrió un proceso de ajuste gradual, hasta que en 1996 los partidos supervivientes del trastorno pusieron fin al régimen de partido único con un nuevo acuerdo institucional, a partir del cual las elecciones se convirtieron en el método para acceder al poder y a los cargos de representación, en una competencia limitada por las fuertes barreras de entrada impuestas por los tres principales partidos pactantes.
A partir de entonces, solo lograron ingresar y mantenerse en la competencia, aunque en los márgenes, las organizaciones que obtenían su registro gracias a que contaban con redes de clientelas y que construían coaliciones con los tres jugadores principales. Así, se construyó una oligarquía tripartidista con satélites en la órbita de las tres grandes formaciones: el PRI, el PAN y el PRD. Las elecciones de 2000 consolidaron el nuevo pacto, pero las de 2006 lo agrietaron, al grado de que esas fisuras están en el origen del gran cataclismo vivido hace unos días.
Los resultados del domingo pasado dejan muy mal parados a los tres partidos del régimen del 96. El golpe más relevante se lo lleva el PRI, que queda herido de muerte, pues se quedará sin los elementos que tradicionalmente le dieron cohesión. Si después de la primera derrota presidencial, en 2000, el otrora partido hegemónico se reconstruyó a partir de sus enclaves de poder local, pues había logrado mantener la mayoría de los gobiernos estatales, en esta ocasión el cataclismo derruyó las bases mismas de su control territorial. El magro porcentaje de votos y de representación que obtuvo disminuirá sustancialmente el financiamiento público que recibe y en los doce estados donde quedan gobernadores priistas, las legislaturas estarán en manos de la oposición, con lo cual perderán enorme margen de maniobra presupuestal. La falta de una dirigencia nacional capaz de imponer disciplina puede provocar la desbandada y que cada gobernador o dirigente local busque su supervivencia por su cuenta.
El PAN vivirá, sin duda, un proceso de ajuste de cuentas de pronóstico reservado y es probable que el grupo Zavala–Calderón decida construir una nueva opción de derecha, al estilo Uribe en Colombia. Con todo, su grupo parlamentario será el mayor de la oposición y obtuvo tres gobiernos locales, que se suman a los que ya controlaba. El PAN tiene, así, muchos más elementos para reconstruirse y puede sobrevivir, aunque la batalla interna será ríspida y destructiva.
El PRD ha dejado de existir. Su cuatro por ciento lo deja en el margen y no tardarán la mayoría de sus legisladores en sumarse a la ola triunfante. Difícilmente superará la próxima elección, si es que la lucha por los despojos no lo liquida antes. La mayor parte del PRD está ya en MORENA y ahí se dará su recomposición.
De los satélites tampoco queda mucho. Es una buena noticia que el inefable Partido Verde haya quedado en la línea de la supervivencia y que desaparezca Nueva Alianza. El PES se quedará sin registro y su ínfima votación ha hecho evidente lo innecesario que fue para López Obrador su alianza con él, pero sobrevivirá en el Congreso con el diez por ciento de los diputados y con ocho senadores. Nada mal para una organización que se mostró incapaz de atraer siquiera el voto de la grey evangélica a la que supuestamente representaba.
Desde luego, en el centro del gran trastorno del orden político que estamos viviendo queda MORENA. Con una mayoría abrumadora en el legislativo, en los congresos locales y con varios gobiernos, entre ellos el de la capital, se ha convertido en un nuevo partido hegemónico. Cuánto dure esa hegemonía dependerá de qué tan eficaz sea el gobierno de López Obrador y de su capacidad de mantener la unidad de la variopinta coalición que ha armado. Una organización sin fuertes vínculos de cohesión interna, más allá de la lealtad al líder, se va a enfrentar al hecho de gobernar y legislar de consuno. Las grandes diferencias pueden aflorar pronto, aunque el cemento del poder es muy potente y el caudillo ha demostrado talento para mantener unidos a sus seguidores.
Por último, el fracaso de los independientes ha mostrado la estrechez del resquicio de entrada a la competencia política que su introducción significó. Para que surja un nuevo sistema de partidos, moderno y competitivo, deberán eliminarse las barreras de entrada del obsoleto sistema de registro basado en asambleas, de manera que grupos de ciudadanos unidos en torno a un programa y una lista de candidatos puedan irrumpir sin obstáculos en la competencia. Esa es una reforma pendiente que, sin embargo, a los triunfadores no les interesa promover.
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